El Salmo 45 [46] para los israelitas, era y sigue siendo, un cántico de confianza. De un modo vibrante y con imágenes expresivas canta la indefectible confianza que el pueblo de Dios ha de tener en Yahvé que está en medio de la ciudad, en medio de su pueblo. El salmista invita a confiar en el Señor ya que no hay nada que temer: «Dios es nuestro refugio y nuestra fuerza, quien en todo peligro nos socorre... Con nosotros está Dios, el Señor; es el Dios de Israel nuestra defensa». Los habitantes de Jerusalén, en los tiempos que describe el salmo, era una ciudad excepcional que consideraban la «¡Ciudad de Dios!» porque «Dios sabaoth», el Dios de los ejércitos celestes, el Dios que hizo surgir el cosmos con millares de soles, es también quien escogió esta ciudad. Otras ciudades, decían, eran amadas de Dios, pero sólo en una ocurrieron acontecimientos únicos para la humanidad entera: para la paz universal... Una ciudad-fuente que es Jerusalén. Sí, efectivamente también para nosotros Jerusalén es una ciudad excepcional, es el único lugar, sobre la tierra, en donde la cruz del Redentor fue plantada: el hueco cavado en el suelo para asegurar el poste que llevaría el Cuerpo... estuvo únicamente allí. Con agrado recuerdo y sobre todo agradezco a Dios la dicha de haber celebrado la Eucaristía en ese Santo Lugar.
Jerusalén es también, el único lugar sobre toda la tierra en que se encontró la tumba abierta de donde resucitó el Señor glorificado; la piedra rodada en que la muerte fue vencida... Se encontró allí, ¡únicamente allí! Jerusalén, en aquellos tiempos del salmista, nunca imaginó hasta qué punto serían verdaderas las cosas que en su cántico se entonaban y que se realizarían en Jesús. Pero también hay que recordar que se nos habla de una nueva Jerusalén, la nueva Sión, la Iglesia de Jesucristo. Jesús le prometió permanecer «con ella» hasta el fin de los tiempos: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra construiré mi Iglesia» (Mt 16,18). Hoy celebramos la dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán, una fiesta rara, muy desconocida. El 9 de noviembre del 324, los cristianos, después de las persecuciones, dedicaron a el Salvador esta primera iglesia que es como la parroquia del Papa y se le considera la madre y cabeza de las iglesias de todo el mundo cristiano. Es signo de unidad en la misma fe. Está en Roma y no en Jerusalén porque Dios así permitió que naciera la Iglesia, entre persecuciones que le hizo caminar y caminar hasta llegar a esa ciudad que ahora es el corazón de la Iglesia. El evangelio de hoy nos recuerda que Jesús hizo un látigo y expulsó del templo a todos aquellos traficantes que lo habían convertido en una cueva de ladrones (Jn 2, 13-22).
Todos los templos, incluido el de San Juan de Letrán, el del Santo Sepulcro en Jerusalén y todos los demás, tienen que ser lugares santos, casa de oración, ámbito del encuentro con Dios, sitio para pedir perdón y celebrar su amor en la Eucaristía para ser enviados a transformar el mundo. Nuestros templos son hermosos y necesarios. Dios quiere habitar en ellos aunque no cabe en ningún lugar, pero hoy el mismo Cristo nos recuerda que el verdadero templo, el único lugar del encuentro con Dios es él, Jesucristo. Él es el templo, él es el rostro visible de Dios, él es el sacramento del encuentro con el Padre, él es el que vive y nos hace vivir cristianamente. Pero Cristo nos convierte también a nosotros en el templo del Espíritu. La comunidad de los creyentes somos la iglesia, el cuerpo de Cristo, su templo congregado para celebrar y alabar a nuestro Salvador. El Señor nos invita a celebrar el amor y la reconciliación y a formar juntos el gran templo, el mejor templo, el cuerpo de Cristo vivo y vibrante y signo para todos de la presencia de Cristo en medio de nosotros. Hoy, recordando la dedicación de ese hermoso templo en el que también por gracia de Dios me ha tocado concelebrar la Eucaristía junto al Vicario de Cristo, les invito a mirar a María, la Madre del Señor, la Mujer que nos atrae a todos al Templo para seguir caminando hasta la Jerusalén celestial. ¡Bendecido sábado!
Padre Alfredo.
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