miércoles, 1 de abril de 2020

LA BEATA MARÍA INÉS TERESA DEL SANTÍSIMO SACRAMENTO, UNA MUJER DE CONVICCIONES...

A lo largo de la historia de nuestra salvación, Dios ha querido usar de hombres y mujeres para manifestar su amor al mundo y para acercarnos a Él y a sus designios de salvación. Ordinariamente el Señor elige hombres y mujeres que, diríamos, son en principio del común de los mortales y, luego, con el correr de los años, van pasando a ser del común de los santos, del común de vírgenes y del común de los mártires. San Pablo, dirigiéndose a los corintios dice que «Dios ha escogido más bien lo necio del mundo para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios lo débil del mundo, para confundir lo fuerte». (1 Co 1,27). Los santos, han sido personas ordinarias que, respondiendo al llamado de Dios han sido gente de convicciones. Gente que ha descubierto a lo largo de sus vidas que sin convicción, no hay nada que realmente importe, y no se transmite nada trascendente en el mensaje de salvación. 

Pero, ¿qué es una convicción? La palabra viene del latín «convictio». La convicción es el convencimiento que se tiene sobre algo. Quienes tienen una convicción poseen razones o creencias que les permiten sostener un determinado pensamiento, discurso o acción y defenderlo frente a lo que sea. Se dice que la convicción es fundamental para encontrar la motivación a la hora de llevar a cabo determinadas acciones, para ser positivo y confiar en que las cosas que vamos a realizar se van a conseguir e incluso para convencerse de que uno mismo está y estará bien. Por ejemplo: Yo que soy mexicano puedo decir «Tengo la convicción de que saldremos campeones en el mundial de futbol». Si alguien ha experimentado una sacudida eléctrica, no hace falta advertirle que es peligroso tocar un cable pelado.  El ya está convencido que no le conviene hacerlo.  Así son las convicciones.  Son creencias firmes.  Es una creencia que no vamos a abandonar fácilmente.

En nuestro campo eclesial, podemos afirmar que si nuestra vida no está plenamente arraigada en una fe fundada en la Eucaristía, en la Palabra de Dios y en el Magisterio de la Iglesia, es difícil formarse convicciones y responder en plenitud al llamado del Señor a ser santos. Como bautizados, debemos tener convicciones que definan nuestra identidad y hemos de tener convicciones que determinen nuestro estilo de vida particular y en torno a él la manera de seguir a Cristo. De las convicciones de fe y de razón que se van entrelazando en nuestras vidas, va surgiendo el convencimiento para caminar en perseverancia y fidelidad en nuestra consagración bautismal, porque la fe es una convicción que no está basada en el raciocinio, mientras que la razón crea convicciones que se fundan en la lógica. Así, de esa conjunción entre fe y razón, se van trazando las convicciones en las que se fundamenta la respuesta al compromiso adquirido desde el bautismo: «Sean santos como su Padre Celestial es santo» (Mt 5,48).

Como bautizados, sabemos que somos misioneros, y en especial, los miembros de la Familia Inesiana, sabemos que somos hijos de un corazón que supo vivir en plenitud su pertenencia a Dios y que se forjó una serie de convicciones en las que se mantuvo siempre firme, como anclada en una serie de creencias sólidas y firmes, basada en la confianza en Jesús Eucaristía como centro e su vida y aderezando cada momento de su existencia con la Palabra de Dios. El amor a la Eucaristía, el recurso constante a la Palabra y el amor a la Iglesia, le hizo a Manuelita de Jesús —ese fue su nombre de pila—, desde que era una jovencita, y me atrevería a decir, desde niña, estar completamente convencida del amor de Dios y de la llamada a la santidad, de tal manera que asumió paulatinamente y mantuvo, como un hilo conductor, una postura en donde las convicciones por seguir a Cristo fueron moldeando, no solo su fe, sino también la manera en la que vivió y en la que murió. Sus hijos espirituales hemos llegado a ser como una ciudad que se asienta sobre una colina y que no se puede ocultar (Mt 5,14). Cada uno de nosotros ha sido llamado para imitar esas mismas convicciones y prolongar el anhelo misionero de la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento. Somos partícipes de sus convicciones, lo cual conlleva una responsabilidad personal y comunitaria de un gran calibre. Nuestras responsabilidades son personales porque la vivencia de nuestra consagración bautismal es una cuestión personal según la vocación específica de cada uno. Pero, son comunitarias porque el testimonio es una cuestión no de uno solo sino de todos como familia.

Las convicciones que la beata María Inés se hizo para seguir a Cristo casto, pobre y obediente, definen su identidad y proveen una dirección sólida que a todos sus hijos nos mantienen en el camino correcto sin importar las circunstancias o tentaciones que enfrentemos, pero sería imposible hacer una lista de las convicciones que ella tuvo, pues sería exhaustiva. Por la gracia de Dios, podemos decir que Madre Inés dejó la corriente de este siglo y la senda amplia que lleva a la perdición (Mt 7,13); se negó a sí misma y tomó su cruz para seguir a Cristo (Mt 16,24); fue consciente de que era necesario que a través de muchas tribulaciones entre en el reino de Dios (Hch 14,22); al igual que San Pablo dijo: «De ninguna cosa hago caso ni estimo preciosa mi vida para mi misma, con tal de que acabe mi carrera con gozo» (cf. Hch 20,24). Todo esto requirió de ella la vivencia de unas convicciones, y convicciones muy profundas que vivió con perseverancia y fidelidad. 

La primera convicción que podemos ver en la beata Madre Inés es querer ser santa. Ella mantiene viva siempre esa determinación de ser santa. En una carta que escribe a las hermanas de California en 1960 anota: «Siempre he sentido el deseo inmenso de santificarme y de que todas mis hijas se santifiquen para que así podamos dar a Dios toda la gloria que merece» (Carta a las hermanas de California el 20 de febrero de 1960). Y desde 1933, en las resoluciones de sus Ejercicios Espirituales escribe: «Quiero ser santa, pronto santa, a todo trance santa. Llena Jesús mío todas las aspiraciones de mi corazón y ayuda mi flaqueza, sostenme en el vuelo que quiero emprender, no me dejes, que en ti confío» (Ejercicios Espirituales de 1933, f. 773). Así que en ella, esta convicción es una determinación, una decisión seria de querer ser santa sin quedarse en deseos, sino buscando la manera de cómo alcanzarlo y teniéndolo como un hilo conductor.

Otra convicción que marcó la vida de la beata y que ha querido dejarnos en herencia es la necesidad de la oración. En sus meditaciones escribe: «La oración es la vocación esencial de mi vida» (Meditaciones, f. 518). Nunca dejó la oración a pesar de las grandes encomiendas en la clausura que la dejaban exhausta o de las penas y mortificaciones que le inundaban el día ya como fundadora y superiora general. Decía: «Todas las gracias y sobre todo las de conversión y santificación, nos vienen por la oración» (Experiencias espirituales). 

Madre Inés siempre encontró tiempo para orar porque estaba convencida de que no tener tiempo para orar, era no tener tiempo para amar; y sin amor y sin oración, la vida está vacía. En sus últimos años de vida escribe en una carta colectiva: «Seamos ya intensamente almas de oración, de fe, confianza, almas que solo busquen el amor y vivamos para el amor» (Carta colectiva de junio de 1978). «La oración y el sacrificio —decía— son las dos alas poderosas con que se vuela por el campo misional en busca de palomitas que presentar al Amado. Al alma que siempre se eleva por las regiones de lo sobrenatural, nada ni nadie puede impedirle el vuelo; en vano le tenderán lazos; sus dos fuertes alas la sostienen, y la llevan infaliblemente a su fin: conquistar almas para Cristo» (Lira del Corazón, pp.126-127).

Una convicción importantísima en la beata Madre María Inés Teresa del Santísimo Sacramento es la conservación del ideal. Desde sus notas de los ejercicios espirituales de 1933 se hace notar esto: «A pesar de mis muchos defectos y faltas, mi alma está enamorada del ideal, él es, el que me ha de salvar, de corregir, de perfeccionar. En la sed ardiente que siento por la salvación de las almas, el es el que me ha de proporcionar medios y ocasiones, de renunciamientos, de vencimientos, de pequeños y ocultos sacrificios, que son las monedas con que se compran las almas para Jesús» (Ejercicios Espirituales de 1936). 

Madre Inés tenía convicciones que hablaban de ideales, de sueños, de cosas que debían quedar firmemente establecidas y que luego serían un ejemplo para nosotros. «Hay almas —escribía en una de sus cartas colectivas— que tienen grandes ideales de perfección; no nos quedemos nosotros medianos» (Carta colectiva desde Karuizawa, Japón, el 14 de mayo de 1957. f. 3232).  En otra carta, ésta de 1971 apunta: «En nosotros no existe ningún nacionalismo, ni división; no tenemos ninguna distinción…sólo existe un ideal, el de ser santos, porque sabemos que todos somos iguales ante los ojos de Dios y que, para Dios, no hay razas clases sociales; sólo existe el amor. Dios quiere hijas, que esto sea toda una realidad en cada nación y en cada casa. Lo pido tanto a nuestro Señor» (Carta colectiva de febrero de 1971).

Ella supo siempre hacia donde se dirigía en esto de la búsqueda de la perfección, es decir, de la santidad, y anduvo por un camino definido para alcanzar ese ideal, el de establecer un sagrario en cada uno de los corazones de cuantos son los habitantes del mundo y afirmaba: «Un alma sin ideales comenzaría por desfallecer y acabaría por morir. Pero con ideales se rejuvenece continuamente» (Ejercicios Espirituales de 1936).

La siguiente convicción que quiero mencionar es el amor de Madre Inés al Evangelio de Jesucristo, descubriendo, en él, valores que no dependen de la cultura, del tiempo, ni de la sociedad, sino que apuntan a transformar las mentes de todos los seres humanos. «El Evangelio no pasa de moda, no tiene “aggiornamento”», escribía en una carta colectiva en los años setentas (Carta colectiva de marzo de 1972). Y un poco antes había escrito: «No nos hagamos ilusiones hijas, no hay otra santidad que la del Evangelio, bien interpretado, no acondicionado a nuestra comodidad» (Carta colectiva de enero de 1971).

Ella vivió siempre convencida de que tenía que tener el mismo corazón «manso y humilde» del Cristo del Evangelio. Solamente en la lira del corazón (Gracias al análisis que la Hna. Martha Gabriela Hernández nos presenta en su libro «Cantaré eternamente las misericordias del Señor»). Hay 50 referencias al Evangelio de San Mateo; 15 de San Marcos; 66 de San Lucas y su evangelista preferido, sin duda alguna, San Juan, aparece 62 veces, digo que San Juan es su evangelista preferido porque de él hay mas citas textuales.

La beata entendió muy bien que los miembros de la Iglesia no estamos llamados a plegarnos al mundo sino a ser, como dice Cristo en el Evangelio, luz y sal de la tierra para que ayudemos a los que viven en tinieblas a que no desorienten su vida del fin último que es Dios mismo. En sus Estudios y Meditaciones nos lo recuerda de esta manera: «Dice Nuestro Señor de sus Apóstoles que: «son la sal de la tierra, y que si la sal se hace insípida, ¿con qué se le volverá el sabor? Para nada sirve, sino para ser arrojada y pisada por las gentes»… Esto mismo se puede decir del misionero; es la sal de la tierra por el ejemplo de sus virtudes, por su inmolación silenciosa, por su oración continua, por su vida penitente; es la sal, sí, porque, con todo esto coopera a la difusión del Evangelio, a la conversión de los pecadores, a la santificación de las almas» (Estudios y Meditaciones, f. 659). 

Por eso ella, para hacerse firmes convicciones, puso su mirada en rostros humanos que le fueron guiando hacia ese encuentro con el Cristo del Evangelio con sus cosas sencillas de cada día y nos los dejó como patrones que cuidan también de nuestras convicciones como lo hicieron con ella: «Que precio, casi infinito el de nuestras pequeñas y escondidas acciones, como Jesús, María y José en Nazaret. Y, quien vive con ellos, juntito a ellos, ¿se puede sentir solo y triste?» (Carta a una comunidad de religiosas, 28 de agosto de 1969, f. 5199). San José, San Francisco, Santa Clara y Santa Teresita del Niño Jesús, gente ordinaria y sencilla que asumió convicciones claras y seguras, afianzadas en un «sí» tan sincero como el de María, le motivaron con la realización de las cosas ordinarias de cada día. Se fijaba en ellos para motivar sus convicciones de ser santa: «Nuestros criterios tienen que unificarse en el de Cristo nuestro Señor, su Evangelio, su pasión, su muerte y su resurrección. Esto, y no otra cosa, hizo de san Francisco y santa Clara los santos tan seráficos que son. Es decir: amaron a Dios con amor de serafines» (Carta colectiva del 3 de diciembre de 1971). «Si el alma quiere llegar a la santidad por un atajo, y corto, debería ella misma proporcionarse las humillaciones, buscando aquellas cosillas que mucho hieren el amor propio y que dejan al descubierto nuestras llagas y miserias. Por eso los santos, sobre todo san Francisco, llegó tan pronto a las alturas, porque descendió mucho muy bajo por la humildad» (Carta Colectiva, San Antonio, 6 de marzo de 1956, f. 3162). «El amor que tú inspiras en mi pobre y miserable corazón —escribe en sus apuntes de ejercicios espirituales— me hace tener contigo estas audacias. Quiero hacer mías las palabras de tu virgen santa Teresita; “¡En el corazón de mi Madre la Iglesia, yo seré el amor!”» (Ejercicios Espirituales de 1950, f. 886).

Y aquí, contemplando su amor a Jesús en el Evangelio, viene otra convicción muy fuerte en ella: el amor a María: «Fue María la que al fin, haciendo la luz en las obscuridades de mi alma, en las tinieblas de mi corazón, me dio a conocer, en un instante, en un abrir y cerrar de ojos, que la dicha la encontraría completa, entera, absoluta, en la posesión de su divino Hijo» (María es mi Madre). 

Todos los santos, sin excepción, han sido muy devotos de María. Madre Inés percibió siempre la ayuda que Dios le ofrecía por medio de la Santísima Virgen. En sus meditaciones de ejercicios espirituales apunta: «Sin María no hubiera habido Jesús; luego sin María no llegaremos a Él; necesitamos pasar por este puente para llegar al término de nuestro viaje. ¡Qué grande eres Madre!» (Ejercicios Espirituales de 1941). Invocándola como a una Madre cariñosa y vestida de Guadalupana, se consagró a Ella con detalles tan pequeños pero tan insistentes como el de no dejar de hablar de Ella y dedicarle algo especial cada sábado, además de ofrecerle cada día el ofrecimiento, el santo rosario, y detalles que eran entendibles cuando para todo se le escuchaba decir: «¡Vamos María!»  En sus últimos años de vida suplicaba: «Que María Santísima sea nuestra guía en el peregrinar en esta tierra» (Carta colectiva de marzo de 1978).

Toda la vida de la beata madre fue un acto de amor a Dios. Estaba plenamente convencida de que todo debemos hacerlo por Él, con Él y en Él. Ya fuera estudiar, cocinar, caminar, trabajar, comer... lo vivía como dice San Pablo: «Ya coman, ya beban, ya hagan cualquier otra cosa, háganlo todo para gloria de Dios» (1 Co 10,31). «¡Todo por Jesús, María y las almas!» solía decir. Esta es otra de sus convicciones que bien podemos imitar y que unida a una muy profunda: su gran amor a Jesús Eucaristía como centro de su vida. Cuando aún era una jovencita que estaba en el mundo escribió: «Es de fe, que Jesús en la Eucaristía es el mismo Jesús del Evangelio. Tendré hacia Él los mismos sentimientos de inmensa confianza que tuvieron todos aquellos sencillos de corazón que tuvieron la dicha de contemplarlo en su vida mortal» (A mis queridas compañeras de la Acción Católica). En sus Experiencias Espirituales anota: «Fijo mis ojos en la Eucaristía, me reclino como el discípulo amado sobre su Corazón adorable» y nos pregunta: «¿Quisieras conquistar todos los reinos para Jesús Eucaristía? ¿Quisieras sembrar de Sagrarios, aquellas tierras en donde no es conocido el Dios del amor? Si quieres todo esto, pídeselo a Jesús en tu comunión» (Carta personal, 21 de junio de 1943).

A sus compañeras de la Acción Católica, cuando tenía unos 17 años de edad les dice: «Es de fe, que Jesús en la Eucaristía es el mismo Jesús del Evangelio. Tendré hacia Él los mismos sentimientos de inmensa confianza que tuvieron todos aquellos sencillos de corazón que tuvieron la dicha de contemplarlo en su vida mortal» (A mis queridas compañeras de la Acción Católica). Así llegamos a otra convicción que como hilo conductor vivió: La confianza total en Dios como condición indispensable para alcanzar la santidad y crecer en el amor de Dios. Nuestra Madre confió siempre, sin condiciones. «Confiad siempre, inmensamente, con esa esperanza plena del niño que se duerme en el regazo de su padre» escribió en sus Ejercicios Espirituales de 1941.

Eso es confianza con convicción, confiar hasta el límite de decirle que ponga y quite de nosotros lo que quiera, sea salud o enfermedad, pobreza o riqueza, prestigio o cargos importantes... Ella decía: «Padre, me pongo en tus manos, haz de mí lo que tú quieras», enseñándonos que la verdadera santidad consiste en hacer siempre la voluntad de Dios con una sonrisa. ¿Por qué? Porque, si amamos a Dios y creemos en su amor, debemos confiar hasta el punto de creer firmemente que su voluntad es lo mejor para mí y debo seguirla sin condiciones. En esos mismos Ejercicios Espirituales de 1941 pregunta: »¿Quién, viendo tan dulce Señor, tan amante, tan fino, tan exquisito, no pone en Él toda su confianza, esa confianza que en la vida práctica es el vínculo principal que nos une con Nuestro Señor, vínculo dulcísimo, que eleva, que levanta de la postración de las propias miserias hasta su abrazo de misericordia, hasta las efusiones más tiernas y delicadas entre el Esposo y la esposa?»

Para ella, todo era un milagro de Dios por su confianza total. Ella hablaba de que «es cuestión de lanzarse al mar de la infinita misericordia, confiando solamente en Dios». El desarrollo de la obra que el Señor le pidió fue cosa de fiarse del mismo Dios y dejarse llevar por Él. Y todo fue llegando poco a poco... hasta las cosas que parecían irrealizables, pero la obra se realizó y ella misma pudo visitar las misiones que de su corazón oferente iban brotando. El permanecer firme en las convicciones en la carrera que le tocó correr para llegar la meta, y luego asumir los riesgos del profetismo anunciando el Evangelio de vida trajo a la beata persecución, aún de las almas más cercanas a ella, pero María Inés Teresa, mujer de convicciones bien ancladas en el Señor, confió siempre. «La virtud por la que mi alma se siente más fuertemente atraída en relación directa con Nuestro Señor —escribe en una de sus refleciones— me parece que es la confianza en Él, en su infinita misericordia, en su bondad; porque siempre mi actitud respecto a Él, excepto poquísimas excepciones (y procuraré que en adelante no sea ni una), es la del niño que se abandona en brazos de su madre, con filial y entera confianza, en la seguridad de que todo lo que Él haga en mí y por mí, será lo que más me convenga» (Ejercicios Espirituales de 1941).

Con estas y otras convicciones, que, como decía casi al inicio, es difícil terminar de ennumerar, Madre Inés supo asumir ese espíritu profético, desde el cual, hizo realidad el mensaje del Evangelio en el que Jesús expresa: «He venido a traer fuego al mundo y cuanto deseo que esté ardiendo» (Lc 12,49). Es el fuego que la beata nos comunica, el fuego del Cristo. Dice el Catecismo de la Iglesia Católica: «Como todos los creyentes forman un solo cuerpo, el bien de los unos se comunica a los otros» (CEC 947). Esto quiere decir que «el menor de nuestros actos hecho con caridad, repercute en beneficio de todos los hombres, vivos o muertos. Y todo pecado daña esta comunión» (CEC 953). De manera que contemplar e imitar las convicciones de Madre Inés, nos ayuda enormemente en nuestro progreso espiritual y en la vivencia de nuestra consagración como personas llamadas a vivir en pobreza, castidad y obediencia de manera individual y comunitaria. Dejemos que hable ahora al Señor diciendo: «Conviértenos en fuego Señor, para abrasar el mundo entero» (Notas Íntimas). «Quisiera que pegaras tu fuego divino por nuestro conducto, aunque no nos necesitas, a esos millones de paganos que no pueden aún extasiarse en tu Augusta presencia y caer de hinojos diciendo en explosión de fe y amor: “Tú eres Cristo, Hijo de Dios vivo”» (Experiencias Espirituales, f. 544). «Que el amor que arda en tu corazón comunique el fuego sacro a todos los que se te acerquen y a todos aquellos por quienes ores» (Lira del Corazón).

Ciertamente, vivir esta comunión con la beata María Inés Teresa, y vivir esta común unión con quienes comparten esos mismos intereses en la familia de todos los bautizados, es una experiencia gozosa y maravillosa. Imaginemos a un niño que debe recorrer un largo camino entre selvas y montañas, llenas de peligros y animales salvajes. Él tiene la firme convicción de que llegará al fin, pero... ¿será inteligente de su parte rechazar toda ayuda que puedan brindarle sus hermanos mayores, que lo pueden llevar en brazos, cuando se canse, y que se preocuparán de su salud, de su comida, de sus necesidades y lo defenderán de los peligros? Pues bien, nosotros tenemos que recorrer un largo camino en esta vida para llegar al cielo. Si vamos solos, con unas convicciones dormidas u ofuscadas, probablemente vamos a sucumbir ante tantos peligros y tentaciones que hay en nuestra vida consagrada, pero si nos dejamos ayudar por gente como la beata María Inés Teresa, podemos estar seguros de que, si ella, con estas convicciones, llegó a la meta, llegaremos nosotros también. A bordo de un barco, en un largo viaje hacia Oriente, escribe: «Amemos de verdad nuestra vocación, y sepamos defenderla y sepamos defender nuestras convicciones, según el espíritu en que se nos ha formado, dando a los actos la seriedad que merecen, en el cumplimiento perfecto de nuestro deber» (Carta colectiva bordo del barco «Mukoharu Karu», mayo 12 de 1960).

La vida de Madre Inés nos enseña que una convicción es mucho más fuerte que una simple creencia y que hay que defender nuestras convicciones. Se trata de un convencimiento irreversible. ¡Es una creencia por la cual ella estaba dispuesta a arriesgar mucho... hasta su propia vida! A la luz de todo esto podemos preguntarnos, al llegar al final de esta reflexión: ¿Qué convicciones tengo yo? ¿Son mis convicciones tan firmes como las de la beata madre María Inés Teresa? El bautizado que no revisa constantemente sus convicciones y las alimenta para que estén fuertes no tendrá fuerza interior, sino será como un esclavo del medio ambiente en que se encuentra. Busquemos tener, como Madre Inés, convicciones firmemente arraigadas en la Palabra de Dios, seamos consecuentes con ellas y luchemos para compartirlas con los demás.

Padre Alfredo.

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