Decía en mi reflexión de ayer, que Nicodemo, como todo hombre colocado de frente al misterio, no comprendí de entrada lo que le escuchaba decir a Jesús. Se le hablaba — y se nos habla ahora a nosotros también— de una nueva existencia. Una nueva vida regalada gratuitamente por Dios. Cuando vamos conociendo al Señor Jesús y su doctrina fundada en el amor a Dios y al prójimo, vamos captando que la maravilla de la realidad cristiana es incomprensible cuando se la juzga con categorías humanas que siempre son competitivas y clasificantes. Es lógico. Desde las categorías que Nicodemo —a quien hoy volvemos de nueva cuenta a ver en el Evangelio (Jn 3,7-15)— y todo hombre tiene, resulta imposible abordar las realidades divinas. Por eso, hay que acudir a Jesús, el Maestro–Revelador de Dios. Ningún hombre ha tenido jamás acceso al mundo de Dios. Es absurda, por tanto, la pretensión de tantos maestros, salvadores y milagreros de nuestro tiempo que intentan transmitir a los hombres la revelación del único camino para la felicidad o la realización personal, la curación de todos los males o la salvación. Todas las pretensiones de revelación en este sentido, están huecas.
Sólo el Hijo del Hombre, en razón de su origen divino, puede traer la revelación divina. Sólo Jesús es el «Revelador» y «Enviado de Dios». Es fundamental, por tanto, entender lo que el Evangelio de hoy nos quiere dejar en claro: el nacer de nuevo implica una vinculación exclusiva y radical a la persona y la obra de Jesús. La plática entre Nicodemo y Jesús va tomando altura progresivamente. Contempla la obra de Cristo y, con absoluta naturalidad, proyecta la cruz «en filigrana». La posibilidad de regeneración, del nacer de nuevo, está condicionada por un proceso en dos tiempos. Era menester que Dios se encarnara. Y, en segundo lugar, tenía que ser «elevado» como la serpiente de Moisés, de la que el libro de los Números (Núm 21, 9) dice que sanaba a quien la mirara, con lo cual daba a entender que quien se volviera hacia Dios quedaba salvado. Del mismo modo, quien pone su fe en Cristo posee la vida eterna. Así lo han entendido siempre los santos, que han puesto su existencia en manos de Cristo confiando en su cruz redentora que se levanta en lo alto para levantar al hombre de su miseria al servicio de la infinita misericordia de nuestro Dios.
San Anselmo de Canterbury, obispo y doctor de la Iglesia, que, nacido en Aosta, fue monje y abad del monasterio de Bec, en Normandía, enseñando a los hermanos a caminar por la vía de la perfección y a buscar a Dios por la comprensión de la fe comprendió muy bien que tenía que renacer y mirar la Cruz levantada en lo alto. Desde pequeño sintió inclinación a la vida de Dios, pero el ambiente totalmente mundano en el que se movía su familia, fue llenando de diversos intereses lo que parecía una vida realizada, sin embargo, en lo íntimo del corazón de Anselmo permanecía el anhelo de mirar a la Cruz y en ella a su Señor crucificado que le invitaba a dejarlo todo para seguirle. Pronto dejó a los suyos y se fue a un monasterio para estudiar y convertirse desde joven en un eminente profesor, elocuente predicador y gran reformador de la vida monástica. Sobre todo llegó a ser un gran teólogo. Promovido a la insigne sede de Canterbury, en Inglaterra, trabajó denodadamente por la libertad de la Iglesia, sufriendo por ello dificultades y destierros que no lo apartaron de su ideal. Murió en Canterbury el 21 de abril de 1109. En 1720 el Papa Clemente XI lo declaró doctor de la Iglesia. Con nosotros Cristo Jesús también quiere tener una conversación tan profunda como la que tuvo con Nicodemo o san Anselmo, hemos de dejarle hablar y darnos sus explicaciones que nos llevarán siempre a mirar la Cruz para tener una nueva vida. pidámosle a María Santísima que nos ayude a abrir los oídos y el corazón para atender a su Hijo Jesús que a veces habla quedito o de noche. ¡Bendecido martes!
Padre Alfredo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario