«Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10). El discípulo-misionero de Jesús debe vivir y comunicar la vida, por lo que no puede estar ausente ni de las alegrías ni de las tristezas del mundo en el que vive. Cada discípulo y misionero, desde su vocación específica y con su identidad propia, debe ser un agente promotor de la vida. Porque, al estilo del Señor, estamos en el mundo para que «tenga vida y vida abundante».
Merecen nuestro recuerdo y gratitud nuestros misioneros y misioneras que con su testimonio valiente predicaron el Evangelio en nuestra tierra. «…santos y beatos de quienes, aun sin haber sido venerados en los altares, han vivido con radicalidad el evangelio y han ofrendado su vida por Cristo, por la Iglesia y por su pueblo» (cf. Aparecida 98). Alabamos y agradecemos al Señor por los hombres y mujeres que, en el ministerio sacerdotal y en la vida consagrada, sirven con fidelidad a su vocación y con entrega generosa al pueblo de Dios.
Igualmente, con gratitud, reconocemos la presencia de hombres y mujeres que, como catequistas, proclamadores de la Palabra, servidores de los enfermos, ministros extraordinarios de la comunión eucarística, se entregan con generosidad al anuncio y propagación del Evangelio. También reconocemos la vitalidad que imprimen a la vida espiritual la gran variedad de movimientos y grupos. Los laicos deben asumir su vocación de impregnar las estructuras humanas, culturales, sociales, económicas y políticas, del espíritu del Evangelio, de tal manera que nuestra sociedad sea transformada por estos discípulos-misioneros. La presencia de cristianos en la vida pública es un servicio de amor al prójimo y, por tanto, resulta una tarea prioritaria su formación en la Doctrina Social de la Iglesia, a fin de que sean capaces de iluminar cristianamente la sociedad en que viven y de dar testimonio de su fe y vida cristiana.
No hay duda de que nuestra Iglesia, por la dinámica de la globalización y por las deficiencias estructurales propias, está inmersa en procesos económicos que no siempre garantizan un desarrollo integral y sostenible. No podemos perder de vista que la verdadera ecología es la que tiene en su centro el respeto y el interés por la persona humana, al servicio de la cual Dios creó las demás cosas.
En nuestro territorio parroquial se da —como en otros lugares— un creciente deterioro de la familia, estimulado por los mensajes y actitudes negativas que se proponen a los niños y jóvenes desde los más variados espacios de comunicación: música, cine, televisión, prensa escrita, etc. Y todo esto en un clima de brutal violencia homicida que golpea, sobre todo, a los más vulnerables y alejados. Por todo ello, debemos impulsar un testimonio de vida en los discípulos–misioneros, que invite a las personas de nuestra comunidad parroquial y de nuestros grupos y movimientos, a descubrir, la belleza de nuestra vocación de bautizados y al matrimonio cristiano, para defender la vida humana desde su concepción a su término natural y construir hogares en los que los hijos se eduquen en el amor a la verdad del Evangelio y en los sólidos valores humanos.
Padre Alfredo.
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