miércoles, 15 de abril de 2020

LA EXPERIENCIA LITÚRGICA DEL SACERDOTE...


1. El arte de vivir la Liturgia como sacerdote.

Para celebrar y vivir la Liturgia de la Iglesia, el sacerdote no tiene necesidad de recurrir a artificios extraños o a inventar cosas siguiendo modas pasajeras, al sacerdote le basta enfocarse en la verdad de la Eucaristía. La Ordenación General del Misal Romano señala: “También el presbítero… cuando celebra la Eucaristía, debe servir a Dios y al pueblo con dignidad y humildad, y en el modo de comportarse y de proclamar las divinas palabras, dar a conocer a los fieles la presencia viva de Cristo”. El sacerdote no inventa nada, sino que con su servicio, vive la Liturgia en plenitud y debe hacer llegar tanto como sea posible a los ojos y a los oídos, pero también al tacto, gusto y olfato de los fieles, el Sacrificio y la Acción de Gracias de Cristo y de la Iglesia, a cuyo misterio tremendo pueden acercarse en plenitud y en profundidad aquellos que se han purificado de los pecados. ¿Cómo puede el sacerdote acercarse al Señor en el culto si si no tiene los sentimientos de Juan, el Precursor: "Es preciso que él crezca y que yo disminuya"? (Jn 3, 30). El sacerdote vive la Liturgia dejando que el Señor sea quien destaque, porque es a Él a quien la acción litúrgica rinde culto, de lo contrario, priva a la acción litúrgica de su eficacia: el efecto depende en gran parte de la fe y del amor del sacerdote a la Liturgia.

El Sacerdote no es el dueño de los Misterios. En toda celebración litúrgica él es ministro, no dueño, es administrador de los misterios: los sirve y no los usa para proyectar sus propias ideas teológicas o políticas ni su propia imagen, al punto que los fieles queden enfocados en él en lugar de mirar a Cristo, que está significado en el Altar, y presente sobre el Altar, y elevado en la Cruz. El sacerdote vive la Liturgia en una profunda unión con Cristo.

Una liturgia bien llevada, marca y condiciona a los pastores al igual que a los fieles, pero a cada uno en su lugar, recordando que el sacerdote es representante de «Cristo Cabeza». Algunas fotografías de celebraciones litúrgicas, muestran a veces concelebraciones en las que algunos sacerdotes hablan por teléfonos celulares. Eso no puede ni debe ser, porque la acción Litúrgica no es un rato ni un rito solamente, es un reto a vivir en profundidad el misterio del encuentro con el Señor en el sacramento o los sacramentales.

Al vivir la Liturgia, el sacerdote servir al Señor con amor y temor y lo da a la asamblea: esto es lo que se expresa con los besos al altar y a los libros litúrgicos, inclinaciones y genuflexiones, señales de la Cruz e incensaciones de la gente y de los objetos, gestos de ofrenda y de súplica, y la ostensión del Evangeliario y de la Santa Eucaristía. Todo con un profundo respeto no como un rito, sino como un reto de agradar al Señor y darle el culto que se merece.

Ahora, tal servicio y vivencia litúrgica del sacerdote celebrante, o como dicen algunos hoy: del presidente de la asamblea —término que en lo personal no me gusta, porque la liturgia no es un acto democrático— puede verse desde la preparación y presentación del sacerdote, sus palabras, sus silencios y el recogimiento para la gran acción litúrgica que realiza; en el camino hacia el altar que debe ser humilde, no ostentoso. De hecho, el primer acto de la vivencia litúrgica del sacerdote, por ejemplo en la Santa Misa, es una inclinación o genuflexión delante de la cruz o el tabernáculo, en síntesis delante de la Presencia divina, seguido del beso reverente al altar y eventualmente la incensación. El segundo acto, en la Misa, es la señal de la cruz y el sobrio saludo a los fieles. El tercero es el acto penitencial, imitando a aquel publicano que agradó al Señor, porque el sacerdote, es también un pecador que necesita purificación. La escucha de las lecturas que son proclamadas como Palabra que se lee de corrido, sino con un tono claro y humilde. Luego, el amor a la celebración litúrgica se puede apreciar en el sacerdote en el tono claro de la homilía, pero sumiso y suplicante para las oraciones, solemne si se cantan 

2. El asombro Eucarístico.

Tocará los santos dones con asombro —el asombro Eucarístico del que ha hablaba a menudo san Juan Pablo II— y con adoración, y purificará los vasos sagrados con calma y atención, según el pedido de tantos padres y santos. Se inclinará sobre el pan y sobre el cáliz al decir las palabras de Cristo en la consagración y al invocar al Espíritu Santo para la súplica o epíclesis. Los elevará separadamente fijando la mirada en ellos en adoración, bajándolos, luego, en meditación. Se arrodillará dos veces en adoración solemne. Continuará la anáfora con recogimiento y tono orante hasta la doxología, elevando los santos dones en ofrenda al Padre. Recitará el Padrenuestro con las manos levantadas, y sin tomar de la mano a otros, porque eso es propio del rito de la paz; el sacerdote no dejará el Sacramento en el altar para dar la paz fuera del presbiterio. Fraccionará la Hostia de un modo solemne y visible, se arrodillará ante la Eucaristía y orará en silencio pidiendo ser librado de toda indignidad para no comer y beber la propia condenación, y pidiendo también ser custodiado para la vida eterna por el santísimo Cuerpo y la preciosísima Sangre de Cristo. A continuación, presentará la Hostia a los fieles para la Comunión, suplicando Domine, no sum dignus e, inclinado, será el primero en comulgar. Así dará ejemplo a los fieles.

Después de la Comunión, se hará la acción de gracias en silencio, la cual, mejor que sentados, puede hacerse de pie en señal de respeto o de rodillas, si es posible, como Juan Pablo II ha hecho hasta el final, con la cabeza inclinada y las manos juntas; esto, con el fin de pedir que el don recibido sea remedio para la vida eterna, como se dice mientras se purifican los vasos sagrados. Muchos fieles lo hacen y son un ejemplo para nosotros. El sacerdote, después del saludo y la bendición final, se dirige al altar para besarlo y eleva los ojos a la cruz, o se inclina o arrodilla frente al tabernáculo. Luego vuelve a la sacristía, recogido, sin disipar con miradas o palabras la gracia del misterio celebrado. De este modo, los fieles serán ayudados a comprender los santos signos de la liturgia, que es un asunto serio, y en el que todo tiene un sentido para el encuentro con el misterio presente. 

Pablo VI, en la instrucción Eucharisticum mysterium llamaba la atención sobre una verdad central expuesta por Santo Tomás: “Este sacrificio, como la misma pasión de Cristo, aunque se ofrece por todos, sin embargo «no produce su efecto sino en aquellos que se unen a la pasión de Cristo por la fe y la caridad... y les aprovecha en diverso grado, según su devoción»”. La fe es una condición para la participación en el sacrificio de Cristo con todo mi ser. ¿En qué consiste la acción de los fieles, a diferencia de la del sacerdote que consagra? Ellos recuerdan, dan gracias, ofrecen y, dispuestos de modo conveniente, comulgan sacramentalmente. La expresión más intensa está en la respuesta a la invitación del sacerdote, poco antes de la anáfora: “El Señor reciba de tus manos este sacrificio para alabanza y gloria de Su Nombre, para nuestro bien y el toda su santa Iglesia”. 

Sin la fe y la devoción del sacerdote no hay expresión alguna de amor a la Liturgia y mucho menos vivencia de la misma, y no se favorece la participación del fiel, sobre todo la percepción del misterio. Porque el Señor, “conoce nuestra fe y entrega” (cfr. Canon Romano) que se expresa en los gestos sagrados, las inclinaciones, las genuflexiones, las manos juntas, el estar arrodillados. La falta de devoción en la liturgia impulsa a muchos fieles a abandonarla y a dedicarse a formas de piedad secundarias, ampliando la brecha entre éstas y aquella.

Dado que la sagrada liturgia es un acto de Cristo y de la Iglesia, y no el resultado de nuestra habilidad, no prevé un éxito al cual aplaudir. La liturgia no es nuestra sino Suya.

3. La tradición de la Iglesia

La Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos en la instrucción Redemptionis Sacramentum recuerda al sacerdote la promesa de la ordenación, renovada cada año en la Misa crismal, de celebrar “devotamente y con fe y devoción los misterios de Cristo para gloria de Dios y santificación del pueblo cristiano, según la tradición de la Iglesia” (cfr. 31). Él está llamado a actuar en la Persona de Cristo, y, por tanto, debe imitarlo en el acto supremo de la oración y del ofrecimiento, no debe deformar la liturgia en una representación de sus ideas, ni cambiar o agregar algo arbitrariamente: “El Misterio de la Eucaristía es demasiado grande para que alguien pueda permitirse tratarlo a su arbitrio personal, lo que no respetaría ni su carácter sagrado ni su dimensión universal” (ibíd. 11). La Misa no es propiedad del sacerdote o de la comunidad. La instrucción expone detalladamente cómo debe ser celebrada correctamente la Misa, de eso se trata el ars celebrandi: los seminaristas deben ser los primeros en aprenderlo cuidadosamente a fin de poder ponerlo en práctica como sacerdotes.

El Papa emérito, Benedicto XVI, en la Sacramentum caritatis (38-42) trató el tema del ars celebrandi, entendido como el arte de celebrar rectamente y lo presenta como condición para la participación activa de los fieles: “El ars celebrandi proviene de la obediencia fiel a las normas litúrgicas en su plenitud, pues es precisamente este modo de celebrar lo que asegura desde hace dos mil años la vida de fe de todos los creyentes” (38). En la nota 116, la Propositio 25 especifica que “una auténtica acción litúrgica expresa la sacralidad del Misterio eucarístico. Ésta debería reflejarse en las palabras y las acciones del sacerdote celebrante mientras intercede ante Dios, tanto con los fieles como por ellos”. Luego, la exhortación recuerda que “El ars celebrandi ha de favorecer el sentido de lo sagrado y el uso de las formas exteriores que educan para ello, como, por ejemplo, la armonía del rito, los ornamentos litúrgicos, la decoración y el lugar sagrado” (40). Tratando del arte sagrado, llama a la unidad entre altar, crucifijo, tabernáculo, ambón y sede (41): con atención a la secuencia que revela el orden de importancia. Junto con las imágenes, también el canto debe servir para orientar la comprensión y el encuentro con el misterio. El obispo y el presbítero están llamados a expresar todo esto en la liturgia, que es sagrada y divina, de manera que se manifieste verdaderamente el Credo de la Iglesia.

P. Alfredo Delgado, M.C.I.U.

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