lunes, 6 de abril de 2020

Mons. Juan José Hinojosa Vela... Recordando a mi padrino de Ordenación Sacerdotal.


El 18 de junio de 2015, fue llamado a la Casa del Padre quien fuera junto con Mons. Juan Esquerda Bifet, mi padrino de ordenación sacerdotal, Mons. Juan José Hinojosa Vela. Hoy, a unos meses de celebrar sus cinco años de haber terminado su andar en la tierra, quiero recordarlo de manera muy especial agradeciendo su acompañamiento vocacional, su dirección espiritual, sus sabios consejos y su valiosa amistad que se prolongó hasta sus últimos meses de vida. 

Juan José nació el 9 de diciembre de 1935, en General Treviño, Nuevo León, México. Sus padres fueron el señor don Manuel Eleuterio Hinojosa Chapa y la señora doña Dominga Vela Vela. Nació un día antes de que falleciera su tío abuelo segundo, el padre Juan José Hinojosa Cantú, actual Siervo de Dios, y cuya causa de beatificación está en proceso.

Con su sencillez característica, monseñor nos contaba, cuando éramos seminaristas, que su abuelo don Lucas, que era primo del Siervo de Dios Juan José, supo la noticia de la muerte de este sacerdote ejemplar que quería mucho, fue a la casa de sus papás y les dijo que deberían bautizar al niño con el nombre de Juan José, a ver si hacemos de él un sacerdote como el primo. Sus papás aceptaron y lo bautizaron en Cerralvo, Nuevo León con el nombre de Juan José. Su confirmación se celebró en Agualeguas, Nuevo León por el Siervo de Dios, Mons. Guillermo Tritschler.

Juanjo —como lo llamamos muchos—, pasó su infancia y su adolescencia en su pueblo natal, donde estudió la primaria. Cuando tenía doce años lo mandaron a Monterrey, la capital del estado de Nuevo León a estudiar en la Escuela Práctica de Comercio, donde estuvo por más de dos años; terminando sus estudios a la edad de 15 años. 

Posteriormente, se fue a trabajar con su hermano Rodrigo a la Ciudad de México. Fue allá en donde tuvo su primer llamado al sacerdocio. Pasado del año, vino de vacaciones a Monterrey con su familia, y fue ahí donde recibió la segunda y definitiva llamada para seguir al Señor en la vocación sacerdotal. Ingresó entonces al Seminario que estaba en donde ahora se ubica el Templo de San Luis Gonzaga en el centro de Monterrey en 1954, a la edad de 18 años. Allí cursó los cuatro años de humanidades y empezó el primero de filosofía, el cual terminó en el Seminario de San Pedro, en Corregidora. 

Con gusto y mucha simpatía compartía con nosotros, en nuestro tiempo de formación en el seminario anécdotas y hechos de su vida como seminarista, compartiéndonos que su vida de seminarista fue hermosísima y recordaba con mucha alegría las vacaciones que pasaban en Saltillo, Coahuila, en donde a algunos de nosotros nos tocó hacer el Curso Introductorio. Estas vacaciones comunitarias no eran vacaciones de esas de no hacer nada —decía—, ya que estudiaban un poco por las mañanas, tenía sus recreaciones, y continuaban con algo de estudio y deportes por las tardes. También daban catecismo en lugares cercanos, tenían tardeadas, días de campo y funciones de cine y de teatro una vez a la semana. Un poco al estilo de como nuestras generaciones vivimos el Curso Introductorio en los años ochentas.

Juan José terminó sus estudios de filosofía y enseguida lo mandaron a estudiar Teología durante cuatro años al Seminario de Montezuma, en Nuevo México, Estados Unidos. Allí recibió la ordenación diaconal el 19 de abril de 1963. Estando por acabar el estudio de Teología, meses antes de ordenarse sacerdote, escribió una carta bellísima a sus padres, que gracias a su hermana Cuquita se conserva hasta nuestros días y en la que les dice: «Queridos papás: contesto a lo que me escribieron en días pasados. Espero que papá este completamente bien; lo encomiendo a diario, así que no puede ser de otro modo. Estoy bien, bien de todo, pues nuestro Señor me concede muchas gracias espirituales.  Recen más por nosotros, pues sólo faltan siete meses para ordenarnos... los abrazo a todos».

El 29 de junio de 1965, día de San Pedro y San Pablo, fue ordenado sacerdote en el Santuario de Nuestra Señora del Roble, de manos del Excmo. Sr. D. Alfonso Espino y Silva, VIII Arzobispo de Monterrey. Junto con él fueron ordenados sacerdotes otros once diáconos, sus compañeros Gildardo Javier Chávez Ramos, Jesús Garza Guerra, Tomás Herrera Hernández, José Guadalupe Galván Galindo, Santiago Gerardo Cavazos Almaguer, Emigdio Alberto Villarreal Bacco, Marcelino Arrieta de la Fuente, José de Jesús Aviña Silva, Cosme Carlos Ríos, Benito García Rivas y Héctor Jaime Valenzuela Mendívil.

El 1 de julio de 1965 realizó su primera misa rezada —como antiguamente se conocía—, en la parroquia de María Auxiliadora —en el templo antiguo— de la Colonia Linda Vista, en Guadalupe Nuevo León, y el 3 de julio, ofició su «Cantamisa» en el templo de San José, en General Treviño, Nuevo León.

Sus primeros tres años de su ministerio —de 1965 a 1968— los vivió como vicario en la Catedral de Nuestra Señora de Monterrey y fue durante este periodo que fue nombrado asesor de ACJM Diocesana.

En 1968 fue llamado a servir al Seminario de Monterrey, donde permaneció por 26 años hasta 1994. Fue allí donde lo conocí desde que ingresé en 1980 y de inmediato su personalidad sencilla, cálida, sacerdotal, profunda de hombre santo, me cautivó. Nos daba la clase de espiritualidad en el Curso Especial del Seminario Menor a quienes habíamos ingresado con estudios superiores.

Con él convivimos mucho porque a algunos de nosotros nos invitó a participar en los «Grupos de Meditación Bíblica», que él, inspirado por Dios, fundó.

Los últimos cuatro años de estudio en el Seminario de Monterrey, el tiempo de la Teología, nos acompañó como director espiritual del instituto y presidía la Misa casi todos los días en la Capilla del Seminario Mayor.

Me tocó compartir con él el curso de espiritualidad en el Santo Desierto en Tenancingo, Estado de México y otros momentos en viajes misioneros en donde como sacerdote se desbordaba en generosidad. Era un gozo compartir con el rezo del Rosario o el Viacrucis meditado muchas veces con pensamientos que brotaban de su corazón. Era un gran amante de la Virgen María. Cuando hablaba de ella parecía transportarse y transportarnos a su lado. Él mi impuso la estola el día de mi ordenación sacerdotal el 4 de agosto de 1989 en la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe, en Monterrey, Nuevo León, México y Mons. Juan Esquerda Bifet la Casulla. Estos dos santos varones fueron mis padrinos de Ordenación.

En agosto de 1994 fue nombrado párroco de Jesús el Buen Pastor y Vicario Episcopal de la Zona I. Permaneció ahí hasta el año 2000 impulsando la comunidad sobre todo en el amor a la Eucaristía, a María y a la Palabra de Dios. Fue en este periodo, que en 1995, fundó el «Grupo de Misiones en Familia» como fruto de un sueño, de un ideal de que fueran las familias misioneras a los lugares necesitados de evangelización. Mi padrino se destacó por ser siempre un promotor incansable de la Palabra de Dios y bondadoso con todos, pero, especialmente, así lo pude constar, con las personas más vulnerables a quienes socorría de una manera impresionante. A mí, siendo seminarista, me tocó más de una vez distribuir la ayuda monetaria que lograba reunir de gente de gran corazón, para ayudar a familias en situación de calle.

La labor pastoral del padre Juan José Hinojosa le llevó a ser nombrado «Monseñor» por el Papa san Juan Pablo II. En el año 2000 fue trasladado a la Parroquia y Santuario de Nuestra Señora de Fátima como párroco y además, nombrado Vicario Episcopal de la Zona V.

Recuerdo cómo cada tarde, aún con el arduo trabajo de párroco y Vicario Episcopal, reservaba un espacio de una hora para estar frente a Jesús Eucaristía en su Capilla privada. Varias veces me tocó compartir esos momentos en que en silencio permanecía él estático con una significativa sonrisa y su rostro fijo en la custodia enfundado en su sotana blanca. 

En una entrevista periodística que le hicieron el 16 de enero de 1998, le preguntaron sobre lo que más le gustaba y desagradaba, a lo cual respondió con su característica sencillez: «Me gusta todo lo que hago en mi ministerio: celebrar la Santa Eucaristía, predicar, confesar, presidir grupos, ir a retiros y atender a la gente; lo que me desagrada es no tener tiempo para hacer todo lo que quisiera».

La noche del 26 de abril de 2015, regresaba de una de las reuniones de sus grupos de meditación. Él no venía conduciendo esa vez, aunque cabe decir que lo hacía siempre con mucha precaución. Intempestivamente, un automóvil se salió del segundo piso de una de las avenidas principales de Monterrey y calló sobre el vehículo en el que viajaba resultando terriblemente lesionado. 

Monseñor pasó dos meses en estado crítico, siempre hospitalizado y con todos los cuidados necesarios pero fue poco lo que se pudo lograr. 

Pocos días del accidente, celebrando Misa en su querido Seminario de Monterrey, en una misa que celebró en el Seminario Mayor de Monterrey, ante la asistencia atenta de los seminaristas regaló al Seminario un cáliz expresando sonriente: «Tal vez no llegue a mis 50 años como sacerdote, por eso de una vez quiero dejarles este obsequio», y así fué. El día 29 del mismo mes, iba a celebrar sus 50 años de vida sacerdotal, pero conociendo su vida, seguramente que el Dios de la vida eterna quería que el festejo se hiciera en el cielo.

El 18 de junio falleció luego de estar luchando entre la vida y la muerte y puedo afirmar, sin con ello querer adelantarme al juicio de la Iglesia, que mi padrino murió en olor de santidad.

El arzobispo de Monterrey, Rogelio Cabrera López, difundió un comunicado en el que expresó que «con la feliz esperanza en la resurrección, ha terminado su peregrinación terrenal nuestro querido hermano: Monseñor Juan José Hinojosa Vela». 

De entre sus libros y escritos que dejó, destaca para mí estas líneas que hablan de su pureza, de su sencillez, de su anhelo de santidad: «El hombre jamás podrá ser feliz si no está en paz con su conciencia. Y la conciencia sólo estará en paz cuando cumple la voluntad de Dios».

Padre Alfredo.

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