Para nosotros y para todo el mundo, una persona con corazón es una persona profunda y a la vez cercana; una persona entrañable y comprensiva, una persona capaz de sentir emociones, a la vez que de ir al fondo de las cosas y los acontecimientos, una persona que sabe el valor de la fraternidad, de la amistad, de la solidaridad.
El corazón, a lo largo de la historia, ha simbolizado para la gran mayoría de las culturas el centro de la persona, el lugar en donde el ser vuelve a la unidad y se fusiona la múltiple complejidad de sus facultades, dimensiones, niveles, estratos: lo espiritual y lo material, lo afectivo y lo racional, lo instintivo y lo intelectual. Una persona con corazón no es dominada por el sentimentalismo sino por una coherencia y un equilibrio de madurez que le permita ser objetiva y cordial, lúcida y apasionada, intensiva y racional; la que nunca es fría, sino siempre cordial, nunca ciega, sino siempre realista.
Tener corazón, hoy y siempre, equivale a ser una personalidad integrada, por eso, el corazón es el símbolo de la profundidad y de la hondura. Sólo quien ha llegado a una armonía consciente con el fondo de su ser y con su Creador, consigue alcanzar la unidad y la madurez personales.
Jesús, el Señor, el Maestro, el Esposo fiel, tiene corazón, porque toda su vida es como un fruto maduro y exuberante, un fruto suculento de sabiduría y santidad. Su corazón no es de piedra sino de carne (cf. Ez 11,19). Su vida es un signo del buena mar, del saber amar. Jesús en su corazón, es la profundidad misma del ser humano. En él está la fuerza del espíritu que brota como agua fecunda hasta la vida eterna (cf. Jn 7,37; 19,34).
El culto al Sagrado Corazón de Jesús es la respuesta de cada uno de nosotros al infinito amor de Cristo que quiso quedarse en la Eucaristía para siempre. Que mientras exista uno de nosotros no vuelva a Jesús a sentir soledad o tristeza: «He aquí el Corazón que tanto ha amado y llama al hombre y en respuesta nos recibe sino olvido e ingratitud» (Palabras de Nuestro Señor, el 16 de junio de 1675 mostrándole su Corazón a Santa Margarita María de Alacoque).
Este culto eucarístico es la respuesta de correspondencia nuestra al amor del corazón de Jesús, pues es el eucaristía donde ese corazón palpita de amor por nosotros.
Cierto que en nuestros tiempos, el mundo ha echado al olvido este sentido del corazón, y no sólo del Sagrado Corazón de Jesús, o del Inmaculado Corazón de María, sino de todo lo que ello encierra y con lleva.
No se había visto, por ejemplo, entre otras cosas, ese particular desencanto y desilusión en lo que se refiere a los partidos y candidatos ante las elecciones de diversas naciones. El narcotráfico, y con ello la violencia, se han apoderado de las calles en muchos lugares, provocando una situación de crisis de seguridad que no tiene medida.
La salud del ser humano se ve mermada con plagas y pandemias como la que estamos viviendo del coronavirus COVID-19.
Asimismo, los cambios sociales y políticos, tantas veces anunciados pero no cumplidos, colaboran a generar cansancio, desconfianza, abstencionismo y hastío en los ciudadanos de muchos países que ya no creen en el corazón de sus gobernantes.
El papa Francisco no se cansa de repetir que la crisis financiera y económica que ha golpeado a los países industrializados, los emergentes, y los que están en vías de desarrollo, demuestra que hay que replantearse algunos paradigmas económicos financieros dominantes en los últimos años, y que hay que darse a la tarea de la búsqueda de los valores y reglas, a los que debería atenerse el mundo de hoy para implementar un modelo de desarrollo más atento a las exigencias de la solidaridad y más respetuoso de la dignidad humana.
Necesitamos encontrarnos con el corazón misericordioso de Jesús, necesitamos entrar al corazón manso y humilde del maestro, necesitamos convencernos profundamente de que solamente ese corazón, y aquellos que laten al unísono de él, serán capaces de transformar un entorno, un ambiente, una sociedad.
Me viene ahora a la mente un corazón que latió siempre al unísono del corazón de Cristo. Es el corazón de la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento, la fundadora de nuestra Familia Inesiana. ¡Cómo recuerdo aquel día en que escuchamos la noticia de que el Papa Benedicto XVI la había declarado «Venerable».
El corazón misionero y sin fronteras de madre Inés, quiso siempre unirse en un desposo Orio espiritual al corazón traspasado de Jesús como para decirnos que no debemos olvidar que la fiesta del sagrado corazón es fiesta que prolonga un encuentro diario con el mundo sediento de Dios que, al mismo tiempo, ha perdido la capacidad de amar.
La figura de la beata madre Inés, nos deja ver claramente un corazón que fue dócil a la acción de Dios, un corazón que, desde que ella era pequeña, fue descubriendo el valor de amar «al estilo divino» como ella decía. El corazón traspasado de Cristo, fue dejando huella en el suyo y una huella imborrable que le hizo latir sólo para él, salvando «almas, muchas almas, infinitas almas», como ella también afirmaba.
En una de sus cartas, la beata madre María Inés escribe: «El corazón de Dios es para los pequeños y miserables que nada pueden, que nada tienen, pero que reconocen alegremente su necesidad, y... todo, ¿lo oyen? todo, lo esperan de su Padre Dios, tan bueno, tan misericordioso, tan cariñoso, y que está dispuesto a dar sus gracias a sus hijos pequeños que confían ciegamente en él y saben que únicamente cuentan con él... para todo. Dios quiera que seamos siempre así. No dejaré de decírselos ni después de muerta. Por eso: Sagrado Corazón de Jesús, en ti confío» (Cartas Colectivas, f. 3163).
Madre Inés fue depositaria de un secreto. Tuvo acceso al misterio «escondido desde los siglos en Dios» (Ef 3,9). Jesucristo es el salvador de la humanidad, y salvar almas para él en este mundo, debe ser considerado como el acontecimiento decisivo de la historia humana. Esta afirmación central de la fe, la llevó ella en el corazón de su existencia. Fue, de verdad, la luz que iluminó su camino bajo la viva compañía de María de Guadalupe.
Ella comprendió, desde muy joven, que la condición normal del cristiano es la de «estar dispersos» entre los demás hombres y mujeres, sin perder de vista que el evangelio es ante todo una persona, Alguien, un Corazón que late de amor por la humanidad.
Hoy, que la iglesia está un poco por todas partes en estado de misión, cristianos y no cristianos nos encontramos a diario, si no físicamente, por lo menos a través de las extensas e innumerables redes sociales que existen. El Concilio Vaticano II, en la Constitución Dogmática sobre la Iglesia, entre otras cosas, nos recuerda que todos los hombres, de una manera o de otra, pertenecen al pueblo de Dios. Pero entonces, ¿por qué se necesita la misión y cuáles son las tareas que dicha misión requiere?
En verdad, decía la beata María Inés Teresa, la única realidad propia del cristianismo, tiene un nombre: «Jesucristo». En él y sólo en él tienen consistencia los designios divinos de salvación. El Sagrado Corazón nos invita a profundizar en este dato fundamental para ver lo que se deduce de él para la vida cristiana y el contenido del testimonio de la fe. Desde toda la eternidad, Dios tuvo el designio de crear por amor y de llamar a los hombres y mujeres a ser sus hijos. Madre Inés captó que la iniciativa divina de la salvación, que tiene lugar en la creación, es la misma que se manifiesta en Jesús de Nazareth.
El misterio oculto desde todos los siglos ha sido, por fin, revelado. La historia de la salvación comienza verdaderamente en Cristo nuestro Señor y el amor de su corazón debe ser revelado a todas las naciones. El mundo no cambiará, si no es teniendo un corazón que vaya latiendo al mismo ritmo del corazón de Jesús. El cuerpo resucitado de Cristo vivo y presente en el mundo en la Eucaristía, es ya para siempre el «sacramento» primordial del diálogo de amor entre Dios y la humanidad.
El origen de esta dinámica del banco de las almas —como decía la beata María Inés—, en su corazón misionero, fue el espíritu Santo. Sus dones infinitamente variados se encontraron en el corazón de Manuelita de Jesús —su nombre de pila—, la base firme para la edificación del reino, porque ese corazón, se había arraigado en la caridad de Cristo. Es preciso amar como Cristo ha amado Sin que nos detenga ninguna frontera, amar hasta el don total de sí mismo, como hizo ella, hasta el don de la vida.
Con un acceso muy especial a la revelación del misterio oculto en Dios, desde los siglos, la beata María Inés se vio empujada por el dinamismo irresistible de su fe a anunciar a sus hermanos, la buena nueva de la salvación, que de una vez para siempre, nos ganó Jesucristo. San Pablo expresa el objeto de la Buena Nueva con estas palabras: «la incomparable riqueza de Cristo». (cf. Flp 3,8; Col 2,2; Ef 2,7).
Misionar fue, para ella, ofrecer en participación, una riqueza que no se posee, y de la que no tenemos ni la exclusividad, ni el monopolio. El misterio de Cristo, trasciende toda expresión particular. Cualquiera que sea la diversidad y la profundidad, los caminos espirituales de todos los hombres y de todas las culturas, encuentran en él, y sólo en él, su punto de cumplimiento y de convergencia. Por tanto, anunciar a Cristo a todos los que no le conocen y no le aman aún, es estar uno mismo esperando, también, un nuevo descubrimiento de su misterio en el corazón de los hombres y de los pueblos, que se han de convertir a él; es hacer posible el que la acción del espíritu, que está obrando en el mundo pagano, fructifica en la iglesia y adquiera una expresión inédita hasta entonces. Misional, para la madre Inés fue vaciarse decir, hacerse más pobre que nunca, acompañar a las almas en su propio camino, participar en su búsqueda y, en esta participación fraterna, hacer aparecer a Cristo como el único, que puede dar sentido a esta búsqueda y llevarla hasta su meta.
El corazón misionero de la beata María Inés, unido al Corazón Sacratísimo de Jesús y sumergido en el Corazón Inmaculado de María, se hacen invitación a poner manos a la obra, a explotar recursos personales, hacer que la tierra sea cada vez más habitable para el hombre, a dar todo su valor a la riqueza de la creación de Dios en un mundo que se desgarra entre el egoísmo y el placer; entre el consumismo y la ceguera espiritual. Madre Inés viene a gritar la corazón del hombre y de la mujer de hoy, a veces mezquino y triste, que el amor que edifica el Reino es inseparable del amor que hace que progresivamente la humanidad acceda a la verdad definitiva, y que esta verdad no se consigue sino más allá de la muerte, pero se va construyendo en este mundo sobre un terreno en el que sin cesar encontramos a la cizaña mezclada con el buen trigo (Mt 13,24-52). La separación no se hace hsata después de haber pasado por la muerte.
En el Evangelio de san Juan, el evangelista concede gran importancia a la lanzada que siguió a la muerte de Cristo en la cruz: «Llegados a Jesús —los soldados—, le encontraron muerto, y no le rompieron las piernas. Pero uno de los soldados le abrió el costado con su lanza, y al instante salió sangre y agua» (Jn 19,33-34). Para el evangelista, toda la economía sacramental de la iglesia ha brotado, en cierta manera, de Cristo, en el momento de su muerte en la cruz, y se funda ante todo en los sacramentos del bautismo y de la Eucaristía.
Por eso madre Inés llevó a plenitud su bautismo, viviendo las virtudes de grado heroico y por eso puso en el centro de su vida a Jesús eucaristía y tanto el significado del bautismo, como el de la eucaristía, hacen referencia al sacrificio de la Cruz.
No sólo los miembros de la Familia Inesiana, sino toda la Iglesia y la humanidad, estamos agradecidos por el don del corazón misionero de la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento. Estamos contentos por este regalo de su vida, de su testimonio, de su corazón sin fronteras; pero, más que nada, estamos comprometidos con ella misma porque algo tenemos que ver con ella y su amor a Dios, y ella —como afirma Mons. Juan Esquerda Bifet— no tuvo tiempo de teorizar. La Palabra de Dios poco a poco, seguirá labrando nuestro corazón como hizo con el de ella y el de su amada María Santísima, para que también nosotros, nos convirtamos en compañeros de Cristo en el cumplimiento de los designios de la salvación.
Termino esta reflexión con unas palabras de la beata madre María Inés en las que dice: «No se fíen mucho en sus propias fuerzas y en su propia habilidad. Confíen, sí, inmensamente que Dios estará con ustedes; que el Sagrado Corazón de Jesús será su fuerza, su sostén, en todo cuanto necesiten, en la seguridad que él obrará por ustedes y en ustedes, por el bien de las almas que se les ha confiado. Necesitan amar mucho a las almas, inmolarse por ellas, aceptando y recibiendo con amor, pequeños y grandes sacrificios que la misericordia divina les depare; de lo contrario, todo se vendrá abajo, y ante todo hay que ver por la propia santificación, que redundará en bien de todas las almas que tienen bajo su cuidado. Oración y más oración por ellas. Y el apostolado que se cumpla íntegro y con sumo cuidado, en las horas prescritas, sin perder un minuto de tiempo (Cartas Colectivas, f. 3185).
Padre Alfredo.
* Adpatación de la homilía que pronuncié en la parroquia de San José Obrero el 20 de junio de 2009, fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, en la parroquia de San José Obrero, en Monterrey, poco después de cuando la Sierva de Dios fue declarada Venerable.
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