Sabemos que los ojos de todo peregrino no se quedan fijos o instalados en lo que va viendo por el camino, sino en la meta que le espera. Al que va peregrinando —así lo recuerdo cuando hacíamos aquellas peregrinaciones que en Michoacán se suelen realizar— no le interesan los kilómetros que ha dejado atrás, sino los que faltan para llegar al lugar de su objetivo. No debemos olvidar que somos peregrinos, somos caminantes que no nos sentimos atraídos por lo que va apareciendo en el camino, sino por el más allá, por aquello que no se ve aún, pero se anhela. Así vamos por este mundo anhelando el encuentro definitivo con el Señor, cuya resurrección nos alienta a seguir el paso sin desfallecer, porque la muerte no es el final de la peregrinación, sino un paso inevitable para alcanzar la gloria de la vida eterna. El Evangelio nos dice que los líderes religiosos y políticos hicieron todo lo que pudieron para asegurarse de que el cuerpo de Jesús permaneciera en la tumba, pero estaban intentando lo imposible. La muerte no podía mantener en sus garras al Hijo de Dios, y al tercer día, resucitó como dijo que lo haría.
Cuando María Magdalena llega al sepulcro, el Señor ya ha resucitado (Jn 20,1-9). Es a Él, que «vive por los siglos de los siglos» (Ap 1,8) que debemos mirar en este día con inmensa gratitud por mostrarnos la meta, el destino de nuestra existencia con su resurrección. Jesús está vivo (Lc 24,1-12), su integridad está bien fundada. Los profetas predijeron su venida. Los milagros apoyaron su deidad. Los testigos oculares verificaron su resurrección. Los discípulos no se han llevado el cuerpo de Jesús. Más aún, al encontrar doblados y en su sitio la sábana y el sudario, queda claro que no ha habido robo. María va al sepulcro poseída por la falsa concepción de la muerte; ella cree que la muerte ha triunfado; busca a Jesús como un cadáver. Su reacción, al llegar, es de alarma y por eso va a avisar a Simón Pedro —símbolo de la autoridad— y al discípulo a quien quería Jesús —símbolo de la comunidad—. Ambas, la autoridad representada en Pedro, y la comunidad, representada en el discípulo amado, habían partido de la misma obscuridad, del mismo sepulcro. Ni Pedro ni el otro discípulo habían entendido muchas cosas de las que Jesús había hablado, pero el otro discípulo, «al ver» —que por cierto no vio más que los lienzos, o sea nada—, creyó, captó el sentido del texto: la muerte física no podía interrumpir la vida de Jesús, cuyo amor hasta el final ha manifestado la fuerza de Dios.
Un sepulcro abierto, unos lienzos puestos en el suelo y un sudario, una mujer y dos hombres para interpretar... Todo es ordinario y cotidiano, todo extraordinario y único a la vez, pero todo eso con un valor de signo: «Y vio y creyó». Y todos poco a poco fueron viendo y creyendo, dejándose penetrar por la luz de la fe ante el hecho del sepulcro vacío de Jesús. Así sucede hasta nuestros días en muchos corazones que «ven y creen». Así ha acontecido en las vidas de los santos y beatos que nos han precedido en el peregrinar hacia la patria eterna. Así sucedió, por poner un ejemplo, a uno de nuestros santos mexicanos, san David Uribe Velasco, quien creyendo en la resurrección y entregado de lleno al ministerio entregó su vida como mártir. Yo conocí a varios familiares de este santo varón que hablaban, llenos de gozo y admiración, de la valentía de san David, que, en medio de la persecución religiosa, dio la grandísima muestra de que creía en la resurrección del Señor y la nuestra. En medio de aquel ambiente tan adverso, tuvo que abandonar su parroquia y refugiarse en México, de regreso a Iguala fue reconocido y apresado y llevado en tren a Cuernavaca. La noche del 11 de abril de 1927 lo sacaron de su celda y lo asesinaron por la espalda. Sus restos se veneran en su pueblo natal, Buena Vista de Cuellar, Guerrero. Nosotros también creemos en la resurrección del Señor y por eso en nuestra condición de peregrinos la esperamos para nosotros también. Y si hoy hemos de atravesar por momentos de adversidad, sabemos que este no es el final, es solo el camino, el final estará cuando lleguemos a la meta y podamos contemplar a los santos, a la Madre de Dios y al Señor vivo y resucitado cantando todos, el himno triunfal: ¡Aleluya, Aleluya! ¡Bendecido domingo y felices pascuas de resurrección!
Padre Alfredo.
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