En su libro «¡Levantaos, vamos!», san Juan Pablo II cita un pequeño fragmento de una poesía de Jerzy Liebert que viene bien para abrir esta reflexión que hoy quiero compartir para hablar de la alegría de quien se sabe llamado a la vida consagrada. El poema dice así: «Te estoy aprendiendo, hombre, te aprendo despacio, despacio. De este difícil estudio goza y sufre el corazón».
Sí, sabemos que el hombre es un misterio insondable. ¡Qué difícil es descubrir plenamente lo que somos!... lo que anhelamos, nuestro ser en sí. ¿Quién soy yo? ¿Qué es lo que el Señor quiere de mí? ¿Quién eres tú? ¿Qué hay dentro de ti? Son preguntas que el ser humano se hace, o debería hacerse con frecuencia.
Para el creyente, surgen siempre muchas interrogantes, el hombre es un ser cambiante a quien le cuesta trabajo decidir, parece que hay sólo una certeza, que es la que el apóstol San Pablo nos confirma: «Todos ustedes son uno en Cristo Jesús… ustedes son de Cristo» (cf. Gal 3,26). Esta es una especie de respuesta básica a tantas interrogantes, una respuesta que alienta la búsqueda y la realización de un ideal.
Jesucristo, en el Evangelio, hace una pregunta a sus amigos: «¿Quién dice la gente que soy yo? ?Quién dicen ustedes que soy yo? (Mt 16,13). Jesús fórmula este cuestionamiento en un clima de oración y con la certeza de que los otros, los cercanos a él, los discípulos, sus amigos, le abrirán el corazón para descubrirle quién es: «Tú eres el Mesías de Dios» (Mt 16,16).
La vida tiene valor cuando se hace donación de amor a los otros, cuando se transforma en entrega generosa en toda clase de servicios y favores al hermano; es así cuando podemos decir que vamos descubriendo lo que somos, despacio… El creyente debe ir creciendo, respondiendo descubriendo su propia identidad: «Despacio, que voy deprisa» dice el dicho popular.
Hay personas que quieren sellar de una manera más seria la consagración que recibieron en el bautismo con una ofrenda, la ofrenda de la vida. Recuerdo que la beata María Inés Teresa del santísimo Sacramento, escribe por ahí que: «La vida no vale la pena vivir sé si no se emplea toda ella en conquistar almas, vasallos para el rey inmortal de los siglos… Si no es para salvar almas, no vale la pena vivir».
Es esta, como podemos ver, la búsqueda que lleva al conocimiento profundo de lo que somos. Con razón Jesús dice: «i alguno quiere seguirme, que no se busque asimismo que tome su cruz de cada día y me siga. Pues el que quiera conservar para asimismo su vida, la perderá pero el que la pierda por mi causa, ese la encontrará» (Mt 16,24-25).
Libremente hay quienes han querido hacer una consagración especial al señor mediante la vida consagrada y de alguna manera los miembros de la iglesia, hemos de mirar llenos de esperanza, y de gratitud a estas personas que seguramente no se cansarán de hacer el bien.
¡Qué misterio de amor tan maravilloso! Cada uno de nosotros somos un ser único e irrepetible e, y a la vez, estamos llamados hacer uno en Cristo Jesús, a tomar la cruz y a tenerlo por compañero de camino. En este seguimiento de Cristo, quien quiere consagrarse de manera particular, ha de echar mano de una creatividad que habla de una vocación viva que se transforma en tomar la cruz cada día, es decir, en un re-estrenar la vocación cada día con decisión de corazón. El acto de consagración que el que ha sido llamado para vivir así realiza, no se reduce a un pensamiento abstracto de algo «bonito» que adorna la vida. Jesús les dice a sus apóstoles: Es necesario que el Hijo del hombre sufra... que sea entregado a la muerte y que resucite» (Lc 9,22).
La cruz de cada día, marca la realización de cada vocación específica. Tomar la cruz es básico para descubrir quiénes somos y qué hacemos en este mundo. El llamado a la vida consagrada, como cada uno de nosotros, carga con esa cruz, esa cruz que va sellada con tres votos: castidad, para hacer todo pertenencia de Dios y dejar actuar al espíritu; obediencia, para buscar en toda la voluntad del padre de los cielos; y pobreza, para pasar por el mundo como Jesús, que vivió siempre sin apego a nada material, desprendido para amar con un corazón sin fronteras que no tiene dónde reclinar la cabeza (cf. Mt 8,20).
A partir del momento en que la persona decide consagrarse de una manera especial mediante estos votos de pobreza castidad y obediencia, tendrá una ayuda muy especial del señor para poder discernir y seguir sus caminos misteriosos de luz y de amor, que siempre llevan a la cruz, fuente de vida y primavera de la existencia, y que van dando sentido a la vida misma. Pero el consagrado de hoy, vive en medio de un mundo que teme a la Cruz, al desgaste de la vida, hacer donación, pan partido como Jesús Eucaristía... ¡Qué peligro!
Con esa consagración especial, la persona entra en la vivencia de un dinamismo de seguimiento radical de Cristo en una fidelidad creativa. Por medio de los votos religiosos se convierte en padre de las almas, motivando y estimulando la oración personal y comunitaria; colaborando para que la eucaristía sea siempre el centro de su vida y de la comunidad que le rodea; buscando la gracia del perdón, de la alegría, de la sencillez para sí mismo y para los que están a su alrededor; promoviendo el diálogo espiritual, compartiendo el camino con los demás llamados; avivando el fuego del espíritu con fervor contagioso; alentando y corrigiendo fraternalmente a quien lo necesite; presentando su vida pobre, casta y obediente, como una bendición, como un signo que invita a todos a descubrirse como pertenencia de Dios.
En todo consagrado, se renueva esa gracia especial del Sacramento bautismal. El consagrado eEn todo consagrado, se renueva esa gracia especial del sacramento bautismal. El consagrado es llamado a vivir así de una manera especial, en medio de una comunidad, la comunidad de los bautizados, la comunidad de la iglesia.
Jesús sigue hablando hoy en la iglesia y en la historia él nuevamente nos pregunta: «¿Quién dices tú que soy yo?» y nos invita a hacernos la misma pregunta: ¿Quién dice el mundo que soy yo, un cristiano del tercer milenio? Su presencia se percibe entre nosotros en un los gestos humildes, pobres y sencillos que se van dando día a día; una invitación que viene de lo alto y que se hace a todos para abrirnos a su voz murmullo suave que cuestiona y espera una respuesta, un sí desde lo que somos y hacemos,
llevando la cruz de cada día, sólo así podremos, como a las personas consagradas, elevar nuestras voces como el salmista, bendiciendo a Dios admirando su gloria y su poder.
Para terminar esta reflexión, miremos a alguien que sabe dar respuesta de su identidad y nos alienta en el diario cargar la cruz, ella, llena de gracia, sencilla, pobre, humilde, se comprometió a acompañar siempre a toda persona consagrada y a interceder por nosotros.
La santísima virgen María va a nuestro lado, y así como de una manera muy particular acompaña a las personas consagradas, nos acompaña a cada uno de nosotros, y nos invita a conocernos más, y a seguir, más de cerca el camino de su hijo Jesús.
Padre Alfredo.
* Un tema de reflexión basado en una homilía de la profesión religiosa de un joven misionero que pronuncié en el año 2004.
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