En estos días santos y de encierro especial, en los que nos invaden las redes sociales con noticias, unas esperanzadoras, otras trágicas y otras falsas y engañosas, parecería que con ello llegara la tentación de querer estar pegados al Facebook, al WhatsApp, al YouTube o al Tik-Tok todo el día, aturdiendo nuestro cerebro con demasiada información —alguna de ella falsa y confusa—distrayendo nuestra existencia de una oportunidad única de encontrarnos con nosotros mismos y con Dios de una manera especial. Ante nosotros, en esta llamada «Semana Mayor», se yergue la impresionante figura del Siervo de Yahvé en un Cristo silencioso y majestuoso, que nos introduce en el misterio pascual, centro de nuestra fe. Su elección, su misión y sus sufrimientos se quieren en estos días hacer los nuestros también. Hemos sido elegidos como él para vivir este tiempo que nos ha tocado vivir, tenemos una misión como él de acercar a todos a la misericordia del Padre y hemos sido invitados a sufrir con él para salvar a la humanidad. El Padre ha elegido a su Hijo Jesús para una misión difícil y de capital importancia, por ello le sostiene; pero a nosotros, nos ha elegido también y él nos sostiene a nosotros también.
El fragmento del Evangelio de este lunes (Jn 12,1-11), nos permite hoy revivir los últimos acontecimientos que preparan la pascua del Señor. La cena de Betania viene a ser como un preludio de la última cena. Según la mentalidad de aquel tiempo, la comida, particularmente la que se compartía, reviste un carácter sagrado, pues indica comunión de vida y acción de gracias por la misma vida. Este aspecto, en esa cena, se profundiza por la presencia de Lázaro, «resucitado de entre los muertos», del que se dice que era uno de los que estaban con Jesús a la mesa, expresando, por así decir, una gran proximidad de vida y muerte, presagio de comunidad de destino... Pero es la figura de María la que ocupa el primer plano con su silencioso gesto de amor de adoración, sin cálculo ni medida. El perfume que derrama a los pies de Jesús es carísimo, pues trescientos denarios correspondían al salario de diez meses de trabajo de un obrero de aquellos tiempos. Y toda la casa se llenó de aquella bienoliente fragancia. Es un detalle que nos muestra en esta mujer la imagen de la Iglesia–Esposa unida amorosamente al sacrificio de Cristo–Esposo. Curiosamente a la donación total sin límites se contrapone la tacañería y avaricia de Judas Iscariote. El evangelista nos presenta, así, dos tipos en el seguimiento del Señor, María y Judas: el amor dilató el corazón de una; la mezquindad cerró de par en par el corazón del otro.
Hoy celebramos a varios santos y beatos como cada día, entre ellos está san Guillermo, abad, que pasó de un cenobio de canónigos regulares de París a Dinamarca, instaurando allá la disciplina regular en medio de grandes dificultades de su tiempo. Guillermo nació en 1125 en Francia. Fue nombrado canónigo de la colegiata de Santa Genoveva de París. En 1148, Sugerio, abad de Saint-Denis, para cumplir el deseo del papa Eugenio II, estableció a los canónigos regulares en dicha iglesia y Guillermo fue uno de los que aceptaron con más entusiasmo la austera vida regular. Su fama de santidad y disciplina canónica llegó hasta Dinamarca, y fue invitado por el obispo Absalón o Axel de Roskilde, a restaurar la disciplina de los monasterios de su diócesis. Guillermo aceptó y empezó su tarea con los canónigos regulares de Eskilso. El éxito coronó los esfuerzos del santo, pero no sin dificultad, pues no faltaban los que, como el Iscariote, no tenían reglas ni disciplina alguna y no observaban lo que debían y lo criticaban. San Guillermo tuvo que expulsar a dos de ellos, pero a base de paciencia fue logrando que los otros entrasen por el camino recto. En los treinta años que desempeñó el cargo, tuvo el consuelo de ver que la mayoría de sus hermanos seguían sus pasos. Siempre se puede hacer el bien, aunque a algunos no les guste porque ven con otros ojos, los ojos de la sordidez, de la roña y del egoísmo. Vivamos estos días santos con la sencillez y el arrepentimiento al que se nos invita y pidamos a María Santísima perseverar para llegar a gozar de nuestra Pascua. ¡Bendecido lunes!
Padre Alfredo.
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