Estamos viviendo una situación inusitada, algo nunca antes visto por nuestras generaciones. Se ha dejado de celebrar la Eucaristía en los templos con toda la feligresía por disposiciones de muchas de las Conferencias Episcopales en sintonía con las autoridades sanitarias por motivos de la pandemia de Covid-19, como una medida preventiva para evitar aglomeraciones de personas y, por ende, focos de contagio de este coronavirus.
Todo católico ha de comprender que esto no significa privar, así porque sí, a los fieles del fruto de la Eucaristía sin más, sino por una grave necesidad como la que se ha vivido en tiempo de epidemias y pandemias de otros tiempos lejanos a los nuestros. Esta es una oportunidad de aprender a valorar otras formas verdaderas de encuentro con el Señor, como la llamada «Comunión Espiritual».
En el rezo del Ángelus del pasado domingo 15 de marzo, el Papa Francisco dijo que «en esta situación de pandemia, en la que nos encontramos viviendo más o menos aislados, estamos invitados a redescubrir y profundizar el valor de la comunión que une a todos los miembros de la Iglesia. Unidos a Cristo nunca estamos solos, sino que formamos un solo Cuerpo, del cual Él es la Cabeza. Es una unión que se alimenta de la oración, y también de la comunión espiritual en la Eucaristía, una práctica muy recomendada cuando no es posible recibir el Sacramento. Digo esto para todos, especialmente para la gente que vive sola».
Es importante advertir que el desarrollo de la enseñanza de la Iglesia sobre esta forma de comunión se produjo en la edad media, precisamente en tiempos de gravísimas epidemias, al hilo de las controversias eucarísticas provocadas por quienes negaban la presencia real de Cristo en la Eucaristía.
Guillermo de Saint-Thierry (†1148), el gran monje benedictino que al final de su vida abrazó la reforma del Císter atraído por la santidad de san Bernardo, dirigiéndose a los monjes cartujos de la joven abadía de Monte Dei, consciente de que no siempre podían recibir la sagrada comunión, les recuerda que «la gracia del sacramento se puede recibir, aunque materialmente no se pueda comulgar».
Este monje afirma: «El sacramento de esta santa y venerable conmemoración solo es dado celebrarlo a unos pocos hombres según el modo, lugar y tiempo especiales; mas la gracia del sacramento está siempre disponible y pueden actuarla, tocarla y recibirla para la propia salvación, con la reverencia que se merece, en la forma en que ha sido transmitida y en todo tiempo y lugar al que se extiende el señorío de Dios, aquellos de los que se ha dicho: "Ustedes son una raza elegida, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo elegido para anunciar las alabanzas de aquel que los sacó de las tinieblas a su luz admirable" (1P 2,9) [...]. Si la quieres y la deseas con toda sinceridad, tienes esta gracia disponible en tu celda a todas las horas, tanto de día como de noche. Cuantas veces te unes fiel y piadosamente a este acto en memoria del que padeció por ti, otras tantas comes su cuerpo y bebes su sangre; y siempre que permaneces unido a él por el amor, y él a ti en acción de santidad y de justicia, formas parte de su cuerpo y de sus miembros» (Epistola ad fratres de Monte Dei 117.119).
La gracia del sacramento es la unión a Cristo por el amor, que lleva a ser parte viva de su cuerpo que es la Iglesia. Esta gracia se regala a quien la quiere y desea con sinceridad, aunque no se pueda par- ticipar en el sacramento, si con dignidad y reverencia se descansa en el recuerdo de quien padeció por ti. No extraña que un siglo después, santo Tomás de Aquino, el eximio doctor de la Eucaristía, llegue a afirmar de la comunión espiritual lo siguiente: «Es tal la eficacia de su poder que con solo su deseo recibimos la gracia, con la que nos vivificamos espiritualmente» (STh III, q.79 a.1 ad 1).
«De dos maneras —advierte Santo Tomás— se puede recibir espiritualmente a Cristo. Una en su estado natural, y de esta manera la reciben espiritualmente los ángeles, en cuanto unidos a Él por la fruición de la caridad perfecta y de la clara visión, y no con la fe, como nosotros estamos unidos aquí (en la Tierra) a Él. Este pan lo esperamos recibir, también en la gloria. Otra manera de recibirlo espiritualmente es en cuanto contenido bajo las especies sacramentales, creyendo en Él y deseando recibirlo sacramentalmente. Y esto no solamente es comer espiritualmente a Cristo, sino también recibir espiritualmente el sacramento» (STh III, q.80 a. 2).
Con su habitual y genial ingenuidad enseñaba el Santo Cura de Ars, San Juan María Vianney, que la comunión espiritual es semejante al soplo del fuelle sobre el rescoldo de unas cenizas que empiezan a apagarse: «Cuando sintamos que el amor de Dios se enfría-decía-, ¡pronto: una comunión espiritual!». Se cuenta también de él que, hallándose una vez muy afligido porque sólo le era dado comulgar una vez al día, cayó en la cuenta de su error al reflexionar que podía hacerlo con el deseo un número ilimitado de veces.
Para despertar el deseo y unirnos con la memoria del corazón a Quien por amor a nosotros se queda en el sacramento del altar, podemos emplear alguna de las oraciones que la tradición cristiana nos ha transmitido, porque no se prescribe ninguna fórmula determinada, ni es necesario recitar ninguna oración vocal. Basta un acto interior por el cual se desee recibir la Eucaristía. Es conveniente, sin embargo, que abarque tres actos distintos, aunque sea brevísimamente: a) Un acto de Fe, por el cual renovamos nuestra firme convicción de la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Es excelente preparación para comulgar espiritual o sacramentalmente; b) Un acto de deseo de recibir sacramentalmente a Cristo y de unirse íntimamente con Él. En este deseo consiste formalmente la comunión espiritual; c) Una petición fervorosa, pidiendo al Señor que nos conceda espiritualmente los mismos frutos y gracias que nos otorgaría e l a Eucaristía realmente recibida.
La fórmula más común entre nosotros es esta: «Creo, Jesús mío, que estás real y verdaderamente presente en el Santísimo Sacramento del altar. Te amo sobre todas las cosas y deseo ardientemente recibirte dentro de mi alma, más ya que no puedo hacerlo sacramentalmente, ven al menos espiritualmente a mi corazón... Y como si ya te hubiese recibido te abrazo y me uno a ti, no permitas que nada ni nadie me separe de ti.»
La comunión espiritual fue recomendada vivamente por el Concilio de Trento (D 881), y ha sido practicada por todos los santos, con gran provecho espiritual. Sin duda, constituye una fuente ubérrima de gracias para quien la practique fervorosa y frecuentemente. Más aún: puede ocurrir que con una comunión espiritual muy fervorosa se reciban mayor cantidad de gracias que con una comunión sacramental recibida con poca devoción. Con la ventaja de que la comunión sacramental no puede recibirse más que una sola vez por día, y la espiritual puede repetirse muchas veces.
Algunas advertencias finales:
1) La Comunión Espiritual, como ya dijimos, puede repetirse muchas veces al día. Puede hacerse en la iglesia o fuera de ella, a cualquier hora del día o de la noche, antes o después de las comidas.
2) Todos los que no comulgan sacramentalmente deberían hacerlo al menos espiritualmente, al participar en la Santa Misa. El momento más oportuno es, naturalmente, aquel en que comulga el sacerdote.
3) Los que están en pecado mortal deben hacer un acto previo de contrición, si quieren recibir el fruto de la comunión espiritual. De lo contrario, para nada les aprovecharía, y sería hasta una irreverencia, aunque no un sacrilegio.
4) Respecto a la comunión sacramental, no hay que olvidar esta indicación que es muy importante: El Código de Derecho Canónico establece: «Quien ya ha recibido la santísima Eucaristía, puede recibirla otra vez el mismo día solamente dentro de la celebración eucarística en la que participe, quedando a salvo lo que prescribe el c. 921 § 2» (CIC 917).
Padre Alfredo.
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