Llegamos a las puertas de una Semana Santa del todo excepcional. Por lo menos yo, a mis 58 años bien vividos, puedo decir que nunca me había tocado ver una situación así. Recuerdo unas Semanas Santas en las que por mi condición de salud he tenido que celebrar de manera muy particular, como algunas de los años noventas y en especial la última que viví recuperándome en Roma en 2016 con mis queridas hermanas Misioneras Clarisas de la Casa de Garampi, pero nunca así, en medio de una pandemia. Cantar «que viva mi Cristo, que viva mi rey...» desde el silencio del corazón y agitar en el alma los ramos para celebrar la entrada de Jesús en Jerusalén es celebrarle para que entre callada y silenciosamente en todo nuestro ser. De una manera muy particular hoy la entrada es a nuestro ser de hijos y hermanos que queremos recibirle para no dejarle nunca más ir. No falta quien, en estos días, exige la celebración de misas públicas y se lamentan porque no pueden participar en los sacramentos. Nos acusan de falta de fe y cosas similares pero, ¿qué no podemos adecuarnos a la voluntad de Dios y captar lo que Él quiere así decirnos?
En el momento actual, en el aquí y ahora en el que toda la humanidad atraviesa una crisis sin precedentes, que ya ha sido definida por algunos como la más grave desde que aconteció la Segunda Guerra Mundial, necesitamos dejar que Dios nos ilumine a su manera, a la manera misma de Cristo que siendo proclamado Rey entró montado en un borrico y acompañado por lo que cobraba en su interior que solamente Él sabía lo que era. Sí, dejemos que viva ese Cristo Rey, ese Cristo que ahora sufre el dolor, el luto, la enfermedad con nosotros porque así ha querido reinar en cuantos son los corazones del mundo. Me viene ahora la definición de salud dada por la Organización Mundial de la Salud en 1946 cuando afirmó: «La salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades». Y es que creo que hoy, Domingo de Ramos, Cristo quiere entrar en el corazón a llenarnos de bienestar para que reinemos con él en una situación que seguramente no será permanente y de hecho no lo será, porque nos espera el cielo y en él la contemplación de Cristo como Rey. Esta semana es un tiempo especial y privilegiado para refugiarse en el Señor y vivir con Él cada uno de los acontecimientos que el día a día nos va marcando la liturgia que por este año se nos invita a vivir en casa. Hoy mucha gente —sobre todo jóvenes— viven sola, y eso da la grandísima oportunidad de hacer una semana santa de retiro para crecer espiritualmente.
El 5 de abril la Iglesia, entre sus santos, recuerda a San Vicente Ferrer, un hombre que entre otras cosas maravillosas aconsejaba: «Si quieres ser útil a las almas de tus prójimos, recurre primero a Dios de todo corazón y pídele con sencillez que te conceda esa caridad». ¡Qué tiempo tan propicio para vivir esto! Es tiempo de silencio decía San Vicente. A quien ahora quiero recordar por una tradición que heredó: «El agua milagrosa». Vicente solía regalar a las señoras, que peleaban mucho con su marido, un frasquito con agua bendita y les aconsejaba: "Cuando su esposo empiece a insultarle, échese un poco de esta agua a la boca y no se la pase mientras el otro no deje de ofenderla». Así, esta famosa agua ayudaba mucho a las familias porque la mujer, al no poder contestarle al marido, no daba espacio para la pelea. Al recordar hoy en el Evangelio la pasión y muerte del Señor (Mt 26,14-27,66), san Mateo nos deja ver el silencio y la caridad de Jesús que después de haber entrado triunfante a Jerusalén vive todo esto. les el Siervo de Yahvé que permanece firme en el sufrimiento, en la ignominia, en el aparente fracaso. Calla, escucha, vive la caridad y nos anima a nosotros también a tomar la Cruz. Vivamos estos días de una manera muy particular y pidamos a Nuestra Señora de los Dolores que Ella interceda para que la situación tan especial que vivimos ayude a que se conmueva la tierra por nuestra habitual indiferencia, que se despedacen las rocas de los corazones empedernidos y que entendamos la gracia de la pasión de Cristo. Al nombre de Jesús, también nosotros doblamos las rodillas y, en silencio, humildemente, dejamos nuestro pecado a los pies de su cruz gloriosa, de su cruz de amor. ¡Bendecido domingo!
Padre Alfredo.
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