El documento «Vita Consecreta», de San Juan Pablo II, en el número 15, hace una concreta invitación a los religiosos, a poner en Cristo el sentido último de la propia vida. Dios, en su infinita bondad, al haberlos llamado a la vida religiosa, les ha invitado a tener un encuentro con él y a seguirle de cerca; a poner, sí, el sentido último de la propia vida en él, de manera que el corazón del consagrado, lata al unísono del suyo.
Ante el regalo maravilloso de esta vocación, ¿Qué otra actitud puede haber en el corazón del llamado, que el acrecentar ese deseo de conocerlo más, para seguirle más de cerca y acercarle más almas? «La historia de toda vocación sacerdotal, como también de toda vocación cristiana, es la historia de un inefable diálogo entre Dios y el hombre, entre el amor de Dios que llama y la libertad del hombre que responde a Dios en el amor» (P.D.V. n˚ 36).
Jesucristo, que es quien llama, no puede apartar su pensamiento y su corazón de cada uno de los llamados. Dios los ha escogido «no como una cosa», sino como una «persona» (cf. P.D.V. n˚ 25). Él vive con cada uno de los llamados esa consagración que se hizo con los votos de pobreza, castidad y obediencia, para seguirlo más de cerca. La tarea que trae consigo la consagración hace ver todas las cosas entradas en él, que es el fundamento de la esperanza personal y comunitaria.
Muchas veces se pide a los consagrados que cuenten su vocación a los demás, que hablen de su encuentro con Cristo, que hablen de su experiencia de haber sido llamados por él para acompañarle y para evangelizar (cf. Mc 3,13-14). Cada día que pasa el consagrado se da cuenta que tiene que empaparse del Evangelio para dar razón de su seguimiento, porque en el evangelio es donde se encuentra el corazón de Jesús que habla, que llama, y que envía.
En esta vocación a la vida consagrada, que algunos sacerdotes y hermanos abrazan, es fácil encontrarse con Cristo. Es fácil, porque no se trata de alguien que solamente paso por este mundo, sino de «Alguien» que está vivo y les ha llamado a vivir como Él, castos, obedientes y pobres, Para transformarse en Él por medio de una vida que se renueva cada día restregando la consagración que se hizo (ver: Jn 1,43; Mt 19,21; Mc 10,21). Es fácil, porque todo lo que Cristo dice en el Evangelio y todo lo que hace en el mismo, lo hace pensando en que cada uno de los que han sido llamados lo puede imitar, entablando una relación permanente y definitiva con Él (ver: Mt 4,19).
Dice ese mismo documento de «Vita Consecrata», que a estas alturas muchos religiosos deberíamos desempolvar que «Mediante la profesión de los consejos evangélicos, la persona consagrada no sólo hace de Cristo el centro de la propia vida, sino que se preocupa de reproducir en sí mismo, en cuanto es posible, aquella forma de vida que escogió el hijo de Dios al venir al mundo» (V.C. n˚ 16).
Con la consagración religiosa, mediante la vivencia de los votos, el consagrado no sólo imita a Cristo y lo sigue más de cerca, sino que hace que el mundo abrace el proyecto de vida que Cristo presenta. Algunos de los religiosos son sacerdotes otros son hermanos; cada uno con esa posibilidad de dar a Cristo.
Al consagrado, no le puede faltar nunca la lectura, la meditación y el estudio constante de la sagrada escritura, para encontrarse especialmente con Cristo centro de la misma, este Cristo que un día les impactó en su vida y les hizo dejarlo todo para seguirlo. Ese es el mismo Cristo que les invitó a consagrarse por los votos. Abrazando la virginidad, (el religioso), Hace suyo el amor virginal de Cristo y lo confiesa al mundo como Hijo Unigénito, uno con el Padre (cf. Jn 10,30;14,11); Imitando su pobreza, lo confiesa como Hijo que todo lo recibe del Padre y todo lo devuelve en el amor (cf. Jn 17,7.10); adhiriéndose, con el sacrificio de la propia libertad, al misterio de la obediencia filial, lo confiesa infinitamente amado y amante, como aquel que se complace solo en la voluntad del Padre (cf. Jn 4,34), Al que está perfectamente unidos y del que depende en todo.
Cada uno de los consagrados, al igual que cada bautizado, tiene un lugar especial en el corazón de Jesús. Él les ha llamado y junto con esa llamada les va siendo conscientes del amor de su corazón. Es por eso que cuando saben valorar esa vocación, la llamada se queda grabada en el corazón y no se olvida nunca, se expresa en su vida, como dice el Papa Francisco: «Donde hay un religioso hay alegría». Con razón dice el apóstol: «no podemos nosotros dejar de hablar de lo que hemos visto y oído» (Hch 4,20), ¿Cómo olvidar que el señor le llamó?
O sea, no se puede dejar de hablar de un encuentro profundo con Cristo. «En la mirada de Cristo (cf. Mc 10,21), "imagen de Dios invisible" (Col 1,15), resplandor de la gloria del Padre (cf. Hb 1,3), se percibe la profundidad de un amor eterno e infinito que toca las raíces del ser. La persona, que se deja seducir por Él, tiene que abandonar todo y seguirlo (cf. Mc 1,16-20; 2,14; 10,21.28). Como Pablo, considera que todo lo demás es "perdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús", ante el cual no duda en tener todas las cosas "por basura para ganar a Cristo" (Flp 3,8). Su aspiración es identificarse con Él, asumiendo sus sentimientos y su forma de vida» (V.C. n˚18).
Vale la pena mantener siempre la respuesta y estar firmes en las buenas y en las malas. A lo largo de la vida de los consagrados encontrarán en estos momentos de mucho fervor, de gran facilidad para responder al señor, pero a veces también habrá momentos de soledad en medio de la oscuridad. Algunas veces al re-estrenar la llamada y dar la respuesta «Se experimenta y se palpa sólo el sufrimiento, pero en el corazón comienza a sentirse el gozo de la presencia y del amor de Cristo» (Juna Esquerda Bifet, La fuerza de la debilidad, B.A.C., Madrid 1993, p. 67) que los llamó para compartir sus amores, para prolongarlo en el tiempo, para contagiar el corazón de todo lo que hay en el suyo. La vivencia de la castidad, la pobreza y la obediencia van identificando a la persona más y más con Cristo y van haciendo que la respuesta se renueve cada día buscando una excelencia de la vida consagrada.
El amor del corazón de Jesús hacia el consagrado, es un amor que no se queda solo en el sentimiento, si no en un amor de desposorio con el alma del que ha sido llamado, Invitándoles a compartir su vida y a permanecer unido a él en un compromiso que comparte la vida. Podemos decir que cada día, en medio de todo lo que el religioso va viviendo, el señor, mostrándole su corazón abierto le dice al oído: «permanece en mi amor» (Jn 15,9). Así, en su corazón va quedando escrita la historia de la propia consagración religiosa pues con los votos la vida del consagrado se va a entremezclando con la de Cristo. Decía la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento: «Quiero transformarme en tu amor, quiero vivir de amor, quiero morir de amor, en un acto de suprema y perfecta contrición» (Ejercicios Espirituales de 1943).
El corazón, tanto el de Cristo como el del religioso, ve siempre más allá de la superficie. Cristo habla con el corazón en la mano e invita a seguirlo en pobreza castidad y obediencia. Quiere que del corazón de la persona llamada brote una necesidad de relación con su corazón para que haya sintonía y los dos latan al unísono.
Cuando vemos a Jesús en el Evangelio, descubrimos su corazón sencillo, alegre, comprensivo, atento siempre a vivir «ocupado en las cosas del Padre» (Lc 2,49). Su corazón dócil contagia el de la persona que ha sido llamada y le dice: «Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará y vendremos a él, y haremos morada en el» (Jn 14,23).
Ahora que hablamos de todo esto, pensemos también en el espíritu misionero que debe albergar el corazón del religioso, que no puede ser otra cosa que el contagio al mundo del amor que viven por estar dentro del corazón de Jesús. Hablándole a Jesús, la beata María Inés Teresa le dice: «Sabes que a pesar de mi fragilidad y mi miseria, sólo a ti te amo, pero quiero amarte, no a medias, sino con toda el alma, con todas mis fuerzas, con pasión» (Ejercicios Espirituales de 1933). El religioso sale del corazón de Jesús solamente para ir al corazón de los pobres, de los necesitados, de los que se sienten solos, de los pequeños y enfermos. El verdadero religioso misionero es aquel que por estar ahí, en el corazón de Jesús, escuchar sus latidos ardientes y se ocupa de que su corazón lata al parejo del de Cristo, posponiendo sus preocupaciones e intereses a los intereses de Jesús. Le dan su vida y su corazón a Cristo para vivir una caridad universal. En su corazón está siempre inscrito el martirio de la vida religiosa y la diaconisa del orden sacerdotal. La beata María Inés Teresa dice: «El misionero no espero ninguna recompensa en esta vida, pues Dios es su herencia, y de Él recibe en cambio de sus sacrificios, tan intensas consolaciones, tan íntimos consuelos, tan dulces alegrías, que se siente infinitamente dichoso con la sola posesión de Dios; no anhelando cada día, sino amarlo más y más, y probarle su amor con su abnegación y su constante inmolación» (Carta a su sobrino Luisito el 21 de junio de 1943).
El religioso ha de tener todos los días un encuentro con el corazón de Cristo, que siempre está abierto para que entre en él. Ese encuentro lo vive cada día en su Palabra, en la Eucaristía, en unos momentos de oración comunitaria y personal, en una visita al Santísimo, con un tiempo de meditación, en el silencio, en el resto de la Liturgia de las Horas como en las devociones de cada día, etc. El corazón de Cristo siempre espera, el encontrarle o no depende mucho de saber hablar o no con Él, de tocar su corazón o dejarse tocar por Él. No todos los que rezan o comulgan, o celebran la misa, tocan el corazón de Jesús o se dejan tocar por él, pues todos sabemos que hay corazones que aún habiendo recibido una vocación tan sublime, se quedan desentendidamente fríos.
Solamente a la luz de ese encuentro diario, aún en medio de las ocupaciones del día en el ministerio, en el trabajo apostólico, en las tareas de casa; es como se puede comprender el sentido de una vida vivida en castidad, pobreza y obediencia. Solamente así, desde dentro del corazón de Cristo, se puede entender una vida de servicio a los demás en el ministerio. Por eso «se requiere ante todo el valor y la exigencia de vivir íntimamente unidos a Jesucristo» (P.D.V. n˚46). El corazón de Cristo debe ser el centro de las actividades de cada día en la persona que está consagrada a Dios, para vivir y actuar desde allí. Con razón San Juan de la Cruz decía: «A la tarde te examinarán en el amor» (Dichos de luz y amor n˚ 59).
Mucho más habría que decir, esto es sólo algo, el tema es inagotable como lo es el Corazón de Jesús. Hay que añadir, antes de terminar esta reflexión, que junto al corazón de Jesús está el corazón de su Madre, que late al mismo ritmo que el de Él. El corazón inmaculado de María, siempre sencillo, callado, humilde, siempre alegre y siempre fiel lleva al consagrado al corazón de Jesús al decirle: «Hagan lo que Él les diga» (Jn 2,12).
Ella, con su corazón maternal, sostiene a todas las personas consagradas que han querido responder a la llamada del corazón de Jesús. Hay que pensar siempre en ella, que ve el «sí» que el consagrado ha pronunciado. Ella disponible en la obediencia, intrépida en la pobreza y acogedora en la virginidad fecunda» (V.C. n˚ 112), quiere cuidar y alentar a cada uno de los religiosos, viendo su corazón consagrado, igual que el de su Hijo. Así, el religioso ha de repetir siempre: «Jesús, manso y humilde corazón, haz mi corazón semejante al tuyo».
Padre Alfredo.
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