Todos conocemos y sabemos de importancia de este día santo en el cual el Señor instituyó la Eucaristía, el sacerdocio y el mandamiento del amor en la Última Cena. Cada año vemos cómo la Iglesia lo revive de una manera muy especial en la celebración llamada «La Cena del Señor». Leemos como punto central un fragmento del Evangelio de san Juan (Jn 13,1-15) en el cual se evidencia la total entrega del amor por parte de Jesús, que anticipa para «los suyos» —que somos todos nosotros— el sacrificio de la cruz; pero, este evangelista, en vez de describir la institución de la eucaristía, ya presente en los otros evangelios y en la tradición oral (cf. 1 Cor 11,23), expresa el significado del acontecimiento por medio del acontecimiento del lavatorio de los pies. El fragmento pone en evidencia el lúcido conocimiento de Jesús que supo abrazarse libremente al designio del Padre, reconociendo como inminente esa «hora» hacia la cual se dirigían todos sus días terrenos: la hora del verdadero paso (Ex 12,12s), de la nueva pascua, del amor que llega a su plenitud definitiva.
El día 9 la Iglesia, entre sus santos, recuerda a una muy poco conocida: Santa Casilda de Toledo, cuya memoria coincide hoy con el Jueves Santo. Casilda puede ser muy bien el ejemplo de alguien que, entendiendo la riqueza del Jueves Santo, lo plasmó en su vida de una forma muy especial en un natural abundante en clemencia y ternura. Rodeada de todo tipo de comodidades y atenciones en la fastuosidad de la corte, pues era una princesa entre los Moros, no soportó la aflicción de los desafortunados que estaban en las mazmorras. Sentía una especial piedad con los cautivos pobres y los consolaba llevándoles viandas en el hondón de su falda. Milagrosamente curada de una grave enfermedad y convertida al cristianismo por los mismos presos, decidió consagrar a Cristo la virginidad de su cuerpo milagrosamente curado y resolvió pasar el resto de sus días en la soledad, dedicada a la oración y a la penitencia. En los relatos de su vida se juntan la historia, la imaginación del pueblo sencillo y la bruma del misterio en torno a la santa. Resta aprender la lección del ejemplo. El amor a Cristo hace posible el imitarle lavando los pies a los hermanos, haciéndose como Él, «pan partido» que se entrega en una ofrenda sacerdotal por el bautismo.
El discurso de Jesús en la Última Cena fue una conversación en un clima de amistad, de confianza y, a la vez, el último adiós, que nos da abriendo su corazón. ¡Cómo debió de esperar Jesús esta hora y cómo debió hablarles del ministerio sacerdotal a los Apóstoles! Esta era la hora para la cual había venido, la hora de darse a los discípulos, de abrirles los ojos para que se dieran como él a la humanidad, a la Iglesia en el don sacerdotal que recibían. Las palabras del Evangelio rebosan una energía vital que nos supera a todos. El memorial de Jesús —el recuerdo de su cena pascual— no se repite en el tiempo, sino que se renueva, se nos hace presente. Lo que Jesús hizo aquel día, en aquella hora, es lo que él todavía, aquí presente, hace para nosotros en casa Eucaristía gracias al don del sacerdocio ministerial. Por eso no dudamos en sentirnos de verdad en aquella única hora en la que Jesús se entregó a sí mismo por todos, como don y testimonio del amor del Padre. ¡Qué grande es este misterio! Si este misterio de la bondad divina puede manifestársenos, ¿qué podremos hacer nosotros a cambio? ¿No deberíamos igualar esta dulce bondad suya, que rebosa amor por nosotros, y brindar la misma bondad y el mismo amor? Pidámoslo a María, Ella, la Madre más ocupada, sabe lo que su Hijo quiere de cada uno de nosotros. ¡Bendecido Jueves Santo!
Padre Alfredo.
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