jueves, 9 de abril de 2020

LA RELACIÓN DE MARÍA Y LA EUCARISTÍA EN LA IGLESIA*... Una herencia de la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento


El libro del Apocalipsis, nos presenta, en un trozo bastante conocido y leído el día de la fiesta de la asunción de la Virgen en el capítulo 12 (Ap 12,1-2). Se trata de la efigie de la mujer que da a luz a su hijo varón. Una imagen con un rico simbolismo que desde antiguo, la tradición cristiana ha querido contemplar como la figura de María que engendra al Mesías. Este texto iluminará reflexión con la hermosa luz de la Sagrada Escritura, que es siempre la luz del amor de nuestro Dios.

Quisiera, antes de leer con ustedes el texto y desmenuzarlo un poquito, para ver luego lo que la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento nos deja como herencia respecto al tema, apuntar que el escritor sagrado al terminar el capítulo anterior, que es el 11, anota algo que me gustaría fuera la entrada a nuestro momento de meditación. Dice él que «se abrió el templo de Dios, que está en el cielo, y dentro de él se vio el arca de la alianza en su templo, y hubo relámpagos, y voces, y rayos, y un temblor, y granizo fuerte» (Ap. 11,19). Nosotros, cuando rezamos el Santo Rosario, al coronar a la Virgen con las letanías Lauretanas, la llamamos: «Arca de la Nueva Alianza», o sea, «Portadora de Jesús».

Este versículo, nos lleva a pensar en la revelación del gran misterio de Dios. La imagen es clara, ya que en el Antiguo Testamento, el templo era la morada de Dios, y el arca, su símbolo. Uno y otra estaban ocultos a los ojos de los mortales a causa de su misma santidad. El abrirse indica la revelación de Dios por el misterio de la encarnación, por la cual «el Verbo habitó entre nosotros y nos dejó ver la gloria del Padre» (Jn 1,14.18). Los relámpagos y los truenos son las salvas con que la naturaleza saluda la aparición de Dios en la tierra. Cristo nació de María y desde antiguo, hay una especie de profundización muy grande en esto: El Jesús que contemplamos y recibimos en la Eucaristía es el Mesías que engendró María y que padeció y murió por nosotros.

Grandes santos que interiorizan en este misterio nos lo comparten de igual manera: San Ambrosio al hablar de la celebración de la Eucaristía dice que «esto que hacemos procede de la Virgen». San Juan Damasceno comenta que «el cuerpo unido a la divinidad es verdaderamente el que nació de la santísima Virgen, no es que descienda del cielo el cuerpo que allí ascendió, sino que el mismo pan y vino se convierten en el cuerpo y sangre del Señor». San Pedro Damián en una homilía dice a los feligreses que «aquel cuerpo bienaventurado que a Virgen engendró, que calentó en su seno, que envolvió en pañales, que alimentó con maternal cuidado…, ahora lo recibimos en el sacro altar y bebemos su sangre en el misterio de nuestra redención».

Esta rica reflexión, se sigue haciendo hasta nuestros días. En la carta a los sacerdotes del Jueves santo de la fiesta del jubileo de los dos mil años de la encarnación del Verbo, el Papa san Juan Pablo II recordaba a toda la humanidad: que «en el pan eucarístico está el mismo Cristo, nacido de María y ofrecido en la Cruz». Ya Isabel, la parienta de María, en ese bellísimo relato de la escena de la visitación le dice: «¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a verme?» (Lc 1,42-43). ¡Ella es la portadora de la Eucaristía!

Cada plegaria eucarística de la santa Misa nos recuerda que allá, en el cielo, encontraremos a la Virgen Madre en el banquete eterno. Ella, que había acogido y entendido la propia maternidad como donación total de sí y se había autonombrado a la vez: «esclava» y «dichosa» (Lc 1,48). «En sus entrañas -dice san Bernardo-, con el fuego del Espíritu Santo, se fue cociendo el pan de la Eucaristía». María, con aquel libre «fiat» (Lc 1,38) que había pronunciado al dar su consentimiento en la encarnación, iniciaba un trabajo de colaboración a la institución de la Eucaristía.

Ella, con el tiempo, cuando aquel pequeño niño al que había envuelto en pañales había crecido, se presentó en unas bodas, invitada, junto con Él (Cf. Jn 2,1-12). Figura insigne de la Eucaristía con la presencia de la Mujer que servía y se daba cuenta que algo faltaba llevándole a susurrar al oído del Hijo: «No tienen vino» (Jn 2,3). Luego, conocerá perfectamente la promesa que públicamente haría Jesucristo de dar su propio cuerpo y su propia sangre y vislumbrando la relación esponsal de Cristo con la humanidad dirá hacia lo profundo de su corazón maternal: «Hagan lo que Él les diga» (Jn 2,5). Y desde una habitación contigua, por una pequeña rendija, en el cuarto donde podían estar las mujeres, —según nos cuenta una antigua tradición—, vería a su Hijo decir a los apóstoles: «Tomen y coman», «tomen y beban» (Cf. Mt 26,26-29; Mc 14,22-25; Lc 22,19-20; 1 Cor 11,23-26). El Venerable José Antonio Plancarte y Labastida (Sacerdote mexicano, (1840-1898), fundador de las Hijas de María Inmaculada de Guadalupe), en un sermón sobre la Oración en el Huerto dice a la Virgen: «María, Madre Purísima, deja un instante tu dolor y hazme sentir un momento siquiera lo que sintió tu tierno Corazón al ver a tu Hijo hacer testamento del Cuerpo y Sangre que fue concebido en tus purísimas entrañas... Dadme luz para comprender el amor de mi Jesús Sacramentado» (Sermón, Zamora, 1886, oración en el Huerto. En ESQUERDA BIFET Juan, “Jesucristo Llama Envía y Acompaña”, México 2003, p. 83).

María, la mujer que había abierto el camino a una comunidad de seguidores de su Hijo que bajaron con ella a Cafarnaúm, después del primer milagro en Caná de Galilea, cuando con humildad y confianza había dicho: «Hagan lo que Él les diga» (Jn 2,5). Ella, la Virgen Madre que había estado firme en aquel momento de glorificación en la Cruz, acompañaría también, con el tiempo, a aquel primer grupito de creyentes que vivía de Cristo como «pan de vida» (Jn 6,48) «para la vida del mundo» (Jn 6,51). Allí estaría ella, la primera en comulgar. Con razón san Juan Pablo II, en la encíclica sobre la Eucaristía señala que «recibir la Eucaristía debía significar para María como si acogiera de nuevo en su seno el corazón que había latido al unísono con el suyo y revivir lo que había experimentado en primera persona al pie de la Cruz» (EdE 56).

Con el tiempo, van apareciendo los primeros sagrarios, que, según se cuenta, eran de talla de madera con la figura de la Virgen con una puertecita en el vientre, de donde se tomaba el Pan para llevarlo a los enfermos y a los ancianos. Sí, ella es el Arca de la Alianza nueva y eterna. Al abrir su vientre y su corazón, siempre estará Jesús y con él la humanidad entera, porque es Madre nuestra también. Decía san Juan de Ávila: «Por ser ella la guisandera, se le pegó mejor sabor».

Leo ahora el pasaje del Apocalipsis que dije que nos ocupaba, para iluminar nuestra reflexión:

«Y fue vista en el cielo una señal grande: una mujer revestida con el sol, y la luna debajo de sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas, y estando en cinta, gritaba con los dolores de parto y las ansias de dar a luz. Y fue vista en el cielo otra señal: he aquí un gran dragón de color de fuego, que tenía siete cabezas y diez cuernos, y sobre sus cabezas siete diademas. Con su cola arrastró la tercera parte de los astros del cielo y los arrojó a la tierra. Se paró el dragón delante de la mujer que estaba a punto de dar a luz para tragarse a su hijo en tanto le diera a luz. Y dio a luz un varón, que ha de apacentar a todas las naciones con vara de hierro. Y su Hijo fue arrebatado hacia Dios y su trono. La mujer huyó al desierto, en donde tenía un lugar preparado por Dios, para que allí la alimentara durante mil doscientos sesenta días» (Ap 12,1-6).

Este texto tiene algo especial que quisiera destacar ahora, se ha estudiado también desde tiempos muy antiguos y se trata de la identificación de la Madre del Mesías con la Iglesia (Los comentarios están tomados del Nuevo Testamento de la traducción Nacar y Colunga). Esta mujer, que representa a la Santísima Virgen es también la Iglesia del Antiguo Testamento, que da a luz al Mesías en medio de grandes pruebas y ansias con que suspiraba tantos siglos por su venida (Consultar Is 66,7; Os 13,13 y 1 Tes 5,3). María es siempre figura y memoria de la Iglesia. «Virgen hecha Iglesia» decía san Francisco de Asís.

La presencia del dragón nos hace recordar la presencia del enemigo, que, como la mujer, aparece en el cielo, donde puede ser visto por todos con un color rojizo, de sangre, que le delata como «homicida desde el principio» (Jn 8,44) cuyo poder y resistencia están representado por las siete cabezas y los diez cuernos. Con la cola arrastra en pos de sí una buena parte de los espíritus celestiales y quiere destruir el Reino de Dios. El varón es el Mesías, el Cristo, el Ungido, el Buen Pastor que apacentará a toda la humanidad. De su vida terrena será levantado al trono de Dios.

Y allí está nuevamente la mujer, representando nuevamente a la Virgen Madre del Mesías y a la Iglesia, porque María es figura de la Iglesia. En el desierto del mundo, la Iglesia vive bajo la protección de la Virgen, a quien Jesús llamará «Mujer» (Jn 2,4) y cuya grandeza de este título san Pablo dejará constatada al decir: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» (Gal 4,4). En este desierto, la Iglesia, protegida por la Virgen Madre, será alimentada con el maná de la Verdad y el Pan de la Eucaristía. Al final de la exhortación apostólica Ecclesia in Europa, en su oración final, san Padre Juan Pablo II al encomendar el continente a la protección de la Virgen dice: «María se nos presenta como figura de la Iglesia que, alentada por la esperanza, reconoce la acción salvadora y misericordiosa de Dios» (Ecclesia in Europa , último número).

Por eso ahora la Iglesia, como dice el Catecismo (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1370), «ofrece el sacrificio eucarístico en comunión con la santísima Virgen María y haciendo memoria de ella». En el amén solemne, que pronunciamos en la epíclesis de cada Misa, revivimos el «Sí» de María. Es el amén a la acción del Espíritu, quien hizo posible que ella amasara el Pan bendito en su vientre. Luego, al comulgar, recibimos a Jesús Eucaristía, que se hace alimento para que nosotros también seamos como Él, «pan partido», pan que se confecciona en el vientre materno de María, pan que amasan sus manos y hornea su corazón .

Desde esta perspectiva, es fácil entender el amor de la beata Madre María Inés Teresa del Santísimo Sacramento a María y a la Eucaristía, sintiéndose parte viva de la Iglesia, y meditar con más precisión y calma algunos de los destellos de este amor que consigna en sus escritos, en sus notas y en sus ejercicios.

Dice, por ejemplo: «Ahí, en la sagrada Hostia blanquísima, que a diario tienen mis ojos y mi corazón la dicha de contemplar… está el Jesús vivo, ofrendado por el Padre, aceptado por María en nombre de toda la humanidad» (ARIAS ESPINOSA María Inés Teresa, “Lo que me dice el cuadro de la anunciación”, 1943). La Hostia blanquísima viene de la Iglesia y es el mismo Cristo nacido de María tipo de la Iglesia. «Con tu gracia estoy dispuesta a ir hasta los últimos confines del mundo para llevar tu Eucaristía y tu Madre; no me importan los sacrificios con tal que los dos vayan conmigo» (ARIAS ESPINOSA María Inés Teresa, “Viva Cristo Rey”, 1943). Madre Inés capta siempre, que María es miembro de la Iglesia, miembro preeminente, y que es Madre de la Iglesia. Desde el gesto de Cristo de entregar al discípulo amado al cuidado de María, los discípulos de Jesús compartimos con Él la misma Madre.

Cuando estaba en la clausura, nos relata un sueño que tuvo: «Me soñé en una Iglesia, que no era ciertamente nuestra capilla. estaba llena, materialmente. Terminó la Santa Misa y muchas personas se acercaron a recibir la Sagrada Comunión. Yo esperé a que se fuera desocupando el comulgatorio, y cuando me llegó mi turno, me acerqué, recogida y conmovida, a recibir el pan de los ángeles. Me arrodillé ante la barandilla y el sacerdote deteniéndose, saca del copón una sagrada hostia que pone en mis labios; después, por una segunda vez toma otra y la pone igualmente en mis labios diciéndome con palabras muy marcadas: recibe en esta hostia consagrada la sangre y carne de la santísima Virgen María. Estas palabras me impresionaron mucho. Me quedé, como en suspenso. Entonces, el sacerdote, adivinando lo que se pasaba por mi corazón, me explica, como es realmente la carne y sangre de María santísima, la que recibimos en la sagrada Comunión, puesto que ella fue quien dio a Jesucristo su carne pasible para poder derramar su sangre por nosotros. ¡El gozo que sentí entonces, fue indecible!, no sólo Jesús viene a mi alma, sino también su Madre. ¡Qué dicha! Al despertarme sentía mi corazón inundado de felicidad; sentía a la Virgen santísima, como viviendo en mí, como si en mi corazón tuviera también un trono» (ARIAS ESPINOSA María Inés Teresa, “Cinco cuadernitos”, sin fecha).

La beata aclara más adelante que «esto fue solamente un sueño» (ARIAS ESPINOSA María Inés Teresa, “Cinco cuadernitos”, sin fecha) y que nunca le ha atribuido al mismo otro carácter; pero que eso le había ayudado a vivir en la presencia de María. Es María y la Eucaristía, porque en la Eucaristía, —lo sabemos—, está la carne de Cristo, que fue tomada de la Virgen, y está la sangre de Cristo, que fue tomada de María. Con razón san Gregorio de Niza, cuando se refiere a la Eucaristía, en sus escritos, le llama: «El misterio de la Virgen». San Agustín señala que «Jesús recibió la carne de la carne de María. Y porque anduvo entre nosotros en la misma carne, nos la dio a comer para salvación nuestra». El Santo Cura de Ars, hablando del Corazón Inmaculado de María dice: «El corazón de la santísima Virgen María es la fuente de la que Cristo tomó la sangre con que nos redimió» (ESQUERDA BIFET Juan, “El Corazón Materno de María, memoria de la Iglesia Misionera”, O.M.P.E., México, D.F. 2004, p. 13). San Antonio María Claret tocando el mismo tema dice que «El Corazón Inmaculado de María es el manantial de donde Jesucristo tomó la humanidad» (ESQUERDA BIFET Juan, “El Corazón Materno de María, memoria de la Iglesia Misionera”, O.M.P.E., México, D.F. 2004, p. 13).

La beata Madre Inés sabía, —como nosotros lo sabemos también—, que al recibir el Cuerpo de Cristo, a quien la Iglesia nos regala en la Eucaristía al comulgar, no recibimos el cuerpo de María, pero podemos decir que hay una presencia especial de la Madre de Dios, figura de la Iglesia, porque ella está siempre donde está su Hijo. Dice san Juan Pablo II: «María está en el corazón de la Iglesia» (Redemptoris Mater 27). Por eso la beata María Inés Teresa afirma: «Me parece otras veces que mi Madre santísima, al llegar a mi corazón por la santa Comunión su divino Hijo, ella lo recibe amorosa en sus brazos, lo consuela conmigo, le dice todo lo que yo le quiero decir. ¡Es tan dulce para los dos ese encuentro! y ¡también para mí! Así Jesús no echa de menos el cielo que ha dejado, puesto que en mi corazón encuentra el cielo de su Madre» (ARIAS ESPINOSA María Inés Teresa, “Cinco cuadernitos”, sin fecha). Decía a Dios en su oración: «Mi Señor, te amo con el Corazón de tu Madre» (ESQUERDA BIFET Juan, “El Corazón Materno de María, memoria de la Iglesia Misionera”, O.M.P.E., México, D.F. 2004, p. 15).

Así, Madre Inés, como una práctica común que recomienda varias veces, se deja disponer por María para recibir la Eucaristía, por eso se le veía comulgar con gran fervor, ardor que se prolongaba en la adoración: «Cuántas veces, -dice en uno de sus escritos-, estando al pie del Sagrario, encomendándole a Jesús una necesidad, con toda confianza, siento como una fuerza irresistible que me hace ir a María, como si el mismo Jesús pusiera ese impulso en mí. Vuelo entonces al cielo, a los brazos de mi Madre, se lo refiero todo, y ya que ella se ha enterado e interesado por mi demanda, bajamos las dos al Sagrario, para continuar juntas nuestras peticiones al prisionero de nuestros altares» (ARIAS ESPINOSA María Inés Teresa, “Cinco cuadernitos”, sin fecha). San Paulo VI dijo: «En la Virgen María todo es referido a Cristo y todo depende de Él» (Marialis Cultus 25).

En espíritu de oración y sin olvidarse nunca de que es misionera, y de que la Santa Madre Iglesia la envía a anunciar el mensaje de salvación para que todos conozcan y amen a Cristo, Madre Inés escribe: «Dios mío, dame en herencia a las naciones; todas, absolutamente todas, las quiero para mi Jesús Eucaristía. Y como Él no puede estar sin su Madre santísima, establecerán su trono de amor, los dos; pero la reina, vestida de Guadalupana» (ARIAS ESPINOSA María Inés Teresa, “Postula me et dabo tibi gentes haereditatem tuam, et possessionem tuam terminos terrae”, 1943). Y nos la dejó como patrona para que ella nos enamore de la Eucaristía, así la contemplamos, esperando que su Hijo llegue para darlo a nuestros corazones. La Esposa fiel, la figura de la Iglesia Madre.

Todos estos escritos de la beata María Inés Teresa, son, como lo he dicho, solamente unos pequeños destellos de una riqueza inmensa que brota de un corazón enamorado de María y la Eucaristía, un corazón que quiso conquistar el mundo entero para hacerlo propiedad de la Iglesia y para centrarlo en la Eucaristía.

La Virgen es la más ocupada de todas las Madres, porque amasa para nosotros el Pan de la Eucaristía. La Mujer del Apocalipsis es ella, figura de la Iglesia. Todo esto es grandioso y radiante ante nuestros ojos y ante nuestro corazón. Mientras estamos en camino, debemos acoger estos signos con gratitud. María, tipo de la Iglesia Madre, está para la vinculación y la donación que nos hace a nosotros también «Pan partido», misioneros como Jesús en comunión con Él. Toda meditación que hagamos, quedará tal vez siempre incompleta, lo importante es experimentar que ella, la Madre que es tipo de la Iglesia, nos acompaña al caminar hasta llegar a la casa del Padre.

Al terminar esta reflexión, le pedimos que siga haciendo el Pan para alimentar a un mundo que muere de hambre y sed de su Hijo Jesús, ella sirve la mesa de las bodas en la Iglesia. A ella le decimos una pequeña oración:

Te saludamos hija predilecta del Padre, figura de la Iglesia Madre, esposa fiel, Dios te salve, contigo queremos estar a los pies de Jesús Eucaristía en adoración. Madre de Cristo, sigue amasando el Pan de Vida que da fuerza a nuestras almas en cada Misa que la Iglesia celebra para alimentarnos de Él. Ven con nosotros Virgen de la Promesa y haremos, como tú nos dictas: Lo que Él nos diga. Amén.

Padre Alfredo. 

* Este tema está basado en una conferencia que dicté el 1 de septiembre de 2004 en Roma, Italia y puede servir para un día de retiro.

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