jueves, 16 de abril de 2020

«Cristo en su cuerpo glorioso, nuestra esperanza»... Un pequeño pensamiento para hoy

En el relato evangélico de hoy, continuación de la escena de los discípulos de Emaús (Lc 24,35-48) el escritor sagrado pone un interés particular en mostrar que los discípulos, al ver a Jesús resucitado, no son protagonistas de una aparición de un fantasma, lo que ven es real, es Cristo vivo y resucitado que les invita a constatar con la vista y el tacto que es Él mismo (Lc 24,39-40) y no un espectro. Y para disipar toda duda que aún hubiera quedado, se pone a comer en su presencia. Una vez que los discípulos constatan que es su Maestro éste les da la capacidad de entender que su actual condición corresponde al Mesías de que hablan las Escrituras (Lc 24,44-46). Ahora los discípulos, que han sido testigos de todo esto y de lo que Jesús había hecho en su vida pública, habrán de ser los transmisores para el mundo crea. Es indudable de que Cristo, detalladamente, les había enseñado el Antiguo testamento y todo lo referente al Mesías —como el resumen que les hizo a los discípulos de Emaús pero de manera extendida— en los tres años que compartió con ellos. Pero ahora, su expresión como Resucitado sugiere la apertura sobrenatural de su mente para recibir las verdades reveladas por Él. Aunque tanto los Apóstoles como los discípulos habían sido tardos para entender (cf. Lc 9,45) ahora pueden ver con claridad.

¡No debe haber sido fácil para aquellos hombres y mujeres en las diversas escenas de la resurrección reconocer al Señor! ¡Por cuántos acontecimientos dramáticos pasaron estos pobres hombres!: La ultima cena, el jueves último... el arresto en el jardín de Gethsemaní... la muerte en la cruz de su amigo... Judas, uno de ellos, ahorcado. El grupo de los «doce» pasa a ser los «once». En este contexto tiene lugar la desconcertante «resurrección del Señor». Su cuerpo resucitado, aunque era real y tangible (Jn 20,27), y podía tomar alimentos (Lc 24,42-43), poseía, sin embargo, las cualidades de un cuerpo glorificado y transformado de manera misteriosa (cf. 1 Co 15,35-54; Flp 3,21). Cristo podía aparecer y desparecer. Su cuerpo podía traspasar objetos sólidos, como los lienzos de la tumba o los muros o puertas de un cuarto cerrado (Jn 20,19.26). Al parecer, también podía recorrer grandes distancias en un instante, porque en el tiempo en el cual los discípulos regresaron a Jerusalén, Cristo ya se había aparecido a Pedro (Lc 24,34). Con todo, era su propio cuerpo, el mismo que desapareció de la tumba, que conservaba rasgos que lo identificaban, tales como las heridas de los clavos (Jn 20,25-27) y por lo tanto, eso deja muy en claro que no era un fantasma o un espectro. 

El fruto de esta aparición es que a los discípulos de Jesús «se les abrió el entendimiento». Las explicándoles de las Escrituras. Como a los dos de Emaús en el camino, ahora Jesús les hace ver a todo el grupo la unidad del plan salvador de Dios. Las promesas se han cumplido. Y la muerte y resurrección del Mesías son el punto crucial de la historia de la salvación. No nos extraña que Pedro, en sus discursos, utilice la misma argumentación cuando se trata de oyentes que conocen el Antiguo Testamento, y que centre su discurso en el acontecimiento pascual del Señor. De hecho, todos los santos y beatos han tenido un gran amor y han centrado sus vidas en este mensaje del Señor vivo y Resucitado. Así, centrado en Cristo resucitado, condujo su vida de fraile errante San Benito José Labre, que siendo el mayor de quince hijos de un librero acomodado, estudiar junto a un tío sacerdote, el Padre Santiago que murió en una epidemia de Peste y con quien adquirió una enorme inclinación a la lectura de la Sagrada Escritura hasta irse identificando plenamente con Cristo. Decía: «Mi cerebro está compuesto de fuego para amar a Dios. Mi corazón es de carne para poder tener caridad para con el prójimo. Mi voluntad es de bronce para tratarme duro a mí mismo». Hay quien dice, en la historia de su vida, que obre el corazón de nuestro santo se veían llamaradas mientras adoraba la Santa Hostia. Los últimos años de su vida pasó los días enteros en los templos de Roma orando y por las noches iba a dormir en las ruinas del Coliseo. Fue canonizado a los 100 años de su muerte, en 1883. Pidamos a la Santísima Virgen María, a la que seguramente fue a la primera que se le apareció el Señor resucitado, que nosotros también centremos nuestra vida en Cristo vivo y Resucitado para nuestra salvación. ¡Bendecido jueves!

Padre Alfredo.

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