viernes, 3 de abril de 2020

EL ESPÍRITU SANTO SONDEA LAS PROFUNDIDADES... Un tema para retiro


El mundo ha perdido el sentido del pecado. Se bromea, como si se tratara de la cosa más inocente del mundo. Condimenta con algunas ideas burlonas del pecado, la venta de sus productos y espectáculos para hacerlos más atractivos. La sociedad actual habla del pecado, incluso de los más graves, pero en diminutivo: pecadillos, pequeños vicios, etc... El mundo actual tiene miedo de todo, de la contaminación atmosférica, de la pérdida de la capa de ozono, de las enfermedades nuevas, de la guerra atómica, menos del pecado.

San Lucas, en su evangelio, en el capítulo 12 nos dice: «Les digo a ustedes, amigos míos: No teman a los que matan el cuerpo, y después de esto no pueden hacer más. Les mostraré a quien deben temer: teman a Aquel que, después de matar, tiene poder para arrojar a la gehena; sí, se los repito: teman a ese» (Lc 12,4-5).

La condición actual de pecado, ejerce una influencia tremenda en todos, incluso en el católico comprometido, aquel que quiere vivir profundamente el evangelio en medio del mundo. El pueblo cristiano ya no reconoce a su verdadero enemigo, muchos de los que hablan de lo que es «pecado», tienen de él una idea completamente inadecuada. 

El pecado, con frecuencia, es despersonalizado y puesto en estructuras; se acaba identificando al pecado con los de izquierda o los de derecha, con los del norte o los del sur. Pero, también del pecado vale lo que Cristo dice del reino de Dios en Lucas 17,20-21: «Habiéndole preguntado los fariseos cuándo llegaría el Reino de Dios, les respondió: “el Reino de Dios viene sin dejarse sentir. Y no dirán: ‘Véanlo aquí o allá’, porque el Reino de Dios ya está entre ustedes”». Pudiéramos decir entonces: «Cuando les digan: el pecado está aquí, o el pecado está allá, no lo crean, ¡pues el pecado está dentro de cada uno! Más que liberarse del pecado, todo el empeño está concentrado hoy en liberarse del remordimiento del pecado y, en vez de luchar contra el pecado, se lucha contra la idea de pecado.

Vayamos al texto aquel, del evangelio de San Lucas, en el que Jesús, apareciéndose resucitado a los discípulos les dice: «Miren, yo voy a enviar sobre ustedes la Promesa de mi Padre» (Lc 24,49). La Promesa del Padre es el Espíritu Santo, el Paráclito, el «abogado» que «convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio», según el evangelio de San Juan (Jn 16,8). En este pasaje, Jesús añade una explicación que dice: «en lo referente al pecado, porque no creen en mí; en lo referente a la justicia, porque me voy al Padre, y ya no me verán; en lo referente al juicio, porque el Príncipe de este mundo está juzgado» (Jn 16,9-11).

Jesucristo ha venido al mundo para salvarlo y ha prometido la asistencia del Espíritu para que asista al hombre en su debilidad, como dice San Pablo en la carta a los Romanos: «El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad» (Rm 8,26). El Espíritu Santo, Promesa del Padre, que nos ha sellado (cf. Ef 1,13), nos convence sobre la remisión de los pecados y nos envuelve en un proceso de conversión.

En los primeros momentos, luego de Pentecostés, la acción del Espíritu Santo, queda manifestada por Pedro cuando responde a la pregunta que unos hombres le hacen: «Conviértanse y que cada uno de ustedes se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de sus pecados; y recibirán el don del Espíritu Santo; pues la Promesa es para ustedes y para sus hijos, y para todos los que están lejos, para cuantos llame el Señor Dios nuestro» (Hch 2,37-39).

“De este modo, el «convencer en lo referente al pecado», llega a ser a la vez un convencer sobre la remisión de los pecados, por virtud del Espíritu Santo. Pedro, en su discurso de Jerusalén exhorta a la conversión, como Jesús exhortaba a sus oyentes al comienzo de su actividad mesiánica (cf. Mc 1,15).

La conversión plena y definitiva, exige la convicción de que hay que renunciar al pecado, porque este es el primer paso para alcanzar la conversión, reconocer el pecado. San Juan decía que, si afirmamos estar sin pecado, nos engañamos a nosotros mismos y convertimos a Dios en un mentiroso (1 Jn 1,8-10). Cristo murió por nuestros pecados.

El Espíritu Santo, con su asistencia, nos ayuda a reconocer en nosotros la asistencia del pecado, no se aleja Él de nosotros, aunque nosotros no lo dejemos actuar. «El Espíritu, que “todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios”, conoce desde el principio lo íntimo del hombre. Precisamente por esto sólo él puede plenamente “convencer en lo referente al pecado”» (Dominum et Vivificantem, n. 35). «El hombre no puede decidir por sí solo lo que es bueno y malo, no puede “conocer el bien el mal como dioses”. Sí, en el mundo creado Dios es la fuente primera y suprema para decidir sobre el bien y el mal, mediante la íntima verdad del ser, que es reflejo del Verbo, el eterno Hijo, consubstancial al Padre. Al hombre, creado a imagen de Dios, el Espíritu Santo da como don la conciencia, para que la imagen pueda reflejar fielmente en ella su modelo, que es sabiduría y ley eterna, fuente del orden moral en el hombre y en el mundo» (Dominum et Vivificantem, n. 36).

El Espíritu Santo hace al hombre darse cuenta de su mal y, al mismo tiempo, lo orienta hacia el bien. El Espíritu Santo se hace «lumbre de los corazones» (cf. Secuencia del Espíritu santo) que ilumina el camino del hombre en el retorno al bien. En virtud de los siete dones del Espíritu santo, todos los males pueden ser destruidos y se puede producir todo bien.

El evangelio de San Lucas nos narra una parábola preciosísima en la que se muestra este primer paso para reconocer el pecado, es la bastante conocida parábola del hijo Pródigo, en la que el famoso hijo menor, luego de haber pecado y de haber despilfarrado la herencia, reconoce su pecado y se propone decirle a su padre una frase que parece que llega hasta lo profundo de su corazón y se queda grabada: «Padre, pequé contra el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo...» (Lc 15,18-19). Conocemos de sobra la reacción del padre cuando el muchacho vuelve a repetir, ya de frente a él: «Padre, pequé contra el cielo y ante ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo» (El relato completo es Lc 15,11-32). Bajo el influjo del Paráclito, se realiza, por lo tanto, la conversión del corazón humano, que es condición indispensable para el perdón de los pecados.

El segundo paso para alcanzar la conversión es el arrepentirse del pecado. Para alcanzar la conversión es necesario arrepentirse del mal. La palabra «arrepentirse», del griego «metanoein», indica un cambio de pensamiento, de mentalidad. Sustituir nuestro modo de pensar por el modo de pensar de Dios. Arrepentirse es entrar en el juicio de Dios. Dios tiene un juicio sobre nosotros, sobre nuestro estado espiritual, sobre nuestra conducta, y este juicio es el único total y absolutamente verdadero; sólo Dios conoce hasta el fondo nuestro corazón, nuestras responsabilidades y también nuestros atenuantes. Dios lo sabe todo sobre nosotros. Arrepentirse es hacer nuestro ese juicio de Dios sobre nosotros, diciendo: «Dios mío, me someto a tu juicio». 

Un componente esencial del arrepentimiento, cuando es sincero es el dolor. El creyente se entristece por haber actuado mal y se duele de aquello. En el arrepentimiento obra, por supuesto, el Espíritu Santo. El Espíritu Santo, «dedo del fuego de Dios», toca nuestro corazón, o sea, nuestra conciencia, que “es el «sagrario íntimo» donde «resuena la voz de Dios» (Dominum et Vivificantem, n. 43) y hace que broten deseos de renovarse. Nada regenera más la esperanza y la confianza que el decir, cuando es necesario: «¡He pecado, me he equivocado!» y, a veces, se ha de llegar hasta las lágrimas. 

Una vez, un fariseo le rogó a Jesús que fuera a su casa y comiera con él, allí acudió también una mujer pecadora que, arrepentida, lloró a los pies de Jesús por sus pecados. Ya conocemos la historia, y sabemos lo que Jesús dijo al fariseo casi al final del relato: «Por eso te digo que quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor» (Lc 7,47) y lo que dijo a la mujer: «Tus pecados quedan perdonados... tu fe te ha salvado. Vete en paz». (Conviene leer todo el relato en Lc 7,36-50).

El salmo 32, describe maravillosamente la transformación que se alcanza con el arrepentimiento: «¡Dichoso el que es perdonado de su culpa, y le queda cubierto su pecado!... Cuando yo me callaba, se sumían mis huesos en mi rugir de cada día, mientras pensaba, día y noche, tu mano sobre mí; mi corazón se alteraba como un campo en los ardores del estío... Mi pecado te reconocí, y no oculté mi culpa; dije: “Me confesaré a Yahveh de mis rebeldías”. Y tú absolviste mi culpa, perdonaste mi pecado...» (Sal 32,1.3-5). Mientras el hombre conserva dentro de sí el pecado y rechaza el reconocerlo sin arrepentirse, éste lo consume y lo mantiene triste; pero cuando se arrepiente y decide confesarlo a Dios, experimenta de nuevo la paz y la dicha.

El tercer paso en este itinerario de la conversión es «romper definitivamente con el pecado». Este paso consiste, pudiéramos decir, en «pararle el alto» al pecado. Es la fase del propósito de no pecar más. Ciertamente nadie de nosotros se convertirá en impecable y plus cuam perfecto de un día para otro. El pecado nos tiene esclavizados mientras no le decimos un verdadero y fuerte «¡Basta!». 

El pasaje de Zaqueo, en el evangelio, nos ilustra al respecto: «Zaqueo, puesto en pie, dijo al Señor: “Daré, Señor, la mitad de mis bienes a los pobres; y si en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo”» (Lc 19,8). Zaqueo se hizo un propósito, tomó una determinación. «El hombre, pues, lejos de dejarse “enredar” en su condición de pecado, apoyándose en la voz de la propia conciencia, “ha de luchar continuamente para acatar el bien, y sólo a costa de grandes esfuerzos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de establecer la unidad en sí mismo”» (Dominum et Vivificantem, n. 44). Es el Espíritu Santo el que puede ayudar a decir: ¡Basta! y a huir de las ocasiones de pecado.

La beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento, en sus primeros años de vida religiosa, se hizo un propósito que mantuvo firme toda su vida: «Señor, en lo que hasta ahora haya delinquido, quiero repararlo con tu gracia y no cometer jamás falta deliberada» (Ejercicios Espirituales de 1933). El último paso en el que pudiéramos pensar para alcanzar la conversión es el de «destruir el cuerpo del pecado». El hombre puede cometer el pecado, pero no puede perdonarlo, hay que unir el arrepentimiento al sacramento de la Reconciliación para destruir así el cuerpo del pecado.

«La sangre de Jesús —dice San Juan— nos limpia de todo pecado» (1 Jn 1,7). La sangre de Cristo es el gran y potente «disolvente» que, en el sacramento de la penitencia, gracias a la potencia del Espíritu santo que obra en él, puede disolver el cuerpo del pecado. A la Iglesia le ha sido concedido el poder de perdonar los pecados en nombre de Jesús y en virtud del Espíritu Santo. «Reciban —dijo Jesús a sus apóstoles— el Espíritu Santo; a quienes les perdonen los pecados, les quedarán perdonados» (Jn 20,22). El Espíritu Santo no se limita, pues a «convencernos en lo referente al pecado», sino que Él nos libra del pecado. Más aún, es Él mismo «la remisión de los pecados».

Debemos dejar actuar al Espíritu Santo para que el sacramento de la Reconciliación no sea un rito, un hábito o una obligación, sino una necesidad del alma que se sabe amada por Dios y que busca su perdón. Luego de la confesión, hemos de sentirnos como Zaqueo y escuchar aquellas mismas palabras de Jesús: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque también éste es hijo de Abraham, pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,9-10).

A este Sacramento, por supuesto, se une la Eucaristía. Los Padres de la Iglesia y los teólogos de todos los tiempos, siempre han reconocido en la Eucaristía una eficacia general para la liberación del pecado. Cada vez que recibimos a Jesús en la Eucaristía, a ese Jesús que la noche de la Cena Pascual dijo: «Con ansia he deseado comer esta Pascua con ustedes» (Lc 22,15), el pecado sale un poco más consumido, como un bloque de hielo cuando es acercado al fuego.

La penitencia, el sacrificio, la mortificación, son elementos que nos ayudan a cooperar con lo que está de nuestra parte para la destrucción del pecado. El Espíritu inspira siempre diversas formas de hacer penitencia, de ofrecer sacrificios y de vivir la mortificación. Una joven apóstol —de la que no tengo referencias, más que sólo esta que menciono— sufrió persecución y cárcel, se llamaba Paquita Rovira Nebot, es desconocida para nosotros y es conocida para algunos, porque fundó una Institución Apostólica y trabajo muchos años en ello. Esta santa mujer decía que aprendió a «comulgar» diciendo «fiat» a todos los sacrificios que se le presentaban, cuando murió, sus últimas palabras fueron: «De mí ya no queda nada... “Fiat”, “Magnificat”» (Del Testimonio dado por Mons. Juan Esquerda Bifet en “La fuerza de la debilidad”, p. 67). La beata María Inés Teresa decía cuando estaba en la Clausura: «Practicaré los actos de penitencia prescritos por la Regla y Constituciones con espíritu de humildad y compunción por mis propias faltas y por las de los demás, ofreciéndolas a Dios unidas a sus méritos divinos para negociar con ellas en los intereses de Jesús. Si todo esto no es la santidad, sí es un medio para ir a ella» (Ejercicios Espirituales de 1943). 

María Santísima, alma pura y llena del Espíritu Santo, no hizo a un lado el sufrimiento, lo asumió con amor que unió a los méritos del Redentor, desde que escuchó aquellas palabras del anciano Simeón, que las dijo también, lleno del Espíritu Santo: «¡Y a ti misma una espada te atravesará el alma!» (Lc 2,35).

La vida de la gracia es maravillosa, y vivir bajo el influjo del Espíritu es don, pero también tarea, es regalo de Dios, pero también es conquista. Cuán cierto es aquello que San Agustín decía: «Nos has hecho, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta encontrarte a ti».

Padre Alfredo.

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