El ser humano, cuando nace, llega a este mundo como el más indefenso de todos los seres vivientes. Muchos de nosotros sabemos que, por ejemplo, un potrillo, cuando nace, casi de inmediato se pone en pie; o hemos visto cómo los pollos rompen por sí solos su cascarón y así, la mayoría de los seres, empiezan a valerse por sí mismos desde muy pequeños. No así el hombre, a quien, cuando nace, hay que enseñarle a todo y de todo. Si algún papá o mamá está leyendo esto, recordarán la experiencia de los primeros días de sus criaturas... ¡El ser humano debe ser enseñado incluso a conocer y a amar a Dios!
¿Cómo van a invocar al Señor —dice san Pablo en la carta a los romanos— si no creen en él? ¿Y cómo van a creer en él —continúa cuestionando el Apóstol— si no han oído hablar de él? ¿Y cómo van a oír hablar de él —dice más adelante— si no hay nadie que lo anuncie? ¿Y como va ha haber quienes lo anuncien —remata san Pablo— si no son enviados? (Rm 10,14-15). Preguntaría yo hoy: ¿Cómo es que nuestro mundo va a creer en Cristo si no hay que enseñe quién es él desde que el ser humano llega a este mundo?
Desde que Jesús resucitó, envió a los Apóstoles a predicar, a enseñar, a dar la Buena Nueva, el Evangelio como anuncio y fuente de gozo y salvación: «Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda criatura» (Mc 16,15). Los Apóstoles obedecieron el mandato y se comprometieron a predicar. La Escritura nos dice que arrojaban demonios en nombre del Señor, hablaban en lenguas nuevas, curaban a los enfermos y ponían su confianza en el Señor (cf. Mc 16,17) confirmando así, con los milagros que hacían, que lo hacían todo en nombre de Jesús. Este mandato misionero, de ir y enseñar el Evangelio a todas las gentes, es siempre válido y actual, porque este fragmento evangélico nos deja en claro que la Iglesia es misionera por naturaleza (cf. Ad gentes 1).
Hoy en día, el hombre aprende muchas cosas desde pequeño, además de lo que es esencial. Hay cursos de natación para bebés, y antes de el primer año de vida, ya nadan; se dan clases de todo lo que se pueda imaginar para pequeñitos en los primeros años de su vida. Se estudia para todo y de todo con muchísima facilidad. El hombre ha enseñado al mismo hombre infinidad de cosas que lo han llevado a un sorprendente desarrollo técnico y científico. Desde muy pequeños, muchos saben manejar la computadora, las tabletas y los teléfonos inteligentes, porque hay quien les vaya enseñando. Desde pequeños, muchos aprendimos a tocar algún instrumento, porque hubo quien nos enseñara y por desgracia, desde pequeño también, el ser humano va aprendiendo un sin fin de cosas que no debería aprender: «Dile al cobrador que no estoy», le enseña la mamá al pequeñito, y luego el aprenderá y dirá: «No te doy de mi dulce, porque pica»... ¡La mamá le enseñó a mentir!
La Buena Nueva también es algo que se tiene que enseñar. El niño desde pequeñito le enseñan: «pídale pan a Diosito», luego lo enseñarán a ir al catecismo y, como los papás no van a la Iglesia, no aprenderá más y regresará al templo el día de su boda. Bueno, si es mujer tendrá más suerte, pues irá el día de sus XV años. ¿Cuánto tiempo invierte una persona en aprender asuntos académicos? ¿Cuánto tiempo en cursos de natación, karate, arreglo de flores, costura, tenis o buceo? ¿Cuánto tiempo se necesita para enseñar a alguien a hablar inglés o a tocar el arpa? ¿Cuánto tiempo se invierte en enseñar el Evangelio a los hijos? El niño va uno o dos años al catecismo y basta; se siente titulado en Evangelio y con eso habrá de sobrevivir toda su existencia en el campo de la fe.
Cada bautizado es un misionero, un apóstol, un enviado; cada bautizado está comprometido a enseñar a otros, a dar un gozoso testimonio de la Buena Nueva compartiendo la fe. «La fe se fortalece dándola» decía san Juan Pablo II. ¿No hemos aprendido que contamos con la presencia de Jesús como discípulos-misioneros y con la fuerza del Espíritu Santo para enseñar al que no sabe? ¿Acaso se toma un curso de cómo alimentar a un bebé para que la madre enseñe a su hijo a comer? ¿Se estudia un curso de administración doméstica para poder administrar una casa de familia? Hay capacidades que llegan con la vocación y se desarrollan con la práctica. ¿Por qué para ejercer nuestro ser misionero y enseñar, no somos audaces y no queremos vencer dificultades e indiferencia venciendo los posibles fracasos que se puedan presentar?
Cada vez que estamos frente al Señor, en la Eucaristía o en un momento de oración a solas, tenemos la ocasión especialísima de pedirle al Señor enamorarnos de enseñar el Evangelio. El Papa Francisco, con su testimonio de vida nos enseña que, enseñar al que no sabe es el primer y mayor servicio que un discípulo-misionero puede prestar a los hombres de nuestro tiempo, maduros en conocimientos técnicos y científicos y pequeños aprendices en el campo de la fe.
«¡Qué hermoso es ver correr sobre los montes al mensajero que trae buenas noticias!» (Is 52,7). La Iglesia es misionera por naturaleza y cada bautizado es un discípulo-misionero. ¿Qué hemos hecho con el mandato misionero, que, ahora la Iglesia, en lugar de crecer, viene a menos? En lugar de enseñar y anunciar la Buena Nueva, quizá haya sido más fácil encerrarnos en nuestro confort y no hemos querido «batallar» dando de nuestra pobreza. La crisis económica se ha convertido en un escudo maravilloso y efectivo para cerrarnos a la caridad y al compartir no solo material, sino espiritual. Ha faltado entender que lo que no hay es dinero; pero sí hay tiempo para compartir y enseñar.
El Papa en varias ocasiones ha cuestionado a los fieles diciendo que una Iglesia en la que sus miembros se atacan unos a otros, una Iglesia en la que se difama en chismes a sus elementos, una Iglesia que no camina unida, nunca llegará a ser una Iglesia misionera. El Papa Francisco afirma: «La Iglesia no crece por proselitismo sino “por atracción”»; y, en una nota, remite a una homilía de Benedicto XVI: «La Iglesia no hace proselitismo. Crece mucho más por "atracción": como Cristo "atrae a todos a sí" con la fuerza de su amor, que culminó en el sacrificio de la cruz, así la Iglesia cumple su misión en la medida en que, asociada a Cristo, realiza su obra conformándose en espíritu y concretamente con la caridad de su Señor» (Benedicto XVI, Homilía, 13-V-2007). Una Iglesia en donde no se diera la vida por Cristo, una iglesia que se convirtiera en pasatiempo o en donde los miembros tuvieran habitualmente cara de funeral, no sería misionera y por lo tanto, no sería nada.
El Papa Francisco nos enseña con su propia vida a anunciar a Cristo con la palabra, con manifestaciones concretas de solidaridad haciendo visible al hombre la misericordia infinita de Dios, con la Iglesia y en la Iglesia en la primera línea de la caridad. El Papa nos enseña que necesitamos cristianos que no se queden encerrados sino que sean conscientes de que forman parte de una Iglesia de puertas abiertas.
Entre la gente de nuestro tiempo, hay grandes misioneros, cuya tarea apostólica no roba la atención de ningún noticiero, periódico o página informativa de Internet, porque ciertamente no podemos resaltar solamente el aspecto negativo de situaciones dolorosas en la Iglesia. Me consta que hay quienes donan su tiempo, ofrecen sus sacrificios, elevan sus oraciones, entregan su enfermedad, su dinero, sus bienes materiales y se ponen al servicio de la Iglesia misionera.
No hay que dejarnos atemorizar por dudas, dificultades, rechazos y persecuciones que nos impidan ser transmisores de fe y esperanza amando a quienes nos rodean y enseñando al que no sabe confiando que, el manto de María, «Trono de la Sabiduría» cubrirá al mundo entero en donde reinará su Hijo Jesús.
P. Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.
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