jueves, 6 de julio de 2017

«LA FUERZA DEL MISIONERO ESTÁ EN EL AMOR A MARÍA Y A LA EUCARISTÍA»... Enfermedad, ancianidad y misión IX.


He escrito en la reflexión anterior, del tema de la Cruz, y ahora viene a mi mente un himno latino, que evidencia el vínculo entre la cruz y la Eucaristía , es el Ave verum. Una obra compuesta en el siglo XIII para acompañar la elevación de la Hostia en la Santa Misa. Se presta ahora para que piense en la elevación de Cristo en la cruz, porque en el momento de la Consagración ya no se permite tocar música alguna durante la Celebración Eucarística. Son apenas cinco versos, cargados sin embargo de mucho contenido:

Ave verum corpus natum de Maria Virgine
Vere passum, immolatum in cruce pro homine
Cuius latus perforatum fluxit aqua et sanguine
Esto nobis praegustatum mortis in examine
O Iesu dulcis, o Iesu pie, o Iesu fili Mariae!

¡Salve, verdadero cuerpo nacido de María Virgen! 
Verdaderamente atormentado e inmolado en la cruz por el hombre.
De tu costado traspasado brotó agua y sangre.
Sé para nosotros prenda en el momento de la muerte.
¡Oh Jesús dulce, oh Jesús piadoso, oh Jesús, hijo de María!

Quiero invitarles, en esta reflexión, a detenernos un poco en este himno. El primer verso proporciona la clave para comprenderlo todo. Berengario de Tours ( c. 1000 – 1088) fue un religioso y teólogo francés que negó por mucho tiempo la realidad de la presencia de Cristo en el signo del pan, reduciéndola a una presencia simbólica, cuestión de la que al final de su vida se arrepintió y murió dentro de la fe y dogmas de la Iglesia. Para quitar todo pretexto a esta herejía el canto afirma, en las primeras líneas, la identidad total entre el Jesús de la Eucaristía y el de la historia. El cuerpo de Cristo presente en el altar es definido «verdadero» (verum corpus) para distinguirlo de un cuerpo puramente «simbólico» e incluso del cuerpo «místico» que es la Iglesia. Todas las expresiones siguientes en este hermoso canto, se refieren al Jesús terrenal: nacimiento de María, pasión, muerte, traspasamiento del costado. El autor se detiene en este punto; no menciona la resurrección porque ésta podría hacer pensar en un cuerpo glorificado y espiritual, y por lo tanto no lo suficientemente «real».

Hoy la teología ha vuelto a una visión más equilibrada de la identidad entre el cuerpo histórico y el eucarístico de Cristo, e insiste en el carácter sacramental, no material —si bien real y sustancial— de la presencia de Cristo en el sacramento del altar. 

Pero, aparte de esta diferente acentuación, permanece intacta la verdad de fondo afirmada por el himno. El Jesús nacido de María en Belén es el mismo que «pasó haciendo el bien a todos» ( Hch 10,38) y es el mismo que murió en la cruz y resucitó al tercer día. Ese Cristo es el mismo que está presente hoy en el mundo, acompañando al que sufre, al que está solo, al que está enfermo. La Eucaristía es el modo inventado por Dios para ser para siempre el «Emmanuel», Dios-con-nosotros. ¡Cuántos enfermos se sienten confortados con el Pan del Cielo! ¡Cuántos ministros ordinarios y extraordinarios recorren el mundo llevando a Jesús para dar consuelo y para fortalecer tantos corazones!

La presencia de Jesús en la Eucaristía no es una garantía y una protección sólo para la Iglesia, sino para todo el mundo. ¡Dios está con nosotros!. «Dios ha reconciliado al mundo consigo en Cristo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres» dice san Pablo, a quien constantemente hemos recurrido estos días (2Co 5,19). Cristo viene al mundo entero, no a una parte; a todos los hombres, no a un solo pueblo. Dios está con nosotros: Esto es que Dios está de parte del hombre, es su amigo y aliado contra las fuerzas del mal. Es el único que personifica todo y en especial el frente del bien contra el frente del mal. Esto ha dado la fuerza a mucha gente como Dietrich Bonhoeffer (1906 – 1945), el pastor protestante y teólogo luterano que, como líder religioso alemán, participó en el movimiento de resistencia contra el nazismo. Bonhoeffer,, fue arrestado y encarcelado. Mientras estaba preso fue acusado de pretendidamente haber formado parte en los complots planeados por miembros de la Abwehr (Oficina de Inteligencia Militar) para asesinar a Adolf Hitler y por esa razón fue finalmente ahorcado. En la cárcel y en espera de la sentencia de muerte escribió: «Envueltos de maravilla por fuerzas amigas esperamos con calma lo que ocurra. Dios está con nosotros en la noche y en la mañana, estará con nosotros cada nuevo día». 

«No sabemos —escribió San Juan Pablo II, a quien también hemos recurrido tanto en estos días— qué acontecimientos nos reservará el milenio que está comenzando, pero tenemos la certeza de que éste permanecerá firmemente en las manos de Cristo, el “Rey de Reyes y Señor de los Señores" (Ap 19,16)» (Cf. Novo millennio ineunte).

Siguiendo con este himno, tras el saludo inicial, viene la invocación: «Esto nobis praegustatum mortis in examine», que traducido sería «Sé para nosotros, oh Cristo, prenda y anticipo de vida eterna en la hora de la muerte». Ya el mártir Ignacio de Antioquía llamaba a la Eucaristía «medicina de inmortalidad», o sea, remedio a nuestra mortalidad. En la Eucaristía tenemos «la prenda de la gloria futura»: «et futurae gloriae nobis pignus datur». 

Algunas investigaciones recientes, han revelado un hecho extraño: hay, entre los creyentes, personas que creen en Dios, pero que no creen en una vida para el hombre después de la muerte. ¿Pero cómo se puede pensar algo así? Cristo, dice la Carta a los Hebreos, murió para procurarnos «una redención eterna» (Hb 9,12), ¡no temporal, sino eterna! Se objeta, para sostener eso, que nadie ha vuelto jamás del más allá para asegurarnos que existe de verdad y que no se trata sólo una piadosa ilusión. ¡Pero esto no es cierto! Hay uno que cada día vuelve del más allá para asegurarnos y renovar sus promesas si sabemos escucharle. Aquél hacia el cual estamos encaminados, nos sale al encuentro en la Eucaristía, para darnos una muestra (praegustatum!) del banquete final del reino.

Debemos gritar al mundo esta esperanza, para ayudarnos a nosotros mismos y a los demás, a vencer el horror que nos provoca la enfermedad y la muerte, y reaccionar al sombrío pesimismo que flota en nuestra sociedad. Se multiplican los diagnósticos desesperados sobre el estado del mundo: «un hormiguero que se desmorona», «un planeta que agoniza» «un mundo que se extingue»... La ciencia traza con detalles cada vez mayores el posible escenario de la disolución final del cosmos. «Se enfriará la tierra y los demás planetas, se enfriará el sol y las demás estrellas, se enfriará todo... Disminuirá la luz y aumentarán en el universo los agujeros negros... La expansión un día se agotará y comenzará la contracción y al final se asistirá al colapso de toda la materia y de toda la energía existente en una estructura compacta de densidad infinita. Ocurrirá entonces el Big Crunch o gran implosión, y todo volverá al vacío y al silencio que precedió a la gran explosión o Big Bang, de hace quince mil millones de años...» sostienen algunas teorías. 

Nadie sabe si las cosas se desarrollarán verdaderamente así o de otra forma. En cambio la fe nos asegura que, aunque así fuera, no será ese el final total. Dios no ha reconciliado al mundo consigo para abandonarlo después a la nada; no ha prometido permanecer con nosotros hasta el fin del mundo para después retirarse, solo, en su cielo, cuando este fin acontezca. «Con amor eterno te he amado», aseguró Dios al profeta en las Sagradas Escrituras (Jr 31,3), y las promesas de «amor eterno» de Dios, no son como las del hombre. 

Prosiguiendo idealmente la meditación del «Ave verum», el autor del también hermoso himno «Dies irae», eleva a Cristo una abrasadora oración que en ninguna otra reflexión, como en ésta, podemos hacer nuestra: «Recordare, Iesu pie, quod sum causa tuae viae: ne me perdas illa die»: «Acuérdate, oh buen Jesús, que por mí subiste a la cruz: no permitas que me pierda en ese día». «Quaerens me sedisti lassus, redemisti crucem passus: tantus labor non sit cassus»: «Al buscarme, te sentaste un día cansado en el pozo de Siquem y subiste a la cruz para redimirme: que tanto dolor no sea malgastado». 

El «Ave verum» se cierra con una exclamación dirigida a la persona de Cristo: «O Iesu dulcis, o Iesu pie». Estas palabras nos presentan una imagen exquisitamente evangélica de Cristo: el Jesús «dulce y piadoso», esto es, clemente, compasivo, que no parte la caña quebrada y no apaga la mecha mortecina (Cf. Mt 12,20). El Jesús que un día dijo: «Aprendan de mi, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). La Eucaristía prolonga en la historia la presencia de este Jesús. 

La última invocación del Ave verum evoca la persona de la Madre: «O Iesu filii Mariae». Dos veces es recordada, en el breve himno, la Virgen María: al principio y al final. Por lo demás, todas las exclamaciones finales del himno son una reminiscencia de las últimas palabras de la Salve Regina: «O clemens, o pia, o dulcis virgo Maria»: «oh clemente, oh pía, oh dulce Virgen María». La insistencia en el vínculo entre María y la Eucaristía no responde a una necesidad sólo devocional, sino también teológica. Nacer de María fue, en tiempo de los Padres, el argumento principal contra el docetismo, herejía que negaba la realidad del cuerpo de Cristo. Coherentemente, este mismo nacimiento, atestigua ahora la verdad y realidad del cuerpo de Cristo presente en la Eucaristía.

San Juan Pablo II, que vivió siempre amando a María y martirizado por los alfilerazos del dolor y de la enfermedad muchos años de su vida, concluye su carta apostólica «Mane nobiscum Domine», remitiéndose precisamente a las palabras del himno: «El Pan eucarístico que recibimos —escribe el santo Papa— es la carne inmaculada del Hijo: “Ave verum corpus natum de Maria Virgine”. Este Papa nos recordó que a María se la descubre partiendo de Jesús. «Repasando los pasos y gestos, meditando los discursos y documentos de Juan Pablo II, se constata su afecto a María como fuente de inspiración que caracterizaba su camino en el seguimiento de Jesús» (Stanislaw Dziwisz – Czeslaw Drazek – Renato Buzzonetti – Angelo Comastri, “Dejadme ir a la Casa del Padre, La fuerza en la debilidad de Juan Pablo II”, Ed. San Pablo, México, 2006, p. 178).

En agosto de 2004, poco menos de un año antes de morir, san Juan Pablo II viajó al santuario mariano de Lourdes como un Papa enfermo, que quiso dar fuerza y esperanza a todos los hombres y mujeres también enfermos como él, y le pidió a la Virgen que le enseñara a quedarse con ella cerca de las numerosas cruces que hay en el mundo. Muchas veces pidió a la Virgen alrededor del mundo, la fuerza del cuerpo y del espíritu para cumplir hasta el final la misión que le había sido confiada por su Hijo Jesús. Desde que volvió a Roma de su primer viaje a México, siempre tuvo sobre su escritorio una imagen de la Virgen de Guadalupe, Madre del verdadero Dios por quien se vive.

Y ¿qué decir del amor entrañable de la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento a la Virgen María? Bastará recorrer algunos de sus escritos para dejar que ella misma nos hable: «Todo este trabajo espiritual lo haré en unión de mi Madre del cielo; Ella seguirá siendo mi guía, mi consejera, mi amiga y mi Madre» (Ejercicios Espirituales de 1941). «Vayamos a nuestra Madre del Cielo para que ella nos enseñe y nos guíe» (Escrito sin fecha). «Que María santísima sea nuestra guía en el peregrinar en esta tierra, para que, guiadas por su mano, lleguemos con menos tropiezos al cielo» (Carta colectiva de marzo de 1978). «A Jesús por María, es el camino más corto, más dulce y más seguro… ¿Qué harías tú Madre mía, si estuvieras en mi lugar?... A todos les sugiero, les suplico esta dependencia habitual de María…» (Carta colectiva de marzo de 1963). «Gracias Madre por tu FIAT, gracias en mi nombre y en el de todas las criaturas, hasta las irracionales, de las inanimadas, porque tú eres Reina de todas; por Ti las crió el Altísimo, por Ti hizo tan hermosa la naturaleza; por Ti visitó las praderas y pobló los espacios y los mares; por Ti, por tu FIAT, hizo todo lo que existe”. “¡Qué grande eres Madre! ¡Cómo me siento feliz y dichosa de que Dios te haya escogido para que lo revistieras de nuestra pobre humanidad! Y escogiéndote a Ti por Madre suya, te hace también mi Madre, con lo que llega al colmo mi dicha» (Notas Íntimas).

San Pablo, con cierta reverencia, nos dice que Cristo vino a este mundo, «nacido de Mujer» (Gal 4,4), así llama Jesús a su Madre. En el misterio de Cristo, ella, su Madre, está presente ya antes de la creación del mundo y si en medio de la noche del dolor, de la enfermedad, del sufrimiento, buscamos a María, encontraremos necesariamente a Jesús. El antídoto para todos los daños que causa la ansiedad, la depresión y la soledad al hombre de hoy, es desarrollar un corazón más confiado en el Señor, un corazón como el de María, a quien le podemos suplicar siguiendo aquel canto: «Préstame tu corazón Virgen María, para hospedar a Jesús en este día». María Santísima, dice san Bernardo, vivió un martirio en el alma muy especial: «Por ventura no fueron peores que una espada aquellas palabras que atravesaron verdaderamente tu alma y penetraron hasta la separación del alma y del espíritu: "Mujer, ahí tienes a tu Hijo" (Jn 19,26)? ¡Vaya cambio! Se te entrega a Juan en sustitución de Jesús, al siervo en sustitución del Señor, al discípulo en lugar del Maestro, al hijo de Zebedeo en lugar del Hijo de Dios, a un simple hombre en sustitución del Dios verdadero. ¿Cómo no habrían de atravesar tu alma, tan sensible, estas palabras, cuando aun nuestro pecho, duro como la piedra o el hierro, se parte con solo recordarlas? No os admiréis, hermanos, de que María sea llamada mártir en el alma. Que se admire el que no recuerde haber oído como Pablo pone entre las peores culpas de los gentiles el carecer de piedad. Nada más lejos de las entrañas de María, y nada más lejos debe estar de sus humildes servidores» (San Bernardo, Sermón en el domingo de la infraoctava de la Asunción, 14-15: Opera omnia, edición cisterciense, 5 [1968], 273-274).

Me parece un regalo especial que el documento de «Aparecida», fruto de la V Conferencia del CELAM, que es la última que ha habido, nos diga lo siguiente casi al final del documento: «Nos ayude la compañía siempre cercana, llena de comprensión y ternura, de María Santísima… Que nos enseñe a salir de nosotros mismos en camino de sacrificio, amor y servicio, como lo hizo en la visitación a su prima Isabel, para que, peregrinos en el camino, cantemos las maravillas que Dios ha hecho en nosotros conforme a su promesa» (n. 553).

Ahora termino esta reflexión mal hilvanada. Todo tiempo es un tiempo de gracia y con la ayuda de María, cada uno, en la visita inesperada de Dios en la enfermedad o en la ancianidad, recibimos un nuevo impulso para ofrecerlo todo reconociendo cada vez más en la Eucaristía la fuente y la cumbre de toda nuestra vida de bautizados. La beata Madre Inés nos invita a ver a María y a contemplarla con Jesús, el Pan de Vida entre sus manos para decirle «que abogue por nosotros, que pida interiormente a su Hijo una mirada de compasión… y que nos permita imprimir a todos en su manita, un ardiente beso, del que salgamos transformados, cambiados por completo» (Ejercicios Espirituales de 1941) .

Concluyamos volviendo al himno que ha dado pie a mi reflexión. El signo más claro de la unidad entre Eucaristía y misterio de la cruz, es que nosotros podemos ahora emplear las palabras del Ave verum, sin cambiar una sílaba, para saludar a Cristo, a quien en la Eucaristía lo veremos elevado ante nosotros. Humildemente, por ello les invito a unirse a mí y proclamar en voz alta, con conmovida gratitud y en nombre de todos los hombres redimidos por Cristo:

¡Salve, verdadero cuerpo nacido de María Virgen! 
Verdaderamente atormentado e inmolado en la cruz por el hombre.
De tu costado traspasado brotó agua y sangre.
Sé para nosotros prenda en el momento de la muerte.
¡Oh Jesús dulce, oh Jesús piadoso, oh Jesús, hijo de María!

Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.

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