La vocación a la vida y a ser cristianos, exige una respuesta del hombre a la llamada de Dios. Esta respuesta encierra en su misterio, unas realidades que encienden el corazón que quiere entregar su vida como discípulo-misionero por la causa de Cristo. En medio de una sociedad globalizada y profundamente materialista, marcada por el egoísmo y el relativismo, que anega las aspiraciones más nobles del corazón, percibimos que la vocación a ser cristiano es una respuesta a la llamada que Dios hace para seguirlo; una respuesta que no puede ser pasajera. Aceptar la vocación cristiana y perseverar en ella, quiere decir «creer en el amor» (Cf. 1 Jn 4,16. «Cada uno es amado y escogido providencialmente por el dueño de la viña», Juan Esquerda Bifet, "Ven y verás", Roma 1993, p. 8). Nuestra vocación es ante todo, una vocación de amor. La beata Madre María Inés Teresa Arias, supo descubrir esto y trazó un programa para su vida, un programa tan sencillo como esto: «Que mi vida sea un programa de amor. Que mi vida sea un acto de continua oblación». (Ejercicios Espirituales de 1941).
Viendo nuestra respuesta vocacional en esta clave de amor desde la perspectiva de nuestro bautismo, que nos hace hijos de Dios y responsables de esa respuesta a la llamada de Dios, encontraremos siempre motivos más que suficientes para perseverar con alegría. Nuestra vida como católicos debe ser una vida impregnada de amor, porque nos sabemos amados por Dios. El Señor nos llama cada día a reestrenar la gracia de la vocación, a «volver al primer amor» (Cf. Ap 2,2-5), a reavivar la ilusión de vivir pata él, recordando que «salimos de la mano de Dios, como obra y fruto de su amor» (Darío Castrillón Hoyos, "Pastores para una nueva evangelización", Madrid 1992, p. 21).
Hoy se habla mucho de «formación permanente» y está bastante claro que no se trata de algo nuevo, pero hoy, en medio de nuestro mundo, en una humanidad dividida por las enemistades y las discordias, en donde el hombre busca desesperadamente en su mayoría, su seguridad existencial en el progreso científico y técnico, en el poder, en el dinero, en la comodidad, esta formación permanente se hace urgente, para que el cristiano de cualquier clase y condición no se deje arrastrar por modas o tendencias pasajeras. Jesús llamó a los que él quiso, nos llamó a nosotros también para formar parte de su Iglesia. Él llama siempre para estar con él y para enviar, a los llamados, a predicar la Buena Nueva (Cf. Mc 3,13-14).
La vocación, entonces, es una llamada a compartir la vida de Cristo en un encuentro permanente y una misión totalizante. El «sígueme» de Jesús, se sigue repitiendo en cada llamada, en cada cristiano, en cada vocación específica, y no sólo eso, sino que se va renovando cada día, de tal manera que el que se sabe llamado, ha sido amado por Cristo y debe ir motivado por una respuesta dinámica a la llamada. «El amor de Dios nos persigue y nos urge» (Cf 2 Cor 15,14). En la Iglesia, como comunidad de llamados que buscan responder a la llamada, Jesús se encuentra con nosotros, nos arrastra, nos cautiva, nos convence y nos va transformando. Por eso la beata María Inés decía: «Quiero transformarme en tu amor, quiero vivir de amor, quiero morir de amor» (Ejercicios Espirituales de 1943). «En la mirada de Cristo, "imagen de Dios invisible" resplandor de la gloria del Padre, se percibe la profundidad de un amor eterno e infinito que toca las raíces del ser. La persona que se deja seducir por él, tiene que abandonar todo y seguirlo. Como san Pablo considera que todo lo demás es "pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús", ante el cual no duda en tener todas las cosas "por basura para ganar a Cristo". Su aspiración es identificarse con él, asumiendo sus sentimientos y su forma de vida» (V.C. 18).
La vocación, entonces, es una llamada a compartir la vida de Cristo en un encuentro permanente y una misión totalizante. El «sígueme» de Jesús, se sigue repitiendo en cada llamada, en cada cristiano, en cada vocación específica, y no sólo eso, sino que se va renovando cada día, de tal manera que el que se sabe llamado, ha sido amado por Cristo y debe ir motivado por una respuesta dinámica a la llamada. «El amor de Dios nos persigue y nos urge» (Cf 2 Cor 15,14). En la Iglesia, como comunidad de llamados que buscan responder a la llamada, Jesús se encuentra con nosotros, nos arrastra, nos cautiva, nos convence y nos va transformando. Por eso la beata María Inés decía: «Quiero transformarme en tu amor, quiero vivir de amor, quiero morir de amor» (Ejercicios Espirituales de 1943). «En la mirada de Cristo, "imagen de Dios invisible" resplandor de la gloria del Padre, se percibe la profundidad de un amor eterno e infinito que toca las raíces del ser. La persona que se deja seducir por él, tiene que abandonar todo y seguirlo. Como san Pablo considera que todo lo demás es "pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús", ante el cual no duda en tener todas las cosas "por basura para ganar a Cristo". Su aspiración es identificarse con él, asumiendo sus sentimientos y su forma de vida» (V.C. 18).
La vida cristiana en la Iglesia Católica, es una vigorosa experiencia de encuentro con el Padre de las Misericordias en Cristo como familia de Fe. Es literalmente una «vivencia». El auténtico bautizado como nos diría Madre Inés, es un enamorado de Cristo que, como san Pablo, pretende alcanzar a Cristo, porque se sabe previamente alcanzado por él (Cf. Flp 3,12). La formación permanente es el esfuerzo integral que cada bautizado ha de asumir, con la gracia de Dios, para permanecer dinámicamente fieles a la propia identidad espiritual y eclesial y para ser capaces de adaptamos y responder positivamente, en el nombre del Señor, a las exigencias históricas de la vocación cristiana. (Cf. Misioneras Clarisas del Santísimo Sacramento, "Guía de formación", Roma, diciembre de 1997). Se trata de una cuestión de «perseverancia y fidelidad», como muchas veces lo he repetido y experimentado a lo largo de mi ministerio sacerdotal.
¿Cómo olvidar que el Señor nos llamó a tener vida y a ser sus hijos? Él nos llamó por nuestro nombre y no nos dejará jamás. Nadie nos puede suplir ni representar en la llamada que nos hace cada día a seguirle en la Iglesia para conquistar el mundo para Él. «Ninguna fase de la vida puede ser considerada tan segura y fervorosa como para excluir toda oportunidad de ser asistida y poder tener mayores garantías de "perseverancia" en la "fidelidad", ni existe edad alguna en la que se pueda dar por concluida la completa madurez de la persona (V.C. 69).
Si vivimos en esta constante formación permanente, el «sígueme» que en nuestro nombre pronunciaron quienes nos llevaron a la pila bautismal, se repite cada día conscientemente desde nuestro uso de razón y se reafirma en una respuesta de plenitud de entrega que continúa siempre actual. Nadie deja nunca de sentirse llamado, hay un llamamiento constante en nuestra vida.
La formación permanente del católco, no se funda en racionalismos ni en sentimentalismos, ni en estados anímicos —como muchos, llevados por modas actuales, se dejan llevar—. Quizá por haberse dejado envolver por esta realidad del relativismo que muchos viven en la Iglesia sea cual sea su vocación específica, el «sí» de un día, se convierte fácilmente en un «no», que impide seguir respondiendo. La formación permanente viene a ser una ayuda para no dejamos guiar por nuestro modo de sentir y pensar, por nuestro egoísmo, sino por los criterios de Cristo. «Mi vida debe ser un espejo en el que se reproduzcan las virtudes de Nuestro Señor», decía la beata Madre María Inés (Ejercicios Espirituales de 1933). Por eso es una tarea de toda la vida. «No bastan unos años de rutina, es toda una vida la que se compromete por él» (Juan Esquerda Bifet, "Encuentro con Cristo", editorial Sígueme, Salamanca 2015). No basta ser bautizado y haber ido al Catecismo para sentirse «formado» en la fe.
Los medios de la formación permanente ya los conocemos: la oración diaria como encuentro con Cristo especialmente en la Eucaristía, la Palabra de Dios, los sacramentos, la profundización en la doctrina sobre vida cristiana, la dirección espiritual, la vida de sacrificio y entrega, la vida fraterna en una comunidad familiar y de amigos en la fe, el amor a María y el compromiso como discípulos-misioneros. Además, siempre las parroquias e instituciones ofrecen el conocimiento cada vez más profundo y la vivencia de nuestra fe. «Se necesita una formación permanente que abarque los niveles de espiritualidad, cultura teológica y humana, metodología pastoral, convivencia en la comunidad, etc.» (Juan Esquerda Bifet, "Te hemos seguido", BAC, Madrid 1996, p. 52). Es una formación continua que se lleva a cabo como un proceso global de renovación que abarca todos los aspectos de la persona.
Esta formación permanente no es cosa fácil, algo que se pueda realizar en un día, es todo un proceso que requiere de mucho esfuerzo (ascética) y por supuesto, de la gracia de Dios (mística). Hemos de pensar siempre que nuestra vida de fe es larga y dificultosa, porque se trata de responder a una misión muy grande, el éxito de la tarea misionera de la Iglesia depende, en mucho, de esta formación permanente de cada bautizado y de una mayor formación humana, espiritual, apostólica, intelectual. La vida se confía al hombre como un tesoro que no se debe malgastar, como un talento a negociar. El hombre debe rendir cuentas de ella a su Señor.
La falta de esta formación permanente no se podrá suplir en la Iglesia con nada, ni con el fervor, ni con un gran corazón, ni con talento, ni con amplios planes de conquistas de almas. Nadie puede ser santo si no se mantiene en este estado de formación permanente. San Francisco de Sales, al llegar a Chablais, infestado de Calvinistas, dijo: «Esto está en manos de los protestantes porque nosotros hemos rezado el breviario pero no hemos aumentado nuestro saber»(Darío Castrillón Hoyos, "Pastores para una nueva evangelización", Madrid 1992, p. 76). Ninguno puede estar exento de aplicarse al propio crecimiento humano y religioso; como nadie puede tampoco presumir de sí mismo y llevar su vida con autosuficiencia.
Termino esta reflexión con la esperanza de que sea útil, o por lo menos, no estorbe en este proceso de formación que todo bautizado debe tener. El Padre Celestial quiere que seamos santos como él es santo (Lv 11,44.45; 19,2; 20.26; 1 Pe 1,15.16). Ruego a la santísima Virgen María que a cada uno de los miembros de la Iglesia nos de luz, nos haga comprender la necesidad de formamos en todo tiempo y lugar y que viendo a tantos santos que han hecho de nuestra Iglesia una familia en la fe como Cristo lo anheló, vivamos cada día sin tedio y sin rutina inútil, viviendo y perseverando con sencillez y entrega fiel.
Algunos puntos de reflexión biblica:
Iniciativa de Cristo en la llamada: Jn 15,16.
La vocación es un don de Dios: Mc 3, 13s; Mt 9,38; 6,65.
Discipulado y misión: Mc 3,13-14; Lc 4,18; Jn 10,36.
Alftedo L. Delgado Rangel, M.C.I.U.
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