En una de sus homilías, Benedicto XVI, el Papa Emérito expresó: «Como en los inicios, también hoy Cristo necesita apóstoles dispuestos a sacrificarse. Necesita testigos y mártires como san Pablo: un tiempo perseguidor violento de los cristianos, cuando en el camino de Damasco cayó en tierra, cegado por la luz divina, se pasó sin vacilaciones al Crucificado y lo siguió sin volverse atrás. Vivió y trabajó por Cristo; por él sufrió y murió. ¡Qué actual es su ejemplo!» (Homilía del 29 de junio de 2007). El libro de los Hechos de los Apóstoles, en el capítulo 20, nos presenta el testamento pastoral de san Pablo, que dirige a los jefes de la principal de las Iglesias que él estableció. El gran misionero que siguió a Jesús con toda fidelidad, da unas recomendaciones, que sirven hasta nuestros días, a todo aquel que quiere, seguir caminando, tras las huellas de aquel mismo Dios que vino a visitar a su pueblo, haciéndose en todo igual a nosotros, menos en el pecado.
El impulso del camino de san Pablo lo sostuvo su confianza y su fidelidad al Señor. El Apóstol de las Gentes no se cansó de hablar de Jesucristo y lo llevó a todas partes; todo lo supo transformar para Él, con Él y en Él. San Pablo cristificó cuanto lugar pisó. El apóstol vivió su misión con humildad y confianza en el Señor, transmitiendo esa humildad y confianza a sus discípulos. Su vida fue donación total en humildad y confianza plenas en el amigo que no abandona, y en boca de quien el escritor sagrado pudo estas palabras: «Hay mayor felicidad en dar que en recibir» (Hch 20,35. San Lucas no ha dejado estas palabras en su Evangelio, sino que las ha consignado en el libro de los «Hechos de los Apóstoles» en boca de san Pablo, que habla recordando el dicho de Jesús y pone en práctica estas palabras con una donación total que le hará exclamar: "Me debo a los griegos y a los bárbaros; a los sabios y a los ignorantes" (Rm 1,14)».
Al igual que san Pablo, los grandes misioneros de todos los tiempos saben que prolongan, con su seguimiento fiel, la obra salvadora de Cristo. Podemos pensar entre otros en san Daniel Comboni, de salud raquítica y casi sólo en el África Central. En el padre Damián, entre los leprosos. En la beata María Inés, haciendo del mundo su hogar para salvar todas las almas. Todo misionero debe vivir pendiente de la presencia de Cristo que lo llama y acompaña. A Él anunciamos y comunicamos en cada etapa de nuestra vida. Con profunda humildad, el misionero debe confiar en Jesús que lo ha llamado.
No habrá nada más triste que un apóstol carente de humildad y de confianza en el Señor. La humildad y la confianza será como una especie de sello distintivo que haga diferencia a un auténtico misionero de uno que sea falso. Dice la beata María Inés: «El misionero debe vivir penetrado de confianza en Él; y confiar, precisamente, cuando todo parece perdido. Es una gloria inmensa la que le damos entonces a Dios. No le privemos nunca de esta dicha» (Carta colectiva de marzo de 1963).
Es posible que en más de una ocasión, Cristo actúe y se manifieste a través de sus misioneros de una forma muy diversas a como ellos mismos lo esperaban, pero por la humildad, el misionero reconoce la acción de Dios que lo identifica como seguidor de Cristo que con él cumple la voluntad del Padre. Si el misionero, cualquiera que sea su condición, tiene la confianza puesta en el Señor, la humildad florece y el apóstol entonces se hace invencible, «sirviendo al Señor con toda humildad y lágrimas» (Hch 20,19). Sin duda alguna, el sufrimiento representa un gran tesoro que hay que saber aprovechar. El que sufre con Cristo, se purifica siempre más y se acerca más a Él hasta volverse en una imagen suya, en otro «Cristo vivo» presente entre nosotros.
En un mundo dominado por la eficiencia materialista y el espíritu hedonista, el sufrimiento no tiene sentido, es, en nuestros días para muchos, sinónimo de fracaso. Para el cristiano, al contrario, el sufrimiento representa el supremo recurso que el hombre tiene para, «ser» alguien y «actuar» a favor de la iglesia y la humanidad entera, siguiendo el ejemplo de Cristo y de los grandes héroes del cristianismo, que son los santos.
Quiero invitarles en esta reflexión, a contemplar de cerca la vida de un santo francés de apariencia muy poco atrayente, pequeño de estatura y algo enfermo. Un verdadero y auténtico sacerdote misionero que poco salió de su parroquia. Parecía a los ojos de muchos, muy poca cosa, con muchos obstáculos por delante y en un ambiente muy adverso. Desprovisto de muchas ventajas humanas, pero sumamente humilde y con la confianza siempre puesta en el Señor, de tal manera que, al igual que san Pablo, cristificó todo aquello con lo que tuvo contacto: personas, ambiente, costumbres. Es el santo cura de Ars, san Juan María Vianey, a quien ahora dejo que nos hable él mismo con la humildad que le caracterizó y nos comparta su secreto para cristicarlo todo: «Mi secreto es muy sencillo de entender —decía— darlo todo y no quedarse sin nada... el sacerdote, ante todo, debe ser un hombre entregado a continua oración... lo que nos impide a nosotros los sacerdotes ser santos es la falta de reflexión; no penetramos en nosotros mismos; y así no sabemos lo que debemos hacer. Nos es necesaria la oración, la reflexión, la unión con Dios... Cuando llegué a Ars, si hubiese previsto los sufrimientos que allí me esperaban me habría muerto de aprensión al momento» (De los Escritos de san Juan María Vianney).
Que necesaria es la humildad y la confianza en Dios para el misionero. La beata Madre Inés nos dice: «Confiar, confiar siempre, confiar por encima de todo; la confianza humilde, cautiva el corazón de Dios» (Ejercicios Espirituales de 1933). Si estas dos cosas se pierden, la persona se busca a sí misma.
Entre las Bienaventuranzas hay una que dice: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios» (Mt 5,5ss), y sabemos que lo que decide la pureza o impureza de una acción es la intención. Si se hace para ser vistos por los hombres o para agradar a Dios, si se hace pensando en sí mismo o por las almas. Y es que en realidad la pureza de corazón no indica, en el pensamiento de Cristo, una virtud particular, sino una cualidad que debe acompañar a todas las virtudes, para que sean de verdad virtudes y no «espléndidos vicios»; por eso su contrario más directo no es la impureza, como muchas veces se piensa, sino la hipocresía. Y ese es el pecado que denuncia con más fuerza Dios a lo largo de toda la Biblia, porque con la hipocresía el hombre rebaja a Dios, le sitúa en el segundo lugar, colocando, en el primero, a sí mismo. De manera que la hipocresía es esencialmente falta de fe, falta de confianza en Dios y de humildad, pero también falta de caridad hacia el prójimo, en el sentido que tiende a reducir a las personas a admiradores o «fans» como se dice ahora, de manera que, cuando a la persona se le acaba esa fama aparente, se le acaba todo.
Casi nunca se habla de la relevancia social de la bienaventuranza de los puros de corazón, pero esta bienaventuranza puede ejercer hoy una función crítica entre las más necesarias en nuestra sociedad, pues se trata del vicio humano tal vez más difundido y menos confesado. El hipócrita sólo se mira a sí mismo y por eso busca quedar bien en todo y con todos. Esto se traduce en llevar dos vidas: una es la verdadera, la otra la imaginaria, que vive de la opinión, propia o de la gente; se traduce en la cultura de la apariencia, en la tendencia que tiende a vaciar a la persona, reduciéndola a imagen, o a simulacro. Es penoso que la hipocresía acecha a las personas, aún muy religiosas, por un sencillo motivo, donde más fuerte es la estima de los valores del espíritu, de la piedad y de la virtud, allí es más fuerte también la tentación de ostentarlos para no parecer privados de ellos. Pero existe un medio sencillo e insuperable para rectificar varias veces al día nuestras intenciones; nos lo deja Jesús en las tres primeras peticiones del Padrenuestro: «Santificado sea tu nombre. Venga a nosotros tu reino. Hágase tu voluntad» (Mt 6,9-13).
Se pueden recitar estas frases como oraciones, como mantras, pero también como declaraciones de intención: «todo lo que hago, quiero hacerlo para que sea santificado tu nombre Señor, para que venga tu reino y para que se cumpla tu voluntad». Sería una preciosa contribución para la sociedad y para la comunidad cristiana si la bienaventuranza de los puros de corazón nos ayudara a mantener despierta, en nosotros, la nostalgia de un mundo limpio, verdadero, sincero, sin hipocresía —ni religiosa ni laica—, un mundo donde las acciones se corresponden con las palabras, las palabras con los pensamientos y los pensamientos del hombre con los de Dios.
Volviendo al testamento pastoral de san Pablo al que he hecho referencia, se puede ver cómo el incansable Apóstol nos muestra a un hombre que sin hipocresías y con humildad, nos platica cómo fue su vida apostólica: enseñando en público y en las casas, esforzándose en dar testimonio sin acobardarse cuando en algo podía servir. ¡Qué humildad! Puesto que nos comenta que derramó lágrimas. En el relato continúa diciendo: «Miren que ahora yo, encadenado en el espíritu, me dirijo a Jerusalén, sin saber lo que allí me sucederá; solamente sé que en cada ciudad el Espíritu Santo me testifica que me aguardan prisiones y tribulaciones. Pero yo no considero mi vida digna de estima, con tal que termine mi carrera y cumpla el ministerio que he recibido del Señor Jesús, de dar testimonio del Evangelio de la gracia de Dios» (Hch 20,22-24).
Pablo continúa hablando y nos deja ver que la perseverancia de los discípulos le ha costado tres años de amonestaciones y lágrimas (Hch 20,31). Al llegar al final de este testamento, san Pablo anota: «Yo de nadie codicié plata, oro o vestidos. Vosotros sabéis que estas manos proveyeron a mis necesidades y a las de mis compañeros. En todo os he enseñado que es así, trabajando, como se debe socorrer a los débiles y que hay que tener presentes las palabras del Señor Jesús, que dijo: Hay mayor felicidad en dar que en recibir» (Hch 20,33-35). Con humildad, el Apóstol misionero nos presenta cómo ha sido su plan de vida, su tarea misionera. De hecho él pensaba que ya no regresaría a Éfeso, sin embargo el Señor tiene sus planes y él volvió allí. El apóstol tiene puesta su confianza en Dios y lo deja todo a Cristo que fue humilde siempre: nació pobre, vivió pobre y así murió. Fue conocido como el hijo del carpintero, su Madre fue pobre también, humilde como él.
No puedo dejar ahora a un a san Juan Pablo II. Ese santo campeón en la humildad y en la confianza en Dios. En 104 viajes apostólicos por el mundo, san Juan Pablo visitó a leprosos, a enfermos terminales, a drogadictos y alcoholizados, a minusválidos, a niños desahuciados, a personas totalmente marginadas, a enfermos mentales. El santo Papa testimonió con su misma vida que Dios ama a todos sin distinción. La humildad, selló el corazón de este hombre maravilloso que fuera de lo común, iba siempre más allá de las fronteras de todo tipo, y con su mirada, sus palabras y sus gestos, transparentaba el amor de Cristo por toda la humanidad. A lo largo de 26 años de pontificado, con la gracia que le caracterizaba y que brota precisamente de la sencillez y humildad, este santo llegó a decir que tuvo tres residencias: El Vaticano, Castelgandolfo y el Hospital Gemelli.
San Juan Pablo II dejó un testamento. Un conjunto de unas 15 hojas de apuntes escritos a mano, en diferentes momentos de su pontificado. En él está escrito: «No dejo tras de mí ninguna propiedad de la que sea necesario tomar disposiciones. Por lo que se refiere a las cosas de uso cotidiano, pido que se distribuyan como se considere oportuno. En cuanto a su funeral, pidió, al igual que el beato Paulo VI, que fuera sepultado en un sepulcro en la tierra y no en un sarcófago. Así fue… su cuerpo fue colocado en un sencillo ataúd de ciprés» (Valentina Alazraki, “En nombre del amor, Juan Pablo II, memoria de un hombre santo”, Ed. Planeta, México 2006. p. 300).
La beata María Inés Teresa tiene también un testamento al que ya hicimos referencia. Muchas veces lo hemos meditado o escuchado en comunidad: «Me siento muy agradecida a nuestro Señor ¡muchísimo! De todo lo que ha hecho, y del esfuerzo de cada uno de los hijos… Que nunca, nunca nos salgamos, –ni se salgan cuando yo no viva– del Espíritu del Evangelio, el que debemos practicar con tanto amor… Que nunca vaya a haber una desunión, una crítica, nada de murmuraciones ¡jamás, jamás! Sino siempre adheridos a la voluntad de Dios… No se cuando llegará mi hora. Cuando Dios quiera, ni antes ni después la deseo… ahora sólo el amar es mi ejercicio» (cf. Testamento Espiritual). Hablando de Madre Inés, el Cardenal Angelo Rossi (1913-1995), cuando era Prefecto de la Congregación para Nueva Evangelización, recordando a la beata afirmó: «Noté que su sencillez y bondad inspiraban inmediatamente simpatía, confianza y benevolencia».
Cuando llegue el momento de nuestra muerte, ¿qué vamos a dejar en este mundo? Hay que recorrer el camino de la vida sin perder de vista el bien que se pueda hacer en humildad y sencillez, con la confianza puesta en Dios. La finalidad suprema de la vida, no se realiza evitando sacrificios y esquivando el dolor, sino cumpliendo fiel y valerosamente los deberes que el derecho de vivir impone.
Quiero terminar esta reflexión bajo el amparo de la Virgen, y dirigiéndonos a su Hijo Jesús para repetirle unas palabras que llegaron a mis manos y no se por quien fueron escritas:
«Despiértame, Señor, si me duermo acostado en mis dudas, cobijado con la distracción; búscame, si me extravío en el laberinto de las calles, por entre los rascacielos de las cosas inútiles. Jamás permitas que mi corazón se doble ante el violento oleaje de la mayoría. Que yo mantenga alta mi frente orgulloso de ser tu servidor. Amén.
Alfredo Delgado, M.C.I.U.
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