¡Cómo agradezco al Señor que me haya concedido esta gracia de compartir esta serie de reflexiones! ¡Cómo agradezco también el regalo de compartir la fe con quienes llevan la cruz de la enfermedad, de la ancianidad u otra clase de debilidad para que esa fe se haga más fuerte y más firme en mi corazón de padre, de hermano, de amigo y en la de cada uno de ustedes!
En la reflexión anterior hablé de la Eucaristía, que es la Acción de Gracias por excelencia. Es deber nuestro, ser agradecidos. Gracias por su paciencia al leer estas reflexiones. Gracias a quienes me facilitaron el material necesité. Gracias a tanta gente que ora por todos los enfermos, incluido yo por supuesto, en diversas partes del mundo.
Con esta reflexión, más breve que las anteriores, cierro este ciclo de reflexiones en torno a la enfermedad, la ancianidad y la misión que tenemos como bautizados. Ahora, creo yo, después de leer estas reflexiones, nos damos cuenta de que el Señor ilumina nuestro propósito de re-estrenar cada día la vida, con su Palabra, aceite que mantendrá encendido en nuestros corazones el deseo de mantenernos despiertos para esperar al Esposo de nuestras almas, viviendo día a día a la sorpresa de Dios.
Nada es casualidad en este mundo, todo es «dioscidencia» como dice Dennis, una buena amiga y excelente comadre, mamá de un sacerdote que es mi ahijado. ¡Que hermoso nos ha hablado san Pablo en estos días. ÉL ahora nos dice: «Lo que Dios quiere de ustedes es que se santifiquen» (1 Tes 4,3).
Pienso ahora en aquel Evangelio de las Vírgenes Prudentes (Mt 25,1-13). Esas damas de honor de la novia, jóvenes no casadas, vírgenes que esperaban a la entrada de la casa de la novia la llegada del esposo. El evangelista nos dice que eran diez, cinco eran necias, pues no traían aceite suficiente, y cinco eran prudentes, pues fueron previsoras y cautas. Unas y otras se durmieron, pues no sabían cuanto podría durar la espera. Pero, cuando a medianoche se oyó la voz: «Ya llega el esposo» (Mt 25,6), sólo las que habían llevado el aceite de reserva estaban preparadas para salir a su encuentro.
Dios habla al corazón, y nos enseña que no basta haber iniciado el camino que nos lleva a Cristo Esposo: es preciso mantenernos en él. con un alerta continuo, porque la tendencia del que sufre, del que está enfermo, del que experimenta el dolor o la ancianidad, es la de suavizar la entrega que lleva consigo la vocación cristiana específica que vive.
Casi sin darnos cuenta, al menor descuido se introduce en el alma el deseo de hacer compatible el seguir de cerca de Cristo con un ambiente flojo, despreocupado en el campo espiritual. Cuantos cristianos de nuestros tiempos, incluso sanos y gozando de sus plenas facultades, se han volcado al confort y a la comodidad, perdiendo el espíritu de sacrificio; muchos de los consagrados incluso, al iniciar el camino vocacional, están llenos de buen espíritu, pero se cansan pronto, y no llegan despiertos y con aceite suficiente para recibir al Esposo.
¡Qué pena! Si no estamos atentos en la espera, el Señor nos encontrará sin el brillo de las buenas obras, dormidos y con la lámpara apagada, sin aceite de reserva. El aceite que puede mantener nuestras lámparas encendidas es la Palabra de Dios, Palabra que alienta y conforta, Palabra que cuestiona y corrige, Palabra que abre los ojos y el corazón para despertar y contemplar a Jesús. Ese aceite es La Eucaristía, centro de la vida del Cristiano. Ese aceite es el amor a María, la primera en creer. Ese aceite es la oración.
Al concluir estas reflexiones, cada uno habremos de ser muy sinceros con Dios y con sí mismos, para estar abiertos a sus requerimientos, combatiendo toda tentación. Quien le quiera sacar la vuelta al sacrificio, a la abnegación, a la abyección; quien se deje llevar solamente por ansias de satisfacciones personales; quien sucumba ante la tentación de hacer a una lado la cruz, no encontrará las fuerzas necesarias para darse todo a Dios y salvar almas, muchas almas, infinitas almas.
El Señor, al terminar esta serie de reflexiones, nos pide perseverancia y fidelidad en el amor, en lo próspero y en lo adverso, en la salud y en la enfermedad; porque Él es el Esposo de cada alma. Hay que empezar una nueva vida, sin desánimos, sin desaliento. Cuando el discípulo-misionero pierde la actitud de espera, cede al pecado venial y deja que se enfríe la esperanza de la llegada del Esposo, se queda a oscuras; sin luz para sí mismo y para los demás. Cuando se va dejando a un lado el espíritu de mortificación y se descuida la oración…, la luz se debilita y termina por apagarse.
No está el gozo de la vocación cristiana en haber comenzado –incluso con mucho fervor– a vivir la fe, sino en perseverar, en recomenzar una y otra vez. El deseo de amar siempre más a Cristo, la lucha contra los defectos y flaquezas recomenzando una y otra vez, mantendrá la lámpara encendida aunque sea tiempo de dormir. El aceite de la vasija, Palabra, Eucaristía, María, oración, etc., no permitirá que se apague el brillo de la vocación de hijos de Dios y hermanos en Cristo, que debe lucir siempre en nuestras vidas, hasta el último momento.
Hay un dicho en latín que dice: «Frater qui adiuvatur a fratre, quasi civitas firma», es decir: «El hermano ayudado por su hermano es tan fuerte como una ciudad amurallada». No olvidemos que los cristianos bautizados somos familia en la fe, una comunidad que atiende a san Pablo que hoy nos dice: «Vivan como conviene, para agradar a Dios» (1 Tes 4,1).
Amemos y protejamos nuestra comunidad eclesial con nuestra ofrenda de la enfermedad, con nuestro testimonio en la ancianidad, con nuestra firmeza en medio de la debilidad. Cada bautizado es muy valioso, cada uno, sano o enfermo, joven o anciano, fuerte o débil, tiene su lamparita, cada uno trae su aceite de reserva. Tal vez los discípulos-misioneros enfermos, ancianos y débiles son quienes traen más aceite, porque ayudan diariamente con su oración a todos los miembros de la Iglesia a mantenerse firmes en la espera; porque el Esposo llegará sin avisar.
Si la comunidad de creyentes vive así, viene también María, la Virgen que iluminando el andar, con la lámpara más potente que todas las que podamos imaginar, nos introducirá en el banquete de bodas, en el Amor sin medida y sin fin, cuando llegue el momento justo. Estemos pues preparados… porque no sabemos ni el día, ni la hora (Mt 25,13).
Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.
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