Anita Rubio de la Torre fue una de las primeras monjitas que conocí fuera de Monterrey aún siendo yo Vanclarista a fines de los años 70s. Había ingresado a la congregación de las Misioneras Clarisas en 1959 y recibió el nombre —que en aquellos años se acostumbraba cambiar o añadirle algo al ya existente— de Ana María del Buen Pastor, que le cayó como anillo al dedo, pues siempre supo ser esa alma que con la sola mirada llena de serenidad y amabilidad «pastoreaba» las almas. Sí, esa fue la impresión que me dejó desde nuestros primeros encuentros, una religiosa serena, amable, educada, discreta... en fin, una monjita maravillosa. La recuerdo en la casa de la Delegación Apostólica (Hoy nunciatura) con una sencillez de altos vuelos, a pesar del lugar en donde se encontraba, tratando a diario con el Delegado Apostólico de Su Santidad y recibiendo ahí mismo para hospedarlo, junto a la beata María Inés Teresa, a san Juan Pablo II en su primera visita a México. Nuestras hermanas conservan fotografías muy bonitas de aquellos días (En la fotografía 1, Anita es la que está de pie, la primera de izquierda a derecha).
Luego la recuerdo también en la Casa Noviciado de nuestras hermanas allá en Cuernavaca en donde le tocó la etapa de construcción del nuevo edificio del noviciado cocinando riquísimo para mantener las ventas del comedor de los domingos y reunir recursos para la obra. En 1983, sobrevivió a un trágico accidente cuando, de regreso de la toma de posesión de Mons. Rafael Bello (de feliz memoria) como Arzobispo de Acapulco, el automóvil en que viajaba fue impactado por una camioneta causando la muerte del Excmo. Sr. Juvenal Porcayo, obispo de Tapachula y de las hermanas Guadalupe y María del Refugio, también misioneras clarisas. Dios no se la llevó porque le tenía una gran tarea luego de una penosa recuperación en la que siempre mostró adhesión a la voluntad del Señor en medio de los sufrimientos que aquello le traía. Después de ese accidente, Anita quedó para el resto de su vida, con una secuela de dolor y molestias físicas que nunca la dejaron y que no se hicieron evidentes, porque vivió esa ofrenda en silencio y serenidad. Su vida, antes y después del casi fatal accidente, estuvo siempre sostenida por una oración profunda que dejaba ver el desposorio que su alma había hecho con Cristo.
Ya recuperada pasó a mis queridas tierras Ticas y allá, en Costa Rica, fue Maestra de Novicias en donde me tocó compartir con ella ese tiempo precioso que, en diversos años de los 90s me permitió el Señor hacer diversos viajes por largos períodos con diversas encomiendas y, como dirían mis hermanos ticos: «¡Tan buen pan que hacía!», pues, como digo, era excelente en la cocina y en la repostería. A fines de los 90's pasó a formar parte del personal de la Casa General de nuestras hermanas «La Casita» en el corazón de la cristiandad, en Roma, donde gozaba mucho asistiendo, cuando era posible, a las celebraciones que presidía el Santo Padre.
Su disponibilidad en la obediencia la llevó hasta Alemania, en la comunidad de Hainstadt haciendo pie de casa, asistiendo con profunda caridad al resto de las misioneras y ejerciendo su tarea de Ministro Extraordinario de la Comunión Eucarística para los enfermos. De Alemania regresó a Roma después de un tiempo y pasaba —conforme la obediencia lo pedía— temporadas en la Casa de Garampi, en la Casita, en Pisoniano y un tiempecito en Poviglio. Siempre alegre, ayudaba en el jardín, en la cocina, cosiendo ropa y en cualquier ocupación que se le pedía. Recuerdo desde seminarista algunos de sus consejos para el cuidado y lavado de la ropa o de cuestiones de cocina entre otras cosas y aún siendo sacerdote. Tenía un gran amor y respeto por el sacerdocio y ofrecía sus sufrimientos y dolores por muchos de nosotros. (En la fotografía 2, está en el extremo derecho).
Anita fue llamada a la Casa del Padre de forma casi repentina debido a un cáncer fulminante que no dio tiempo ni de quimios o radiaciones. Ella, cuando se dio cuenta de la gravedad de su caso dijo que todo estaba ofrecido y que esperaba la llegada del Esposo. Mientras en México se celebraba el XXV Aniversario del retorno al Padre de la Fundadora, poco a poco, allá en Roma, se fueron agotando las fuerzas en la lucha contra el cáncer y se fueron acabando los signos vitales de Anita, hasta que expiró con los auxilios espirituales y la declaración de enfermeros y médicos que certificaron su muerte. Con sólo dos exhalaciones su alma voló a unirse al Esposo Divino, al que tanto había esperado llevada por María Santísima, a quien amaba con toda su alma.
El 11 de septiembre de 2006, Ana María del Buen Pastor entregó su alma a Dios, después de una prolongada agonía de seis días, en que llena de fortaleza, mansedumbre y paciencia sufrió agudísimos dolores que, como el mismísimo «Buen Pastor» supo sufrir en silencio ofreciendo su vida para salvar almas, muchas almas, infinitas almas.
Doy gracias a Dios por el regalo maravilloso que me dio de conocer a esta mujer maravillosa, con la que compartí momentos en tantas partes y etapas de mi vida y que, con su sonrisa discreta y su mirada serena, ha dejado en mi ser, muchos de los rasgos del Buen Pastor.
Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.
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