sábado, 1 de julio de 2017

Una reflexión sobre los leprosos de hoy...


El Evangelista san Marcos, al presentarnos la vida pública de Cristo, casi siempre nos deja ver a un Jesús que va de un lugar a otro y que siempre toma la iniciativa. Marcos nos lo presenta siempre tendiendo la mano para transmitir su vida y su salvación, como en el caso de la curación e la suegra de Pedro (Mc 1, 29-39). En otros relatos, va de camino, dirigiéndose a las aldeas a llevar el anuncio de la llegada del Reino e increpando al demonio. No hay que olvidar el relato de la llamada a los discípulos, es Jesús quien la iniciativa para elegir a sus discípulos (Mc 3,13-14) y no como el caso de los rabinos, en el que, quien quería segur a alguno como discípulo, se tenía que inscribir o pedir que lo aceptara.

Marcos nos presenta, entre sus pasajes, un leproso que toma la iniciativa y llega hasta Jesús para arrodillarse y suplicarle: «si quieres, puedes curarme». El relato es de por sí interesante, es la única vez que en el Evangelio de san Marcos, Jesús cura a un leproso; de manera que el milagro reviste una importancia especial (Mc 1, 40-45). 

El leproso es un marginado. Las leyes de aquella sociedad le habían echado fuera y estaba condenado a vivir al margen para que su presencia no contaminara a los demás. En tiempos de Jesús padecer la lepra equivalía casi a estar muerto. Era la peor de las enfermedades y causaba la máxima marginación. Los leprosos, según la ley, debían ir gritando: «¡Soy impuro, soy impuro!». Entrar en contacto con un leproso producía impureza, por eso estaban condenados a vivir aislados, fuera y lejos de los lugares habitados.

Hoy, en nuestro mundo globalizado, pudiéramos hablar de varias clases de leprosos y quizá que asusten más que los de aquella enfermedad, hoy se les llama, con un cuidadoso eufemismo: «excluidos sociales» o simplemente: «marginados». El paisaje de los leprosos modernos es ancho y se va ampliando cada vez más. El abismo entre pobres y ricos crece. El mundo materialista del relativismo y del comercio, neurotizado en sus reductos de bienestar, toma conciencia del crecimiento de la geografía de la pobreza cuando esta invade las tarjetas de crédito que llegan «al tope» y hay que pagar tenencias e impuestos prediales. «Ya no tengo ni un cinco», se escucha a muchos decir. Entonces se empieza a llamar a la pobreza «crisis económica» y se comienza a experimentar la miseria a todos los niveles.

Hay una realidad que parece inevitable. Los cinturones de miseria, alrededor de las grandes ciudades crecen y crecen, es la lepra de hoy que nos presenta la realidad, no solamente de la carencia de dinero, sino la falta también de confianza, de salud física y espiritual, de integración familiar, de superación personal, de alimento, de educación, de desarrollo personal y comunitario, de solidaridad.

Contrastando con este relato del leproso, pienso en el libro más extraño del Antiguo Testamento, el «Levítico». Una serie de tabúes de alimentos, normas de higiene, rituales incontables, un catálogo de prescripciones jurídicas carentes de interpretación viva, que tal vez hoy se pudieran comparar con muchos de los convencionalismos sociales, que llevados al extremo  llevan al hombre y a la mujer de hoy a no ponerse el mismo vestido en dos fiestas diferentes, o a no comer en platos y vasos de plástico, o a tener que estudiar en tal o cual universidad aunque haya que comer a diario huevo duro. E Levítico es un libro que a primera vista resulta difícil. Sin embargo, como dice un teólogo biblista de suma importancia en nuestros días, llamado Luis Alonso Schökel: «En sus páginas se expresa un sentido religioso profundo: el hombre se enfrenta con Dios en el filo de la vida y la muerte, en la conciencia de pecado y de indignidad, en el ansia de liberación y reconciliación». En el fondo del corazón de cada hombre está inscrito eso. Dice san Agustín: «Mi corazón nunca estará tranquilo hasta que no descanse en Dios». Es el ansia de la salud integral, de la salvación plena que requiere el tomar la iniciativa para ir tras de Dios aunque con la seguridad de que «Él nos amor primero».

La serie de prescripciones del Levítico abarca en tres capítulos, del 13 al 15, las afecciones de la piel. Normas con un carácter higiénico que señalaban la incapacidad de presentarse dignamente ante el Señor y que eran una especie de diagnóstico terapéutico. El sacerdote era el encargado de declarar si la persona era pura o impura. Hoy tenemos el sacramento de la reconciliación, con el que Cristo va más allá, nos diagnostica y nos cura.

Pero vuelvo al leproso del Evangelio, que conocía, quizá, todos esos ritos del Levítico. En su petición, al tomar la iniciativa para ser curado, no iba solamente el deseo de ser curado del estigma de la enfermedad. Sus palabras se pueden traducir hoy en el deseo de purificarse para dejar de formar parte del cinturón de los marginados para volver a casa, para poder sentarse en la mesa de la comunidad y poder participar con pleno derecho de la vida social. Jesús se compadece, se le conmueven las entrañas (así dice el hebreo «splanchnizomai» en la parte en que el español traduce: «se compadeció de él». Y antes de hablar —como ahora se usa tanto hacerlo a favor de los marginados—, realiza un gesto: extiende la mano para tocarlo, sabiendo que, de acuerdo a la ley, ese contacto va a mancharle (haciéndole impuro ante la Ley), pero sabiendo también y, sobre todo, que él puede y debe purificar al leproso. Él ha “levantado” (ha resucitado) ya a la suegra de Simón (1, 31), y ahora hace algo todavía más profundo: toca con su mano al leproso (haptomai), ofreciéndole así su contacto personal. Esta mano de Jesús que toca al leproso es la expresión de una misericordia que transciende las leyes de pureza del judaísmo legalista, es signo de la piedad de Dios, que ama precisamente a aquellos a quienes la ley expulsa. Sentir es tocar, conocer es tocar... y tocar significa aceptar, solidarizarse, curar... El leproso queda curado inmediatamente. La solución requiere el contacto personal, la cercanía cálida y acogedora, fruto no de un discurso, sino del que se hace prójimo, del que se hace cercano y toca su realidad. Hay un camino de vuelta a la inclusión social: «Ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo prescrito por Moisés».

La fe de aquel pobre, y el poder salvador de Jesús habían hecho posible el milagro. Jesús añade por su cuenta que guarde silencio, pero viene un contraste fortísimo,  el recién sanado no se puede contener, divulga el milagro. El marginado se convierte en testigo del amor curativo de Dios para todos. 

Comentando este pasaje, en una de sus audiencias, el Papa Francisco dice: «Jesús queda profundamente impresionado por este hombre. El Evangelio de Marcos subraya que "conmovido, extendió la mano y lo tocó, diciendo: Lo quiero, queda purificado" (1,41). El gesto de Jesús acompaña sus palabras y hace más explícita la enseñanza. Contra las disposiciones de la Ley de Moisés, que prohibía acercarse a un leproso (Cfr. Lev 13,45-46), Jesús, contra la prescripción extiende la mano e incluso lo toca. ¡Cuántas veces nosotros encontramos un pobre que viene a nuestro encuentro! Podemos ser incluso generosos, podemos tener compasión, pero generalmente no lo tocamos. Le ofrecemos la moneda, pero evitamos tocar la mano y la tiramos ahí. ¡Y olvidamos que esto es el cuerpo de Cristo! Jesús nos enseña a no tener temor de tocar al pobre y al excluido, porque Él está en ellos». (Audiencia del 22 de junio de 2016).

Por eso nuestra reflexión se completa con unas palabras de la primera carta de san Pablo a los corintios que nos dice que la Buena Noticia de Reino que anuncia Cristo no es cosa del oriente ni del occidente, ni del norte ni del sur. «Hermanos —nos dice san Pablo— hagan todo para gloria de Dios buscando la salvación de todos» (1 Cor 10,31).

Para terminar esta reflexión, voy al salmo 31, que dice: «Perdona, Señor, nuestros pecados». Perdona, Señor, que no hemos visto a los leprosos de hoy, porque estamos muy ocupados en darnos gusto a nosotros mismos; perdona, Señor, que no hemos tocado a los leprosos de hoy porque estamos atentos a ver nuestras carencias económicas, que la verdad, no son tantas; perdona, Señor, que no hemos salido al encuentro de nuestros hermanos leprosos porque hemos hecho una tormenta en un vaso de agua con nuestros pequeños problemas;  perdona, Señor, porque no hemos podido alcanzar nosotros mismos la curación porque hemos querido hacer el Evangelio del estilo que nos acomode...

Pidámosle a la Santísima Virgen María, la llena de gracia, la mujer fuerte e itinerante que da la salud de su Hijo a los enfermos, que nos dé la sencillez y la humildad que necesitamos para acercarnos a su Hijo reconociéndonos como somos para decirle también nosotros: «¡Si tu quieres, puedes curarme!».

Alfredo Delgado Rangel.

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