martes, 4 de julio de 2017

«LA FUERZA DEL MISIONERO ESTÁ EN NO DEJARSE VENCER EN LA TENTACIÓN»... Enfermedad, ancianidad y misión VI.


En aquella película famosa de «La Pasión», del aclamado director Mel Gibson, aparece en ciertos momentos decisivos, la figura de Satanás, como recordando que el mismo que tentó a Jesús en el desierto, antes del comienzo de la vida pública (Mt 4,1-11; Mc 1,12-13; Lc 4,1-13), seguirá hostigándolo y tentándolo hasta el final. El Demonio es astuto y sabe como llegarle a cada quien. A Cristo le hace ver que si es el Hijo de Dio, entonces puede, por medios sobrenaturales, saciar el hambre y recuperar las fuerzas perdidas; pero en realidad lo está invitando a actuar al margen de su Padre usando vanamente sus cualidades y capacidades. Seguirá actuando siempre de forma sutil, callado y oculto, como lo muestra estupendamente la película a la que hago referencia.

Nos encontramos ante el escenario de un mundo sacudido por fuerzas misteriosas que no son visibles y que de ordinario no comprendemos, aunque se trata de fuerzas que se agitan en la historia de cada día. La tentación se presenta como un poner a prueba con malicia, un tratar de hacer caer en una trampa oculta o disfrazada, un llevar a alguien a situaciones, por lo menos aparentemente, sin salida. Esta es la dinámica de la tentación: llevar al hombre a través de lo que sea, a situaciones de las que ya no se pueda liberar, y así quede esclavizado fácilmente en el pecado. En el momento de la tentación, el alma se encuentra en un laberinto inexplicable y se pierde la esperanza de poder salir adelante. Es una situación que se repite a lo largo de la historia de la humanidad desde aquella vez en que Eva fue tentada. El misionero tiene que estar listo y renovar la vigilancia contra todas las iniciativas del enemigo. Parece que de una forma sigilosa, la tentación se viene encima con todas las fuerzas del mal disfrazadas, casi siempre, de un bien aparente.

En el Nuevo testamento, aparece frecuentemente la expresión: «Estén vigilantes», como una especia de exhortación a mantener los ojos siempre abiertos ante la presencia del maligno. Ese estar vigilantes, significa mantenerse sobrios, vivir en abstinencia y conservar una fuerte capacidad para luchar contra todo aquello que nos quiere volver sordos, ciegos, sordomudos a la voluntad de Dios. San Pablo invita al cristiano a vestirse la armadura, es decir, invita a esta lucha a la que hace referencia: no contra los enemigos de carne, sino contra los espíritus del mal (Ef 6, 10-20).

En el caso del enfermo, o del que ejerce su misión entre los enfermos, del anciano, del encarcelado, del que ha sido abandonado o es incomprendido, la tentación irá siempre en el tono del desaliento, de la impaciencia, de la desesperación o de dejarlo todo. Volvamos a escuchar ahora al cardenal vietnamita, el Venerable François Xavier Nguyên Van Thuân, de quien ya he compartido algo. Cuando dio, en el año 2000, los Ejercicios Espirituales en la Curia Romana dijo: «Durante mi larga tribulación de nueve años de aislamiento en una celda sin ventanas, iluminado en ocasiones con luz eléctrica durante días enteros sin apagarse nunca, o a oscuras durante semanas, sentía que me sofocaba por efecto del calor, de la humedad. ¡Estaba al borde de la locura! 

Yo era todavía un joven obispo con ocho años de experiencia pastoral —dice Van Thuân. No podía dormir. Me atormentaba el pensamiento de tener que abandonar la diócesis, de dejar que se hundieran todas las obras que había levantado para Dios. Experimentaba una especie de revuelta en todo mi ser. Una noche, en lo profundo de mi corazón, escuché una voz que me decía: —¿Por qué te atormentas así? —Tienes que distinguir entre Dios y las obras de Dios. Todo aquello que has hecho y querrías continuar haciendo: visitas pastorales, formación de seminaristas, religiosos, religiosas, laicos, jóvenes, construcción de escuelas, misiones para la evangelización de los no cristianos..., todo esto es una obra excelente, pero son obras de Dios, no son Dios. —Si Dios quiere que tú dejes todas estas obras poniéndote en sus manos, hazlo inmediatamente y ten confianza en Él. Él confiará tus obras a otros, que son mucho más capaces que tú. Tú has escogido a Dios, y no sus obras.

Esta luz me dio una nueva fuerza, que ha cambiado totalmente mi manera de pensar —continuaba explicando el arzobispo vietnamita— y me ha ayudado a superar momentos que físicamente parecían imposibles de soportar. Desde aquel momento, una nueva paz llenó mi corazón y me acompañó durante trece años de prisión. Sentía la debilidad humana, pero renovaba esta decisión frente a las situaciones difíciles, y nunca me faltó la paz. Escoger a Dios y no las obras de Dios. Este es el fundamento de la vida cristiana, en todo tiempo. De este modo, —añadíó el cardenal Van Thuân— comprendo que mi vida es una sucesión de decisiones, en todo momento, entre Dios y las obras de Dios. Una decisión siempre nueva que se convierte en conversión. La tentación del pueblo de Dios siempre consistió en no fiarse totalmente de Dios y tratar de buscar apoyos y seguridad en otro sitio. Esta es la experiencia que sufrieron personajes tan gloriosos como Moisés, David, Salomón...».

San Ignacio del Loyola, en sus célebres Ejercicios Espirituales, nos hace ver que en la vida diaria, se presentan siempre dos caminos, dos banderas: La de Lucifer y la de Cristo. El santo dice que hay que tener en cuenta que en la época actual, Lucifer actúa de una manera muy sutil y muy confusa. Su triunfo —decía el beato papa Paulo VI— es hacer creer al mundo que «no existe».

Cuando una persona está enferma o agobiada por el peso de los años, aparece la tentación del cansancio y del desánimo, queriendo atacar la esperanza cristiana —que parece una utopía— para acabar con ella. En la actualidad, muchos hombres y mujeres, ancianos y enfermos, han caído en la tentación de disgustarse con Dios porque permite que en el mundo haya enfermedades incurables, penas, guerras, desastres naturales y toda clase de males que aquejan a la humanidad. Muchos han caído en la tentación de buscar nuevas doctrinas para cambiar el curso de la redención, algunos se han ido a la New Age, aunque encierre doctrinas falsas, porque dicen que cómo es posible que Dios haya enviado a su Hijo al mundo a sufrir y a permitir que lo crucificaran. Otros han caído en la tentación de ese enemigo invisible tan fastidioso como es «la rutina». «La rutina es la fuerza más desestabilizadora de las instituciones humanas y de la vida misma» (Ignacio Larrañaga, “Del Sufrimiento a la Paz”, Ed. Paulinas, Madrid 1985, p. 66).

Hay otras tentaciones que se entrecruzan con la rutina, cuando ya ésta va logrando atrapar el corazón: aburrimiento, monotonía, tedio, nausea. Es posible ver hasta personas, incluso consagradas, que han caído en esta tentación de la época que luego lleva sin remedio a depresiones y angustias terribles, porque la persona va sintiendo que no sirve para nada, y va poco a poco perdiendo la capacidad de asombro ante la sorpresa de Dios, que hace nuevas siempre todas las cosas. «Un espíritu abierto al asombro viste de novedad al universo entero» (Ignacio Larrañaga, “Del Sufrimiento a la Paz”, Ed. Paulinas, Madrid 1985, p. 70). Dice la beata Madre Inés: «Yo no quiero otra cosa que agradarlo (a Dios); anhelo… mi reforma interior… para que Él esté contento; no para gozar con sus consolaciones divinas, sino para comprarle almas» (Ejercicios Espirituales de 1944).

En 1995, Daniel Goleman, quien acuñó el término: «Inteligencia Emocional» escribía: «Estos últimos años del milenio, anuncian la llegada de la Era de la Melancolía, así como el siglo XX se transformó en la Era de la Ansiedad. Datos internacionales muestran que parece cundir una moderna epidemia de depresión, que se extiende a lo largo y a lo ancho adoptando nuevas modalidades en cada lugar del mundo. Cada nueva generación, desde principios de siglo, ha corrido un riesgo mayor que la generación de sus padres, de sufrir una depresión más importante —no ya tristeza— sino un desinterés paralizante, desaliento y autocompasión, más una abrumadora desesperanza–, en el curso de su vida» (Daniel Goleman, “La Inteligencia emocional”, Ed. Javier Vergara, México 1995, p. 278).

Ignacio Larrañaga, en su libro «Del Sufrimiento a la Paz», que mi padrino el padre Esquerda me recomendó leer, por tocar los temas que estoy tratando en estas reflexiones sobre enfermedad, ancianidad y misión, da la siguiente recomendación: «Sé feliz, porque son legión los que esperan participar de tu lumbre, contagiarse de tu alegría. Se vive una sola vez. Nadie vuelve atrás . No puedes darte el lujo de despilfarrar tan bella oportunidad. No puedes permitir que se te deshoje inútilmente esta roja amapola. Llena tu "casa" de armonía, y el mundo se llenará de armonía. Ten siempre presente que la existencia es una fiesta, y el vivir, un privilegio. Hay una planta que debes cultivar diariamente con especial cuidado y mimo: la alegría. Cuando esta planta inunde tu casa con su fragancia, todos tus hermanos, y hasta los peces del río, saltarán de alegría» (Ignacio Larrañaga, “Del Sufrimiento a la Paz”, Ed. Paulinas, Madrid 1985, p. 96). En una de sus meditaciones, la beata Madre Inés anota: «Para no caer en este lazo de Satanás; disculpar caritativamente las faltitas de nuestros hermanos, rogar por ellos, sonreír siempre a su paso, mostrarse condescendiente cuando es posible y se debe hacer; en fin, manifestar a los demás la dulce expansión del alma» (Experiencias Espirituales).

El Demonio, en su lucha para que caigamos en la tentación, irá buscando querer lograr que nos deleitemos en las tentaciones para que no demos a los demás los dones y cualidades que de Dios hemos recibido. Con el salmista como música de fondo que nos dice «Descansa sólo en Dios, alma mía, porque él es mi esperanza» (Sal 61,2), es un buen momento de contemplar a san Pablo como un hombre lleno de esperanza que supera toda tentación y nos comparte su fe y su confianza en el Señor en diversos momentos: «El Dios de la esperanza os colme de todo gozo y paz en vuestra fe, hasta rebosar de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo (Rom 15,13). «Tenemos puesta la esperanza en Dios vivo, que es el Salvador de todos los hombres, principalmente de los creyentes» (1Tim 4,10). «Cristo Jesús nuestra esperanza» (1Tim 1,1; cfr. Col 1,27) «Vivir... aguardando la feliz esperanza y la manifestación de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo» (Tit 2,13). «La esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,5). «Felices en la esperanza» (Rom 12,12).

La esperanza acaba con toda clase de tentaciones del enfermo o del anciano, en torno a lo que hemos comentado, de sentirse inútil o culpable de la enfermedad, y también con las de quien lo cuida y acompaña, que puede ser atacado fácilmente por la tentación del eficientismo y del activismo (cf. “Caminar desde Cristo”, n. 12). La esperanza abre el camino hacia la conversión, como un cambio de corazón. Toda conversión supone un paso de un estado a otro, de un punto de partida a un punto de llegada. El punto de partida, el estado del que se debe salir, es para la Escritura, el de la dureza de corazón que ha dejado paso a la tentación y ha caído en el pecado; el punto de llegada, se puede describir «coherentemente» con las imágenes del corazón contrito, herido, lacerado, circunciso, del corazón de carne, del corazón nuevo.

El corazón es el yo profundo del hombre, su propia persona, en particular su inteligencia y voluntad, el centro de la vida religiosa, el punto en el que Dios se dirige al hombre y el hombre decide su respuesta a Dios. El corazón duro es un corazón esclerotizado, endurecido, impermeable a toda forma de amor que no sea el amor de sí mismo y por eso sucumbe ante la tentación. ¿Cómo se obra este cambio del corazón? ¡Cristo está dentro de cada uno de nuestros corazones y llama a las paredes del corazón para salir! Esto sucede cuando, sin haber sido expulsado por el pecado mortal, el Espíritu Santo permanece en el alma aprisionado y tapiado por el corazón de piedra que se le forma alrededor, por la resistencia del egoísmo de la persona. Carece entonces el Espíritu de posibilidad de expandirse y empapar de sí las facultades, las acciones y los sentimientos de tal persona. Por eso, en este sentido, cuando leemos la frase de Cristo en el Apocalipsis: «Mira que estoy a la puerta y llamo» (Ap 3,20), deberíamos entender que Él no llama desde fuera, sino desde el interior; y quiere salir para ayudarnos a vencer la tentación.

El creyente que busca seguir a Cristo, sabe perfectamente que en él hay muchos puntos débiles, que pueden ser presa de diversas tentaciones, desde no querer despertar, porque se duerme muy a gusto, hasta el renegar de la condición de vida causada por una pena o una enfermedad. La beata María Inés se lamenta de esta condición de nuestra miseria humana y expresa: «Me duele no darle gloria en cada momento; no aprovechar todos ellos en su servicio, no ser generosa, buscarme a mí misma, pensar en las criaturas…» (Notas Íntimas).

Es tiempo de acrecentar la esperanza o recobrarla si se ha perdido. Escuchemos a nuevamente a la beata María Inés Teresa que nos dice: «No se turbe vuestro corazón… Tú Jesús, no lo dejas nunca que se turbe. Cuando el enemigo me asalta, cuando presentándome las cosas insuperables, quisiera él sumirme en la desesperación, cuando quiere hacerme ver (y esto lo ha hecho muchas veces), que la obra y mis ideales están perdidos para siempre, cuando me presenta la ingratitud o la malicia humana bajo sus fases más desconcertantes, aunque es intenso el momento, por la gravedad en que lo veo, ah, Jesús, dulcísimo Jesús, porque no es otro sino tú, quien me arrojas en tus brazos en un acto de inmensa e infinita confianza, y en tu regazo me pierdo, en él me abandono, en el recupero mi paz, (si es que la perdí), pues no lo creo, y se fortalece mi alma, y adquiere nuevos bríos; SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS EN TI CONFÍO. Es la expresión que brota en raudales de confianza segura y sentida. Un acto que se sucede a otro, si es posible, cada vez más intenso, pero en esas pocas palabras le digo tantas cosas, ¡pero… tantas! Al cabo del tercer acto, el demonio se ha ido; no ha podido resistir; no le conviene» (Ejercicios Espirituales).

Santa Genoveva Torres Morales, sufrió desde los ocho o diez años de edad, la amputación de una pierna. Cuando cumplió quince años, sintió el llamado de Dios y con muchas dificultades fue admitida por las Madre de la Misericordia de Valencia, España. En medio de muchas tentaciones salió del convento a los 24 años para regresar a su casa. La vida era difícil sin una pierna. Cuando tenía más o menos cuarenta años, segura de que Dios le había llamado a seguirlo y que el llamado, a pesar de tantas tentaciones que se presentaron en el camino, era auténtico y exigía una respuesta, fundó el Instituto femenino de las Hermanas del Sagrado Corazón de Jesús y de los Ángeles, conocidas como «Las Madres Angélicas», dedicadas al cuidado de las señoras que viven en soledad. 

La Madre Genoveva vivió siempre acompañada por la enfermedad y solo con una pierna. Una vez enfermó de mucha gravedad, y cuando volvió en sí, dijo: «La enfermedad es siempre un aliciente para acudir a Dios, no para sanar, sino para estar conformes con lo que Dios manda». Dos caminos, dos amores, dos ciudades, como decía san Agustín. «Cuando Jesús fue tentado en el desierto tuvo una respuesta tajante para el enemigo: ¡Retírate de aquí Satanás!» (Ignacio Larrañaga, “Del Sufrimiento a la Paz”, Ed. Paulinas, Madrid 1985, p. 70.

Tenemos muchas armas para vencer al enemigo. No estamos solos; Cristo nos fortalece y nos ayuda a no caer en la tentación, porque Él venció. Estemos vigilantes para cuidar nuestra vida de bautizados como templo en el que habita Dios. Y vayamos tras de Cristo porque Él es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6).

La Virgen María escuchó siempre a Dios en el interior de su corazón. Allí, en ese corazón, estaban también los dos caminos, ella pudo haberse negado a pronunciar el «Sí» que toda la creación anhelaba. Pero se mantuvo disponible bajo la bandera del autor de la vida, que ahora le pedía traerlo a este mundo. Que Ella, María santísima, nos ayude a vencer y a superar las tentaciones, sobre todo la tentación del desaliento y las más cercanas a cada uno por la condición especial, única e irrepetible que vive como hijo de Dios en su vocación específica. En una carta colectiva, la beata Madre Inés escribía: «Que María Santísima sea nuestra guía en el peregrinar en esta tierra, para que, guiados por su mano, lleguemos con menos tropiezos al cielo» (Carta colectiva de marzo de 1978).

Ahora recemos juntos: Oh Jesús que por amor mío, y por la salvación del mundo, sufriste la agonía y sudaste sangre en la noche de Getsemaní, recibe los sufrimientos, las penas, los dolores y hasta el insomnio en mi vida. No me dejes caer en la tentación y renueva en mí tu pasión salvadora. Haz que ni una sola gota de mi dolor caiga inútilmente. Concédeme ser un ángel de consuelo para ti y para las almas. Amen.

Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.

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