Todos hemos sido testigos de que las grandes transformaciones sociales de fin del siglo pasado y de estos inicios del actual, han cambiado profundamente las condiciones de todo enfermo. En muchas situaciones, la ciencia da una esperanza razonable de curación, o al menos prolonga en mucho los tiempos de evolución del mal, en caso de enfermedades incurables. Pero la enfermedad, como la muerte, no está aún, y jamás lo estará, del todo derrotada. La enfermedad forma parte de la condición humana. La fe cristiana puede aliviar esta condición y darle también un sentido y un valor.
Antes de Cristo, la enfermedad estaba considerada como estrechamente ligada al pecado. En otras palabras, en el Antiguo Testamento el judío estaba convencido de que la enfermedad era siempre consecuencia de algún pecado personal que había que expiar. Existe ahora, entre la vorágine que ha creado la New Age, que revuelve Antiguo Testamento con Budismo, Hinduísmo, Cristianismo y hace una ensalada con todo lo que encuentra, una tendencia muy dañina que consiste en una teoría que afirma que la gente puede curarse sola, incluso de la enfermedad más dañina, simplemente haciendo lo posible para sentirse feliz o pensando de forma positiva, o reconociendo que en cierto modo es la misma persona la culpable de haber contraído la enfermedad. Eso es tremendo, porque el resultado de esta actitud ha sido crear una extendida confusión acerca del grado en que la enfermedad puede quedar afectada por la mente llevando a muchas personas, que se sienten culpables de su condición de pérdida de salud, a la depresión y a la muerte. Tal vez lo peor de esto sea eso, llevar a la depresión a un enfermo que se llega a sentir culpable por padecer una enfermedad como consecuencia de una indignidad espiritual o un desliz moral.
La visión del cristianismo es distinta, vean como la beata María Inés Teresa apunta en una de sus reflexiones: «una persona enferma que sabe aceptar las incomodidades de su estado, las penas, los dolores, se convierte en un dócil instrumento en manos de Dios para lograr que muchas almas se salven». Con Jesús el sentido que se daba a la enfermedad cambió. Él «tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras debilidades» (cf. Isaías 53,4. Mt 8,17). En la cruz, Jesucristo dio un sentido nuevo al dolor humano, incluida la enfermedad: ya no de castigo, sino de redención. Madre Inés, en las constituciones de nuestras hermanas Misioneras Clarisas anotó una sabias palabras: «No se olviden que el apostolado del dolor es muy agradable a Dios y muy eficaz para la salvación de los hombres». La enfermedad une a él, santifica, afina el alma, prepara el día en que Dios enjugará toda lágrima donde ya no habrá enfermedad, ni llanto ni dolor, como expresa una de las plegarias eucarísticas.
Quiero volver la mirada a la figura de san Juan Pablo II —por ser tan cercano a nosotros—, quien después de la larga hospitalización que siguió al atentado en la Plaza de San Pedro, escribió una carta sobre el dolor, en la que, entre otras cosas, decía: «Sufrir significa hacerse particularmente receptivos, particularmente abiertos a la acción de las fuerzas salvíficas de Dios, ofrecidas a la humanidad en Cristo» (Salvifici Doloris n. 23). La enfermedad y el sufrimiento abren entre nosotros y Jesús en la cruz, un canal de comunicación del todo especial. Los enfermos no son miembros pasivos en la Iglesia, sino los miembros más activos, más preciosos... ¡los más ocupados! A los ojos de Dios, una hora del sufrimiento de aquéllos, soportado con paciencia, puede valer más que todas las actividades del mundo, si se hacen sólo para uno mismo.
El enfermo tiene ciertamente necesidad de cuidados, de competencia científica, pero tiene aún más necesidad de esperanza. Ninguna medicina alivia al enfermo tanto como oír decir al médico o a quien le acompaña: «Tengo buenas esperanzas para ti». Cuando es posible hacerlo sin engañar, hay que dar esperanza. La esperanza es la mejor «tienda de oxigeno» para un enfermo. No hay que dejar al enfermo en soledad. Una de las obras de misericordia es visitar a los enfermos, y Jesús nos advirtió de que uno de los puntos del juicio final caerá precisamente sobre esto: «Estaba enfermo y me visitaste... Estaba enfermo y no me visitaste» (cf. Mt 25,35-46). Algo que podemos hacer todos por los enfermos es orar por ellos y con ellos, y ya hemos hablado antes de este tema. Casi todos los enfermos del Evangelio fueron curados porque alguien los llevó ante Jesús o le habló de ellos y le rogó por ellos. La oración más sencilla, y que todos podemos hacer nuestra, es la que las hermanas Marta y María dirigieron a Jesús, en la circunstancia de la enfermedad de su hermano Lázaro: «¡Señor, aquél a quien tú amas está enfermo!» (Jn 11,3).
El camino misionero de Jesús sigue realizándose en y por medio de su comunidad familiar «convocada» por amor, que es su Iglesia, para bien de toda la humanidad, porque el Hijo de Dios con su encarnación, se ha unido en cierto modo con todo hombre. La misión está enraizada en el ser y en la vivencia de Jesús: «Voy al Padre» (Jn 16,28). Todo acontecimiento humano, de éxito y de «fracaso», de salud y de «enfermedad» lleva la impronta de la misión de Jesús que pasó por el mundo haciendo el bien. Jesús vivió y sigue viviendo como «encarnación» y epifanía del amor. Por ser «el amor de Dios encarnado», como dice Benedicto XVI en la encíclica «Deus Caritas est». Jesús dinamiza a toda la humanidad hacia el «misterio pascual». La muerte y resurrección del Señor dan sentido a la existencia histórica humana. «El amor es más fuerte que la muerte» (Cant 8,6). Lo que Jesús hizo por los enfermos, por los pobres, por los necesitados, sigue haciéndose, de algún modo, a través de sus enviados y en su comunidad eclesial.
La misión de Cristo con cada uno es de cercanía, para compartir su misma suerte; es de anuncio y testimonio de Dios Amor; es de donación de sí mismo para construir la «comunión» de hermanos que reflejen la «comunión» trinitaria de Dios Amor. Esta misión no necesita ser reconocida por poderes y privilegios humanos. No hay misión cristiana, si no se realiza en «una vida escondida con Cristo en Dios» (Col 3,3). Los planes de Dios desbordan nuestros planes. Todos conocemos «Historia de un Alma», la autobiografía de la santita predilecta de la beata Madre Inés, esa joven mujer que aquejada por una dolorosa enfermedad, «tuberculosis», vivida en una húmeda enfermería, murió a los 24 años de edad. Para esta jovencita, que había adoptado el nombre de Teresita del Niño Jesús y de la Santa Faz, la identidad vocacional misionera consistía en el amor: «La caridad me dio la clave de mi vocación... Comprendí que la Iglesia tenía corazón... Comprendí que el amor encerraba todas las vocaciones... Por fin he hallado mi vocación. ¡Mi vocación es el amor!... ¡En el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el amor!». Sante Teresita fue canonizada en 1925 y proclamada Doctora de la Iglesia en 1997 por san Juan Pablo II.
Asumir que somos misioneros no es encontrarnos con una idea, sino con «Alguien». A san Pablo, ese «Alguien» se le hizo encontradizo en el camino, el después llamado «Apóstol de las Gentes» se sintió amado por él y quedó invitado a gastar la vida, como «instrumento elegido», para hacerle conocer y amar de todos. San Juan, en su primera carta, sintió la necesidad de anunciar su experiencia de encuentro con «el Verbo de la vida», que él había experimentado como ese «Alguien» que se cruzó en su camino (cf. 1Jn 1,1ss; cf. Jn 1,14.39). Los Apóstoles iniciaron la misión así: «Salieron a predicar por todas partes y el Señor cooperando con ellos» (Mt 16,20).
La «misión» no es, pues, principalmente una idea o un proyecto de actividad, sino la experiencia de un encuentro vivencial con Cristo resucitado que da sentido y plenitud a la vida y nos hace ser su transparencia. Del encuentro se pasa a la misión, por una acción del Espíritu Santo, que infunde una serena audacia para transmitir a los demás la propia experiencia de Jesús. La misión comienza propiamente en el corazón de Dios, que «nos ha elegido en Cristo antes de la creación del mundo» (Ef 1,4). Por esto es «missio Dei», es decir, la misión de Dios. Pero es misión que se realiza en la creación y como «nueva creación» en Cristo bajo la acción del Espíritu Santo, puesto que «todo ha sido creado por él y para él... y todo tiene en él su consistencia» (Col 1,16), dice san Pablo.
La vida es hermosa porque es un «encargo» o «misión», que se nos ha hecho por amor, para comunicar a todos que, en la perspectiva de los planes de Dios Creador y Amor, todo es muy bueno. Los dones de Dios han sido comunicados para compartirlos gozosa y generosamente con los hermanos. Pero esta armonía de la creación quedó resquebrajada por el pecado del egoísmo humano, que es el origen del dolor y de la muerte. Cristo ha venido a rehacer con creces esa armonía primera de la creación. Toda la existencia humana, peregrinación a la Casa del Padre, es «misión». El adentrarse en la «creación» y en la «nueva creación», aún sumergidos en la noche del dolor, es también misión. Pero especialmente dejarse alcanzar por Cristo es «misión». Por esto, ser comunidad eclesial es «misión». El Papa Francisco nos ha recordado, en uno de sus Angelus que «lo esencial del cristianismo es difundir el amor regenerador y gratuito de Dios, con actitud de acogida y de misericordia hacia todos, para que cada uno pueda encontrar la ternura de Dios y tener plenitud de vida» (Angelus del 7 de febrero de 2016).
Cuando se comparten con los hermanos los dones recibidos de Dios, entonces se descubre que todo ha sido creado por su Palabra. Pero esos dones no son todavía el don definitivo: Dios mismo, que se da por medio de Cristo su Hijo, su Palabra personal. El Hijo de Dios se ha hecho «hermano», compañero de viaje en la historia, la única Palabra que da sentido a la vida y al existir humano en todo momento, en todo tiempo y lugar. Cristo sufrió hambre en el desierto y fue tentado por el demonio, sintió cansancio y se quedó dormido en la barca, lloró cuando le dijeron que su amigo Lázaro había muerto, experimentó la soledad humana cuando les preguntó a sus apóstoles: «¿También ustedes van a dejarme?» (Jn 6,67). Con razón san Francisco de Asís gritaba por las calles: «El Amor no es amado». La vida se hace «misión», es decir, «encargo» de compartir con los demás los dones recibidos, esparciendo misericordia, amando sin fronteras. Todo se administra y se comparte, porque todo se recibe para compartir. Cada uno es un destello o «epifanía» del amor de Dios. Todos juntos estamos llamados a ser su reflejo, como comunidad que transparenta la vida íntima del mismo Dios.
Dice la beata María Inés Teresa: «La caridad con el prójimo, me parece que en cierto sentido es la que valora nuestra caridad hacia Dios, pues a Dios por sí solo, es relativamente fácil amarlo, pero si este amor a la vez que se ejercita en actos de puro amor a Él, se aquilata en el amor al prójimo, con el disimulo de sus faltas y rarezas, con nuestras atenciones a él en todas sus necesidades, con nuestro gracioso sonreír a su encuentro, con nuestras continuas peticiones por su bien, con nuestro bien hablar de su persona, con nuestro afecto maternal en fin; entonces sí que es perfecto nuestro amor a Dio». De esta manera, es fácil comprender que Dios no es una «idea», sino que es «Alguien» que está presente en el fondo del corazón, en medio de las situaciones, en los acontecimientos históricos, en los hermanos... El está más íntimamente presente que mi misma intimidad, y también más allá de sus dones y de sus expresiones o «epifanías».
La historia humana la han construido personas y comunidades de todas las culturas y religiones que se han realizado amando. «Dos amores construyeron dos ciudades... La ciudad del mundo la construye el amor de sí hasta el desprecio de Dios. La ciudad celeste (permanente) la construye el amor a Dios hasta el desprecio de sí» (cf. "La Ciudad de Dios", de San Agustín de Hipona). La «misión» consiste en construirse amando y ayudar a construir la comunidad amándose mutuamente, según el proyecto de Dios. «Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del genero humano y de su historia» (cf. Gaudium et spes n.1). «Es la persona del hombre la que hay que salvar. Es la sociedad humana la que hay que renovar» (cf. Gaudium et spes n.3). El sentido de la vida y de la historia no se encuentra en una teoría, sino en la experiencia del encuentro con Cristo, como experiencia de fe que invita a la reflexión teológica, a la vivencia y al anuncio.
Cuando sucede un momento de dolor y de muerte, a nivel personal o comunitario, la «misión» se concreta en «Alguien» que da sentido a la existencia. Cristo ha asumido nuestra historia y la hace partícipe de su misma biografía: «El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado... Cristo, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación... El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre» (Redemptor Hominis, n. 8). En el momento del dolor, en el momento de la enfermedad, en el momento de la prueba, Dios no abandona, porque tampoco ha abandonado a Cristo su Hijo, hermano nuestro, que fue crucificado y que resucitó.
«Ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20) nos dice san Pablo al final de nuestra reflexión. Es a donde hay que llegar cuando se ha descubierto el Amor y se ha dado ese mismo Amor, por eso san Pablo amó entrañablemente a las almas, a todos, a los judíos y a los gentiles. Por eso oró constantemente por todos, por eso sufrió hasta dar la vida amando sabiendo que sus sufrimientos habían fructificado en bien de muchos.
Terminemos nuestra reflexión contemplando a la Virgen María, la Madre del verdadero Dios por quien se vive; la virgen amorosa que baja el mundo a manifestar el amor de su Hijo y digamos:
Ayúdanos Señor, a ser útiles en la medida en que todavía podemos, amando a nuestros hermanos. Sigue derramando tu amor en nuestras almas y por la intercesión de tu Madre Santísima, la dulce Morenita del Tepeyac, fortalece nuestro corazón y nuestro ser vacilantes para seguir salvando muchas almas. Amén.
Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.
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