El 9 de diciembre de 1980, Madre Inés había renovado sus votos de castidad, pobreza y obediencia en la Capilla privada de san Juan Pablo II y rodeada de algunas de sus hijas religiosas. Luego de que el el santo Papa expresara lleno de emoción: «¡Cómo es fiel! ¡Cómo es fiel!» la Madre dijo —con la sencillez que la caracterizaba— a algunas de sus hijas: «¡Hoy ha sido mi "Nunc dimitis"!». La Madre estaba ya gravemente enferma por un cáncer que la había, prácticamente, invadido.
Con un tumor en la cabeza, una columna vertebral sumamente desviada y una acelerada descalcificación, como un corderito, la beata asumía con paz interior la voluntad del Padre sin quejas ni lamentos, sino como un momento de encuentro con la Cruz redentora de nuestro Salvador que le regalaba nueve meses de un intenso sufrimiento, como preparándola a dar a luz el gozo de la vida eterna luego de un caminar como misionera sin fronteras para llevarlo a cuantos corazones tenían algo que ver con el suyo.
Las hermanas Misioneras Clarisas cuentan que el 20 de julio amaneció radiante —dentro de su condición de enferma terminal— con una serie de expresiones sobre la misericordia de Dios. La Madre Teresa Botello compartía este testimonio de aquellos momentos: «Yo le preguntaba: —¿ha podido descansar mi Madre? Me dice: —“No, es que sufro mucho”. —¿tiene muchos dolores, Nuestra Madre? Me dice: “No, no son los dolores físicos los que me hacen sufrir”. —¿Qué le hace sufrir, mi Madre? —“El amor misericordioso de Dios... Teresina, ayúdame a sufrir tú. Le dije: —¿Cómo la puedo ayudar a sufrir? Me dice: —“Confiando más y más en la misericordia de Dios... Dios es todo misericordia”.
Ese mismo día, un poco mas tarde, cuando le servían el desayuno, sentada en la cama porque ya solo ahí permanecía —acababa de superar una bronco-pulmonía que el médico pensaba que no resistiría—, desapareció la fiebre, pero estaba muy débil y dijo con grande unción espiritual y grande respeto: —«Hoy ha sido un día de gracia porque he visto la gloria de Dios... Pero quedan solo tres días de gracia». Ella solía, a los días especiales de dolor, llamarles así: «día de gracia». Pasó todo ese día en una especie de retiro espiritual aunque llena de dolor. El martes 21 volvió a presentarse la fiebre sin explicación alguna, porque se veía superada ya la bronco-pulmonía. Parece ser que desde la noche de ese día ya no veía en absoluto. Algunas de sus palabras de aquellos momentos fueron estas: «Debemos sufrir para comprender que somos pequeños». La beata supo hacer de su cama, la cruz, en la que se conservaba inmóvil, solamente moviendo sus labios para orar, y de vez en cuando hacerlo en alta voz. Sin duda —como decía la Madre Teresa Botello, su vicaria por más de 20 años— en los momentos que ya su alma no podía contener aquella oración encerrada en el corazón.
El miércoles 22 la Madre amaneció nuevamente con fiebre y casi no abría sus ojos. Con una docilidad heroica obedecía a quien le atendía para darle algo de aimento o sus medicinas. «Nuestra Madre, haga esto» le decían quienes la atendían y ella lo hacía, aún con el esfuerzo que aquello le reclamaba. “Nuestra Madre tome esto…” lo tomaba. ¡Que testimonio tan grande de adhesión a la voluntad de Dios! Ese día, por la tarde, como a las cinco o cinco y media, tomó algo de alimento. Al preguntarle si estaba sabroso contestó: «muy sabroso»”. Nada de lo que le llevaban sus hijas religiosas que le atendían era desagradable para ella, todo era «muy sabroso».
Cuando terminó de tomar aquello, la Madre Teresa le dijo: —Ya terminamos Nuestra Madre, gracias a Dios. Y ella repitió con una voz muy clara: —«Sí, gracias a Dios, hemos terminado». Momentos después ella hizo una aspiración por la nariz, como un suspiro, e inmediatamente vino un segundo suspiro que era ya la exhalación de sus últimos momentos. Las religiosas que la rodeaban empezaron a rezar: «Jesús, José y María, os doy el corazón y el alma mía» y una oración que ella repitía tantísimo durante su enfermedad: «Dulce Maria mi querida, dulce encanto de mi amor, dulce para el pecador, dulcísima de mi vida, en esta mi hora postrera, no me niegues tu semblante, mírete yo, Madre amante, mírete cuando me muera. Por tu singular pureza y Sagrada Concepción, todo inmundo pensamiento quita de mi corazón, y pues me proteges tanto, como verdadera Madre, haz que me bendiga el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo».
La Madre Teresa la persignó con el crucifijo que ella quiso tener siempre a su lado y que era con el que había muerto su papá y parece que también Eustaquio su hermano y del cual exclamó antes: —«Con este moriré yo si Él me lo permite y después será Dulce (su hermana menor, también Misionera Clarisa). Cuando aún no estaba grave, con la sencillez y buen humor que la carecterizaban había dicho: —«Lo lavan bien después, porque la gente cuando oye: "con este murió…" le da mucho asco». «¡Que asco puede darnos este adorable crucifijo!» decía la Madre Teresa días después de Madre Inés murió.
En aquellos instantes todas las hermanas se movilizaron. Llegó inmediatamente el médico quien vivía muy cerca y el párroco del lugar, aunque ella ya había recibido la Unción de los Enfermos. El Padre empezó a encomendar su alma a Dios, pues tanto el doctor, como el padre, la encontraron con vida. Una tercera aspiración y la Madre voló al cielo. Le cantaron la Salve, el Te Deum y un canto que a ella le gustaba porque le abría la esperanza del cielo y lo había pedido para el momento de su muerte: «Un día yo iré al cielo Patria mía». Era el día de María Magdalena, cuya fiesta se celebra ahora como Apóstol de los Apóstoles.
Nada más reclinando la cama y las hermanas empezaron a rezarle el primer rosario, terminando el cual se quedamos solamente algunas preparándola con su hábito, las demás se fueron a rezar el Oficio de Difuntos a la Capilla como prescriben las Constituciones de las Misioneras Clarisas. Ya con su hábito completo, la pasaron a la capilla en donde sobre un tablón, parecía que dormía plácidamente como lo haría cuantos años que jamás lo hacia con tantas preocupaciones y cansancio.
Las religiosas designadas para ello, fueron a la funeraria para comprar, como ella lo había pedido, una caja sencilla, de madera solamente y como ella lo había dejado prescrito para todas las Misioneras Clarisas.
Se veló por la noche de manera muy sencilla, sobre una tabla, con sus manitas juntas, su crucifijo sobre el pecho, su carita volteada hacia el lado izquierdo, sus medias, sus zapatos del habito que ella siempre usó, y durante las noches grupos de hermanas, algunas naturalmente permaneciendo ahí toda la noche, pero otras por grupos, tratando de que se estuviera rezando el rosario continuamente, durante todas las noches que la tuvimos en la capilla. Esa misma noche concelebraron dos sacerdotes, tuvo así su primera misa de cuerpo presente. Por la mañana la pasaron a la caja. Todos los asistentes decían que se iba poniendo muy hermosa. Al siguiente día tuvo seis misas de cuerpo presente, porque distintos sacerdotes que la conocían vinieron a celebrar apenas supieron la noticia.
Empezó a llegar a la Casita (Casa general de las Misioneras Clarisas) una gran cantidad de personas de toda clase y condición que querían y admiraban a Madre Inés. Por la tarde llegó primero el Cardenal Agnelo Rossi y concelebró con él Monseñor Kastell. Después, un poco más tarde, llegó el Cardenal Eduardo Pironio (declarado «siervo de Dios» el 23 de junio de 2006). Al siguiente, que ya era viernes, seguía llegando gente y más gente, sacerdotes, religososo y religiosas, laicos de todas edades y condición. Llegó ese día el Cardenal Sebastiano Baggio y por la tarde Monseñor Duraisamy Simon Lourdusamy, quien años después fuera creado Cardenal.
El médico especializado en el caso había dicho que él creía que el cuerpo duraría máximo 30 horas sin descomponerse, porque el calor de Roma en el tiempo de verano es terrible. El doctor creía que la descomposición vendría enseguida. La funeraria dijo que al menor indicio de descomposición del cuerpo cerrarían ellos la caja. Porque las cajas de Roma son muy especiales, dentro de la caja de madera viene una de lamina que se suelda al momento de cerrar la caja.
El sábado, después de 62 horas de estar el cuerpo expuesto, se conservaba sin el menor indicio de descomposición. Algunas personas preguntaban: —«¿prepararon el cadaver? porque despide un perfume muy especial». Entonces, mientras se cantaba el Benedictus, se selló la caja para trasladarla a la parroquia en donde a las nueve de la mañana sería el funeral.
Celebró la Misa exequial el Cardenal Eduardo Pironio y concelebraron 14 sacerdotes. Sus hijas Misioneras Clarisas cantaron una Misa bellísima, con unos motetes precioso. La homilía tuvo palabras muy significativas. Agradeció a Nuestro Señor, el haber dado a Madre Inés ese carisma tan especial y a través de ella una familia misionera a la Santa Madre Iglesia, e impartió la bendición de parte de Su Santidad Juan Pablo II (Hoy ya canonizado) a quien en ese mismo día visitaría y le haría saber que lo había hecho en su nombre. Agradeció, en nombre de la Iglesia y de su Santidad, a Nuestro Señor, el haber dado una Madre Espiritual a la Iglesia.
Colocada la caja en la carroza se inició la procesión al panteón de Prima Porta, en donde descansaron los restos de Madre Inés hasta que, con los años, ya iniciado el proceso de canonización, fueron trasladados a lo que ahora es el Mausoleo de la Capilla de la Casa General de las Misioneras Clarisas, allí mismo en Roma. Años atrás, la beata había escrito: «Permíteme, Señor, que desde tu gloria siga fecundizando la semilla que deposité en la tierra para tu mayor gloria, para que fructifique más y más en las manos de los que me han seguido en las tareas apostólicas... Yo seguiré viviendo en ellos hasta la consumación de los siglos y por lo mismo, mi trabajo no terminará hasta que se clausuren los siglos y empiece la eternidad.»
La Madre María Inés Teresa de Santísimo Sacramento es la primera beata mexicana del siglo XXI. San Juan Pablo II la nombró Sierva de Dios el 29 de febrero de 1992 y el 31 de octubre de ese mismo año, se inició su proceso de canonización. Fue beatificada por disposición del Papa Benedicto XVI el 21 de abril de 2012.
Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.
Que hermosa la muerte de una Santa.
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