«Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda criatura» (Mc 16,15) dice el Evangelio, este Evangelio que es anuncio y fuente de gozo y salvación que nos recuerda que la Iglesia, nuestra amada Iglesia, es misionera por naturaleza (AG 1) y que cada uno de nosotros, desde nuestro bautismo, somos un «discípulo-misionero».
La vocación misionera —siempre válida y actual— llenaba el corazón de la beata María Inés Teresa. Los miembros de la Familia Inesiana somos hijos de un corazón misionero que supo escuchar el Evangelio y se lanzó, como los Apóstoles, a vivirlo: «Ellos fueron y proclamaron el Evangelio por todas partes y el Señor actuaba con ellos y confirmaba su predicación con los milagros que hacían» (Mc 16,20). La beata María Inés Teresa escuchó e hizo vida estas palabras y no le bastó aplicarlo solamente a su persona, quiso una legión de misioneros, quizo que muchos discípulos-misioneros vivieran también este mandato evangélico. Hoy se necesita que muchos digan «Yo también voy».
El Señor, a cada bautizado, le pide la plena entrega de todo su ser para difundir el Evangelio, la Buena Nueva de salvación. Nadie puede replegarse en sí mismo. Hay que abrir la mente y el corazón a los horizontes infinitos de la misión. ¡No hay que temer ser misioneros en medio de este mundo globalizado y contaminado por tantos virus de indiferencia y de un materialismo desmedido! Nuestro tercer milenio necesita de misioneros de la oración, del sacrificio, de la ofrenda de sí mismos en cualquier clase y condición que dejen que el Espíritu del Señor los anime y los sostenga para que, por su testimonio y entrega apostólica, sean muchos más los que conozcan, amen y sigan al Señor.
Cristo se ha quedado en la Eucaristía para ser la fuerza y el sostén de cada discípulo-misionero. Desde el Sagrario nos acompaña en todo momento. En la celebración de cada Eucaristía, él nos alimenta con su Cuerpo y con su Sangre para que nuestro ardor misionero se mantenga vivo en él y se renueve con su Palabra y el gozo de la comunidad bajo la mirada de María, la primera entre los creyentes.
Si cada bautizado, consciente de su condición de discípulo-misionero, se lanzara a dar un gozoso testimonio de la Buena Nueva a los que están cerca y a los que están lejos, este mundo sería diferente. Cada uno es un valioso instrumento del Señor, como lo fue Madre Inés y tantos otros santos que de distinta clase y condición, conscientes de su condición de discípulos-misioneros, no se dieron descanso alguno para anunciar la Buena Nueva. «¡Qué hermoso es ver correr sobre los montes al mensajero que trae buenas noticias! (Is 52,7)
Que nuestro ardor misionero se renueve hoy y cdaa día para anunciar a Cristo con la palabra, con la presencia, con la gracia de nuestro ser y quehacer de discípulos-misioneros. Me parece escuchar a la beata María Inés Teresa que nos vuelve a repetir una palabras que dijo hace mucho tiempo y que siguen siendo siempre actuales: «Dios nos quiere optimistas, trabajadores, generosos en nuestra entrega; vale la pena vivir así y luchar por que los demás lo vivan también, porque la realidad eterna que nos espera, es sublime» (Cartas).
Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.
No hay comentarios:
Publicar un comentario