domingo, 2 de julio de 2017

«LA FUERZA DEL MISIONERO ESTÁ EN SU ORACIÓN»... Enfermedad, ancianidad y misión IV.


La beata Madre Inés, cuando llegaba al final de su vida, ya muy enferma, dejó unas palabras grabadas en una cinta magnética que constituyen su testamento espiritual. Esas palabras que a todos los que las hemos escuchado o leído, en determinado momento nos han acompañado y nos han fortalecido. En ellas, entre otras cosas dice: «A veces quisiera decirles que ya ésta es la última etapa de mi vida –lo siento– y ¿cuánto va a durar? Sólo Dios sabe. Estoy en sus manos…» (“Testamento Espiritual”, Devocionario de las Misioneras Clarisas del Santísimo Sacramento, p. 160.

Ya en su manuscrito titulado «La Lira del Corazón», que muchos también hemos leído, había escrito una hermosa oración que sintetiza lo que un alma que vive en constante presencia del Padre de las Misericordias hace cada día: «Me pongo en tus manos; me entrego a tu amor, a tu bondad, a tu generosidad; haz de mí lo que tú quieras, pero dame almas, muchas almas, infinitas almas. Dame almas de niños, de pecadores; dame todas las almas de los infieles… y yo te doy mi vida, mi corazón, mi ser todo entero. ¡Haz de mí lo que quieras, mas déjame vivir y morir en tu amante Corazón, para que ahí se caldee el mío y pueda a mi vez calentar las almas que se acerquen a mí. Que todos te conozcan y te amen, es la única recompensa que quiero» (“La Lira del Corazón", p. 159.

La oración es fuerza y sostén del alma misionera. En la misma «Lira del Corazón», La beata afirma que «la oración es la vocación esencial de todo misionero» (Cf. “La Lira del Corazón”, p. 163). La enfermedad y la ancianidad, constituyen un tiempo y un espacio privilegiado para profundizar en la oración. Ya san Juan Pablo II nos lo recordaba en uno de sus mensajes para la Jornada Mundial del Enfermo: «Las personas ancianas tienen en general más tiempo para prestar más atención a las cuestiones más profundas de la vida, de la muerte y de la eternidad. Es verdad. Pero sin necesidad de esperar a que seamos ancianos o estemos enfermos —aunque puede ser que nos encontremos ya en esta situación— podemos aprender de ellos. Pensar en la vejez y en el fin de la vida sobre la tierra no es pensar en algo lúgubre y macabro. Al contrario, arroja una luz resplandeciente sobre nuestra existencia presente y nos lleva a valorar mejor cada instante de nuestra vida presente» (Mensaje para Jornada Mundial del Enfermo en 2005).

Vuelvo ahora al relato del testimonio anónimo que les he compartido en la reflexión anterior. «Quiero afirmar, —dice la autora—, que creo "muy fuerte" en la eficacia de la oración; la oración no dispensa, es cierto, de la acción que sigue siendo posible; pero ella es nuestro indispensable sostén. La oración es la más elevada "actividad" cuando se vuelve imploración, alabanza, adoración. Considero honesto precisar dos cosas: 1) Si yo fuera no creyente tendría menos inquietud por los otros. (Los no creyentes pueden ser muy entregados… yo no puedo sin Dios). 2) Estoy muy auxiliada, colmada por el sostén que el Señor me da a través de su Iglesia (sacerdotes y laicos): Sacramentos, la Eucaristía, reuniones de oración… "Presencia... (A.M. Besnard, O.P. “Horizontes para la Tercera Edad”, México 1990, p.p. 28-29). Esa es la clave: «Presencia». Es la oración de presencia la que sostuvo el caminar de la beata Madre Inés, de san Juan Pablo II y de muchas almas más. 

Se cuenta de santa María Soledad Torres Acosta, que era muy pequeñita de estatura, que era tan bajita que cuando salía a la calle ella misma oía las expresiones de la gente que decía: «¡Qué monjita tan chiquita!». Su exterior, dice uno de sus biógrafos, no tenía nada de notable. Pasaba inadvertida, de manera que las aspirantes no lograban descubrir quien era la fundadora y superiora general de la congregación que ella había fundado: Las “Siervas de María” (Recientemente, es España, se acaba de estrenar una película de su vida).

Padeció 30 años una rara enfermedad del estómago y estaba enferma de asma, no veía bien, durante bastantes años usó unos lentes de fondo de botella. Un sacerdote famoso de aquellos años cuenta: «Recuerdo que alguna vez, estando con el padre Gabino y la madre Soledad en el recibidor de la Casa Madre, mientras ellos trataban cosas del instituto, miraba yo a la madre y, viéndola tan pobrecita en la apariencia y sabiendo que había hecho tantas fundaciones, decía yo interiormente: —Aquí está el dedo de Dios» (Pablo Panedas Galindo, “Con María junto a la Cruz” (Santa María Soledad y las Siervas de María, su espíritu, B.A.C., Madrid 1984, p.p. 245-246). Sin duda hablamos de una mujer extraordinaria en la oración, como la beata Madre Inés, que entre otras cosas dice: «¿Quién será el hambriento que, junto a una mesa espléndidamente servida e invitado por el dueño a comer lo que guste no lo haga?... nos morimos de sed y de hambre, solamente por flojera, por no hacer nuestra oración» (Carta circular de marzo de 1960). 

¿Que significa, pues, vivir esta oración de presencia de la que hablamos? Significa vivir mirando, contemplando, buscando ser discípulo del Señor en todo momento y lugar. Significa luchar cada día por descentrar todas aquellas cosas o aquellas personas que están ocupando el lugar sagrado que a Dios le corresponde. Significa tener una intensa vida de oración que me permita ir teniendo cada vez más intimidad con él. Significa hacer que mi oración se haga vida buscando practicar el bien y la verdad en cada momento y vivencias de mi diario existir. Significa vivir intentando hacer las cosas ordinarias de manera extraordinaria. Significa desterrar de la vida la mediocridad. Dice Madre Inés: «Que se acaben las mediocridades, que viva vida santa, muy agradable a Ti; da a mi corazón alas de paloma para volar a Ti en todo momento, y ojos de águila para tenerlos siempre fijos en Ti...» (Ejercicios Espirituales de 1933). 

Pero para vivir en este estado de oración de presencia, es necesario tener un profundo conocimiento de él a través de la oración personal y comunitaria, una práctica amorosa de los sacramentos, una meditación asidua de la palabra de Dios —en especial los evangelios— y la práctica de buenas obras. Aquí hay una especie de círculo virtuoso: a mayor experiencia de Jesús, mayor deseo de practicar el bien y, a mayor práctica del bien, mayor deseo de conocer a Jesús para vivir en su presencia. Y quien vive en esta oración de presencia, sabe que no puede lograr hacer nada bueno sin Él. Jesús mismo nos dice en Juan 15, 5: «sin mí no pueden hacer nada». Es muy importante quitar esa vanidosa ilusión de que somos capaces de llevar a cabo bien el proyecto de nuestra vida sin vivir en constante oración.

Es verdad que aparentemente algunas cosas nos pueden salir bien: tengo un buen trabajo, todo va bien en la misión, me encanta mi grupo parroquial, etc. Pero la vida es un conjunto estructurado y no experiencias aisladas. Y quien no tiene la vida centrada en Jesucristo, tarde que temprano el edificio de la vida empezará a caerse, ya que dice Jesús que «ninguna rama puede producir fruto por sí mismo, sin permanecer unida a la vid, y lo mismo les ocurrirá a ustedes, si no están unidos a mí» (Juan 15, 4), porque Jesús es la vid y nosotros los sarmientos (cf. Juan 15, 5). 

No cabe duda que el sufrimiento humano, la enfermedad y el dolor, constituyen uno de los misterios más profundos de la existencia humana y ofrecen un espacio privilegiado para encontrarse con Cristo, el «varón de dolores» y fortalecer la oración de presencia. El Concilio Vaticano II ha expresado con claridad esta realidad: «Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera del Evangelio nos envuelve en absoluta oscuridad» (GS 22,6). El valor salvífico de todo sufrimiento en nuestra vida de bautizados, aceptado y ofrecido a Dios en oración constante, deriva del sacrificio de Cristo, que llama a los miembros de su cuerpo místico a unirse a sus padecimientos y complementarlos en su propia carne (Cf. Col 1,24). Por eso, vale la pena, que en nuestros momentos de oración, nos adentremos en el valor del sufrimiento, animándonos a ofrecer los dolores y sufrimientos a Dios como medio de santificación personal y salvación de las almas, recordando que somos discípulos y misioneros de Jesucristo, como nos lo ha recordado la V CELAM de Aparecida, en Brasil.

Hoy día están muy de moda los cursos de superación personal. Y es fácil encontrar cursos para superar el estrés, para ser mejor padre, para ser mejor estudiante, etcétera. Yo no dudo que los libros y los cursos puedan llegar a ser —cuando son auténticos y honestos— grandes ayudas para las personas, pero no cabe la menor duda de que absolutamente nada puede suplantar a la experiencia directa de las cosas, de la vida. Y así como difícilmente alguien aprendería a nadar con sólo leer un libro y sin arrojarse al agua para intentar flotar en el agua y desplazarse en su superficie, difícilmente podríamos aprender a hacer muchas cosas si no estamos dispuestos a practicarlas, a vivirlas, a experimentarlas en carne propia.

Admiro mucho a las personas que tocan con maestría algún instrumento musical, como el piano, el arpa, las percuciones o la guitarra, o que han desarrollado una voz fantástica. Me encanta escuchar a violinistas de alta calidad que dominan plenamente su instrumento. Sé que todo mundo ha oído hablar de Richard Claiderman o Plácido Domingo y entiendo que para que alguien domine un instrumento musical o cualquier otro arte, necesita no sólo de talento natural, sino sobre todo de largas horas de práctica que le vayan permitiendo adquirir la habilidad necesaria para que el instrumento se vaya convirtiendo en una especie de extensión de su cuerpo. Si esto sucede en la música, el ballet o la pintura, ¿cómo alguien puede pensar que puede llegar a aprender a orar sin dedicar tiempo especial para tan hermoso «arte de la oración»? Orar es un arte y, como todo arte, requiere de parte nuestra de la práctica continua, la cual permite que alguien pueda dominar el arte de la oración, al grado de llegar a sentirla como parte indispensable de la vida, ya que produce una profunda sensación de estabilidad, seguridad, fortaleza, sabiduría y paz.

Pero viene ahora una pregunta: ¿por qué muchas personas que están enfermas y hacen oración no tienen sabiduría para valorar el sufrimiento, ni fortaleza para soportar los momentos adversos y mucho menos paz para vivir disminuidos o tienen muy poco de esto? ¿Será que la oración tampoco posee la eficacia necesaria? Decía que la oración es un arte, y por lo tanto requiere de nuestro esfuerzo continuado y perseverante para su efectividad. No podemos evitar el esfuerzo en el delicado aprendizaje de la oración. Testigos de esto son miles y miles de personas que durante el correr de los siglos nos han hablado de la grandeza y belleza de la oración. Y fueron personas que vivieron de manera tan integra y auténtica que no podemos dudar (dicho por ellos) que el secreto de sus vidas fue la oración.

Para el creyente enfermo, lo mismo que para el que está sano, la oración es una necesidad sea cual sea su edad, vocación y condición de vida. Cada casa, cada parroquia, cada convento, cada seminario, cada espacio donde hay un cristiano, tiene que ser considerada como una auténtica escuela de oración, un lugar en donde cualquier persona pueda encontrar un espacio que le permita aprender el arte de la oración para relacionarse con Dios que nos acompaña siempre y en todo lugar, porque, como decía Teilhard de Chardin «No somos seres humanos teniendo una experiencia espiritual, somos seres espirituales teniendo una experiencia humana» (Teilhard de Cahrdin en "Fusion Anomaly"). Para muchos enfermos, la oración se reduce solamente a la petición, convirtiendo Dios en una especie de mago que tiene una varita mágica que todo lo resuelve, o en una especie de comerciante que necesita velas, flores o promesas, y que a cambio está dispuesto a darnos lo que sea, incluso lo que no conviene para nuestra salvación (como mucha gente ilusamente lo cree, olvidándose que Dios es un Padre que no puede darnos lo que nos puede dañar). Con este error mucha gente que estando enferma tiene tiempo para orar, ha dejado a un lado los modos más ricos de oración, los que verdaderamente hacen crecer, los que dan fortaleza, sabiduría y paz. Los que llenan la vida de amor y de luz. 

El primer elemento necesario para hacer oración es tener fe: tener fe que Dios está dispuesto a recibirnos con mucho amor y a brindarnos todo su apoyo; tener fe en la oración misma como un medio muy poderoso capaz de transformar la vida y de darle profundidad y sentido, propuesta por Jesús mismo, testificada por tantos hombres y mujeres de todos los tiempos y altamente recomendada por la Iglesia. Un segundo elemento necesario es la firme decisión de orar. Hay que dejar a un lado los pretextos y las justificaciones inútiles (no sé cómo, no tengo tiempo, no le entiendo, me duele la cabeza, etc.) y decidirse ya a hacer oración.

En el caso de los enfermos o ancianos ya postrados o con muy poca actividad motriz, la oración ayuda al enfermo y a quien esté con él, a aceptar el dolor y a afrontar los sufrimientos con alegría y amor, haciendo de la misma condición de enfermedad una oración y una ofrenda a Dios. En uno de sus tantos discursos a los enfermos, san Juan Pablo II dijo: «Ustedes los enfermos son muy poderosos, como Jesús en la Cruz. Me encomiendo a sus oraciones, hijos míos; utilicen ese gran poder que tienen para el bien de la Iglesia, de sus familias, de toda la humanidad. ¡Pueden tanto!». En la última Jornada Mundial de la Juventud en la que el santo participó, con una de sus últimas sonrisas plenas y abiertas, dijo a los jóvenes: «Soy un joven de 83 años» (Valentina Alazraki, “En nombre del amor, Juan Pablo II, memoria de un hombre santo”, Ed. Planeta, México 2006. p. 191). 

Dice san Pablo a los Corintios: «Por eso no nos desanimamos; al contrario, aunque nuestro exterior está decayendo, el hombre interior se va renovando de día en día en nosotros. No se pueden equiparar esas ligeras pruebas que pasan aprisa con el valor formidable de la gloria eterna que se nos está preparando» (2 Cor 4,16-17).

Pidamos, para terminar nuestra reflexión, a la Virgen María, que ella nos otorgue el don de apreciar la oración y de experimentar siempre el deseo de orar sin desfallecer. Ella no supo de enfermedad, pero supo mucho de contradicciones, de zozobras y de dolores que a veces son más penosos que la misma enfermedad. Ella, la mujer orante, nos acompaña en esta escuela de oración que es la misma vida, ella nos enseñará a no perder la oportunidad de encontrar a Jesús en la oración de presencia, en medio de las circunstancias difíciles de la vida, aún las humanamente más desfavorables. 

Acudimos ahora a ella y le decimos orando: Madre, no nos dejes, haz que en medio del dolor, de la enfermedad y del sufrimiento, busquemos a tu Hijo. Enséñanos a tenerlo como el primer Amor en la oración y que allí se sacie y se aumente nuestro deseo de estar con Dios eternamente. Amén.

Alfredo Delgado, M.C.I.U.

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