miércoles, 5 de julio de 2017

LA FUERZA DEL MISIONERO ESTÁ EN FIJAR LA CRUZ EN SU CORAZÓN... Enfermedad, ancianidad y misión VIII.


Hace relativamente poco tiempo, en varias naciones del mundo se dio una situación que llamó la atención y que ha seguido. En diversos países se empezó a hacer presión para retirar el crucifijo de los salones de las escuelas y universidades y de los lugares públicos, y alguien, el predicador de la Casa Pontificia, el padre Raniero Cantalamessa O.F.M. Cap., decía: «Nosotros, los cristianos, lo debemos fijar más que nunca en las paredes de nuestro corazón» (Ejercicios Espirituales a la Curia Romana, 7 abril 2006).

En la reflexión anterior de esta serie que comparto sobre estos temas de «Enfermedad, ancianidad y misión» hablé de la muerte, recorriendo el testamento de san Pablo, el de san Juan Pablo II y el de la beata Madre Inés. Ahora me detendré en el tema de la Cruz, porque el misionero, si quiere ser fuerte y llegar con entereza a ese momento de la expiración, debe caminar al Calvario y entrar en la Pasión del alma de Jesús, que es mucho más dolorosa que la que se puede sufrir en el cuerpo, para desvelar, uno a uno, todos los elementos que confluyeron en ella, y llenarse de valor para la entrega del último momento. El misionero debe pasar de la contemplación de la Pasión, a la propia respuesta a ella, pues como subraya el Apóstol Pablo, Jesús «fue entregado a la muerte “por nuestros pecados”» (Rm 4,25). Y la Pasión, inevitablemente, nos es ajena mientras no se entra en ella por esa puertecita estrecha del «por nosotros». Conoce verdaderamente la Pasión sólo aquel que reconoce que es también obra suya.

La «pasión» de Jesús forma parte de su misterio pascual. Indica su sufrimiento, especialmente desde Getsemaní hasta la cruz, pero como «paso» o «Pascua» hacia la resurrección. Jesús mismo profetizó varias veces su pasión, señalando siempre el objetivo redentor por medio de su muerte y resurrección (cf. Mt 16,21; 17,22-23; 20,17-19.28). En la tradición de la Iglesia y en la vivencia de los santos, se ha recalcado siempre que la verdadera causa de la pasión y muerte de Cristo han sido nuestros pecados (cf. CEC 598). El egoísmo humano va produciendo, a través de la historia, estas expresiones de injusticia y de muerte de los inocentes; pero el caso típico es lo que se ha hecho con Jesús, el hijo de Dios, que vive y sufre en cada corazón humano (cf. Mt 25,40).

La perspectiva en que se mueve Jesús es la de la Pascua, como realización de la Nueva Alianza o pacto de amor. Por esto, Él afronta la pasión como «esposo» (cf. Mt 9,15; 22,2). En esta perspectiva pascual, la pasión es para Jesús «la copa de bodas» que el Padre le ha preparado, para dar la vida por su esposa la Iglesia (cf. Jn 18,11; Lc 22,20; Mc 10,38). El «da la vida» así, como esposo de toda la humanidad (cf. Jn 10,15-18). Sus últimas palabras y su costado abierto (cf. Jn 19,34-37), son la expresión de una vida donada, que se ha convertido en la razón de ser de la vida de los santos: «Murió por todos, para que los que viven, no vivan ya para ellos, sino para el que ha muerto y resucitó por ellos» (2Cor 5,15).

Por medio de los sacramentos, el cristiano recibe el fruto de este sacrificio. Por medio de los sufrimientos transformados en donación, puede «unirse más íntimamente a la Pasión de Cristo» (CEC 1521) y «completar» sus sufrimientos (cf. Col 1,24). En la Eucaristía se hace presente el sacrificio redentor de Cristo «La justificación nos fue merecida por la pasión de Cristo, que se ofreció en la cruz como hostia viva, santa e agradable a Dios y cuya sangre vino a ser instrumento de propiciación por los pecados de todos los hombres» ( CEC 1992). La meditación de la pasión de Cristo siempre ha sido una constante de la vida de los santos, y debe serlo en la vida del misionero. La pasión se ha presentado siempre como un itinerario de santidad. Un conocerse a sí mismo a la luz del amor de Cristo, para decidirse a amarle y hacerle amar con su mismo amor. La predicación y la meditación de la Pasión son un momento privilegiado para acelerar este itinerario de santidad y de misión. A veces se ha expresado este itinerario por medio de las llagas de Cristo: por sus pies (purificación) y sus manos (iluminación), hacia su Corazón (unión).

Según la enseñanza de los santos, como puede verse en las meditaciones de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, la pasión se medita desde los sentimientos o amores de Cristo. En realidad, se trata de «tener los mismos sentimientos de Cristo Jesús» (Flp 2,5) en su «anonadamiento» y en su «glorificación» (cf. Fil 2,5-1). Se intenta entrar en sintonía con Cristo, hasta experimentar «dolor con Cristo doloroso» (San Ignacio de Loyola, tercera semana de los Ejercicios Espirituales). Jesús fue prendido en el Huerto de los Olivos, allí el Señor experimentó en su propia carne hasta que punto una experiencia crucial es capaz de derribar las más firmes voluntades. «Me muero de tristeza: quédense aquí y velen conmigo. Y adelantándose un poco cayó rostro en tierra y oraba diciendo: Padre mío, si es posible, que pase y se aleje de mí este cáliz. Pero no se haga mi voluntad sino la tuya» (Mt 26,38-39).

Algunos comentaristas, estudiosos de la Sagrada Escritura, siguiendo el ejemplo de los santos, han dado mucha importancia a la meditación sobre Getsemaní, a modo de «clave» para entrar en los sentimientos de Cristo. Se quiere captar la interioridad de Cristo desde sus mismas palabras y gestos, a partir de su amor al Padre y a toda la humanidad, hasta dar la vida en sacrificio. Este amor es fuente de dolor. Dios no es amado («el Amor es amado», dice San Francisco de Asís). La humanidad está en pecado —del que Cristo se hace responsable—, su donación total se encuentra con el aparente «silencio» de Dios expresado en el sudor de sangre en Getsemaní y en el «abandono» en la cruz. La predicación y la meditación de la Pasión, ha sido llamada «la escuela de los santos y de los apóstoles», precisamente como momento privilegiado para entrar en sintonía con la interioridad de Cristo, para «crucificarse"» con él (Gal 2,19; 1Cor 2,2). Esa es la clave para captar la reacción de los «santos», no sólo ante la persecución, sino principalmente ante las humillaciones, la marginación por parte de los demás, y el conocimiento claro de la propia falta de generosidad ante tanto amor de Cristo. De esta sintonía ha nacido el «celo de las almas», como contagio de la «sed» de Cristo en la cruz (Es el caso, entre otros, de Santa Teresita del Niño Jesús). Las dificultades del apostolado, en medio de la adversidad por la enfermedad, la ancianidad o alguna otra debilidad, se convierten en una nueva maternidad eclesial a ejemplo de María al pie de la cruz (cf. Jn 16,21-23; Gal 4,19).

San David Uribe, santo mexicano que forma parte del grupo de 25 mártires encabezado por san Cristóbal Magallanes, que nació en 1881 y murió fusilado el 12 de abril de 1927, cuando manifestó que quería ser sacerdote, platicó con su papá y le dijo que sentía llamado al sacerdocio, el papá le dijo: «Se acerca el tiempo en que los sacerdotes serán perseguidos, maltratados, ultrajados y a muchos los matarán». David le contestó: «Esto no me da miedo; ojalá tuviera la dicha de dar mi vida por Jesús». En febrero de 1927, dos meses antes de ser fusilado escribió en una carta: «Si fui ungido con el óleo santo que me hizo ministro del Altísimo, ¿por qué no he de ser ungido con mi sangre en defensa de las almas redimidas con la sangre de Cristo? Éste es mi único deseo, éste es mi anhelo». El apóstol ama a Cristo y sólo a Él. El encuentro diario y profundo con Jesús, fortalece el corazón del misionero y lo lleva a unirse a Él en su pasión. Dice la beata María Inés: «Sabes que a pesar de mi fragilidad y mi miseria, sólo a Ti te amo, pero quiero amarte, no a medias, sino con toda mi alma, con todas mis fuerzas, con pasión» (Ejercicios Espirituales de 1933).

Nadie puede llegar a dar la vida por Cristo si no se encuentra con Él. Para vivir la vocación plenamente «se requiere, ante todo, valor y la exigencia de "vivir íntimamente unidos" a Jesucristo» ( Pastores dabo vobis 46). La beata María Inés, reflexionando en todo esto escribe: «¿Qué cosa en la vida podrá parecernos dura? ¿Qué humillación, qué desprecio, qué desolación, qué dolor podrá parecernos grande si comparamos esto a las humillaciones de Jesús, a sus deshonras, a sus afrentas, a sus desolaciones, a sus abandonos? Todo es nada comparado con lo que «el Maestro» sufrió por mí: entonces yo, por amor a Él; aceptaré con alegría todo lo que me venga de penoso, de doloroso; y más aún, iré a buscarlo, así como el Señor fue al encuentro del traidor Judas» (Notas Íntimas).

No sabemos si el Señor nos encuentre dignos del martirio de sangre, pero, ciertamente, a lo largo de nuestra vida consagrada, hemos descubierto ya la presencia de un martirio de la vida de cada día, en el constante «entregarlo y hacerlo todo por amor al crucificado», buscando hacer la voluntad de Dios, ejercitando nuestro compromiso bautismal. Dice Madre Inés a los miembros de la Familia Inesiana por ella fundada: «El cumplimiento amoroso de sus deberes es una de las características de un misionero. Todos y cada uno haciendo lo que la obediencia le haya encomendado y como se lo hayan ordenado sin inmiscuirse en lo de los demás. En todas las casas hay muchísimo quehacer, cada uno se va a poner a desempeñar lo suyo con amor, con alegría y ayudar a sus hermanos siempre que le sea posible» (Carta circular de 1958).

San Pablo, que bien supo de sufrimiento, de dolor y de pasión, escribe: «Nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; más para los llamados, lo mismo judíos, que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1 Cor 1,23-24). Él predicaba con implacable ardor, porque tenía grabada en su propia vida, la contemplación de la Pasión. Gozos, penas, alegrías, tristezas, tentaciones del ser humano, no le son ajenas a Dios. En Cristo crucificado Él lo comparte todo. El amor que Dios nos tiene es tan grande que se ha identificado con nosotros y lo ha entregado todo. «Quien quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su Cruz de cada día y sígame» (Mc 8,34).

El Papa Emérito, Benedicto XVI, en el discurso que en la Navidad del 2005 dio a la Curia Romana decía: «El sufrimiento de Dios crucificado no es sólo una forma de sufrimiento al lado de los demás... Cristo, sufriendo por todos nosotros, confirió un sentido nuevo al sufrimiento, lo introdujo en una dimensión nueva, en nuevo orden, el orden del amor... La Pasión de Cristo en la Cruz ha conferido un sentido radicalmente nuevo al sufrimiento, lo transformó desde dentro... Es el sufrimiento lo que quema y consume el mal con la llama del amor... Todo sufrimiento humano, todo dolor, toda enfermedad encierra una promesa de salvación… debemos hacer lo posible para que los hombres puedan descubrir el sentido del sufrimiento y unirlo al sufrimiento de Cristo» (L’Osservatore Romano, 23 de diciembre de 2005). 

La Cruz nos acompaña cada día, la cruz es la compañera inseparable, la dulce compañera que, cuando se sabe aceptar y amar, llena de dicha todos los intereses de la vida. Desilusiones, incomprensiones, malos entendidos, problemas, fracasos, burlas, acusaciones, zancadillas... no nos pueden detener ni vencer. Vamos tras un Jesús crucificado y vamos con la propia cruz que a veces es la enfermedad, el dolor, la incomprensión, la soledad, la debilidad. Una vida sin problemas no sería una vida cristiana, porque sería una vida sin cruz.

Quiero ahora colocar aquí otro testimonio, es el testimonio de una muchacha italiana, llamada Ileana, quien descubrió a los 21 años que tenía una enfermedad incurable. Sufrió mucho, porque no entendía como es que, tan joven, habría de vivir así esperando la llegada de la muerte. El 2 de abril de 2005, cuando ya era de noche, vio llorar a su madre frente a la televisión y se acercó. El toque de las campanas anunciaba el fin de la agonía de san Juan Pablo II. De repente se dio cuenta de que estaba rezando con su madre llorando, en medio de un diluvio de lágrimas que inundaba el mundo, por la muerte de alguien a quien nunca quiso escuchar, la vida de aquel gran hombre, se había apagado como una vela, después de haber encendido otras miles. Fue el tiempo de la reflexión y del silencio. «En ese momento, —dice la chica—, vislumbré por primera vez el proyecto que Dios tenía para mí. Entendí que el sufrimiento que me había dado hacía posible que esa noche captara e hiciera mío el testimonio de Juan Pablo II: El Papa había aceptado plenamente su sufrimiento para que nosotros aceptásemos el nuestro y lo mostráramos al mundo. Los hombres necesitan ver que además del propio dolor, existe el de los demás, necesitan compartirlo para poderlo soportar. Durante años no había entendido la razón por la cual Juan Pablo II había continuado estando a la cabeza de la Iglesia, a pesar de su enfermedad y sus crecientes limitaciones. Entendí sólo después de su fallecimiento, que la enfermedad estaba destruyendo su cuerpo, pero reforzando su alma. Sólo esa noche comprendí que un cuerpo sin alma, no podía sobrevivir, mientras un alma podía resplandecer después de la transformación de la materia» (Valentina Alazraki, “En nombre del amor, Juan Pablo II, memoria de un hombre santo”, Ed. Planeta, México 2006. p.p. 196-197).

Después de dos meses exactos de la muerte de san Papa Juan Pablo II, esta chica pudo, a pesar de su salud bastante deteriorada, visitar la tumba del santo y cuenta que, desde ese día, decidió que aceptaría su cruz, la cruz de aquella enfermedad incurable, porque la compartiría con él. A partir de aquel momento, a pesar del empeoramiento de la enfermedad, encontró la fuerza para seguir adelante en su camino, por doloroso que fuera. El Papa Juan Pablo II había optado por no bajarse de la Cruz y quiso consumirse hasta el extremo de sus fuerzas. Su testimonio fortaleció a Ileana y a muchos más. 

«Llevar la cruz sólo con la fuerza humana, es exponerse a derrotas inesperadas. Llevarla con los estímulos de la creencia en la bondad infinita, es asumir una actitud que presta al hombre auxilios vigorosos para alcanzar espléndidos triunfos en los más amargos trances de la vida» (Miguel Rizzo Jr., “Sufrimiento Victorioso”, Ed. Alba, México, 1938, p. 74).

La Escritura nos dice que al pie de la Cruz del Crucificado estaba María su Madre. La Madre del Señor y Madre nueestra, la que más sabe del amor a Dios y a la humanidad. Cristo nos deja en sus manos para que podamos llevar la cruz de cada día. Pensando en cada uno de nosotros, desde la cruz, le dice: «Mujer, ahí tienes a tu hijo» (Jn 19,26).

Recemos juntos: Señor Jesús, que moriste por mí, cuatro cosas hoy te vengo a pedir: Paciencia para sufrir, fuerza para abrazar la cruz, valor para resistir hasta el finaly serenidad al momento de partir. Amén.

Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.

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