Desde que la Palabra Encarnada, Jesucristo, asumió nuestra naturaleza humana, pertenece también, como todos nosotros, al mundo del «tener y no tener». De ahí, que es de Cristo mismo de quien aprendemos el significado verdadero de la pobreza evangélica, porque el Señor Jesús no se pertenece en nada —Dios de Dios, Luz de Luz—. Su mismo ser pertenece al Padre y a nosotros, a los que ha sido enviado en misión de amor.
La pobreza evangélica es algo que el que quiere seguir a Cristo más de cerca no puede hacer a un lado. La pobreza, vivida como seguimiento del Señor, no puede limitarse al mero atenerse a una reglamentación de orden económico y financiero de alguna institución. La pobreza evangélica implica un don de sí, de la misma manera que constituye el ser mismo del Señor, que engloba su ser casto (puro) y obediente. Eso es lo que San Ignacio llamaba «suma pobreza espiritual» (EE 147), don que debe pedirse en un coloquio, de corazón a corazón, con el Señor pobre, porque se trata de una conversión del corazón.
Para que el discípulo y misionero sea pobre evangélicamente, debe cultivar conscientemente los mismos sentimientos de Cristo, quien siendo de condición divina, no hizo alarde de ello, sino que se humilló, tomando la condición de siervo y haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz (cf. Flp 2,6-8). Siendo rico, se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Cor 8.9). Y ha elegido identificarse con los pequeños (cf. Mt 25,31-46).
Jesús nació pobre —el más pobre entre los pobres— nació en un establo y fue recostado en un pesebre. Ante el misterio de Cristo recién nacido, la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento hace esta reflexión: «Todo lo que puede tener de despreciable y repulsivo en sí la pobreza, desaparece en vista de este Niñito adorable, quien siendo Dios elige para sí una manera tan desusada para nacer, con un séquito de privaciones y pobrezas, que después de Él, ninguno ha venido al mundo como Él» (Ejercicios Espirituales de 1941).
Sí, como ella dice: «ninguno ha venido al mundo como Él». Su nacimiento fue el de una persona pobre, muy pobre, la más pobre, pues nació en un establo y su madre lo colocó en un pesebre (Cf. Lc 2,7c). Es más, desde antes de nacer, experimentó la pobreza en el seno materno, porque no había lugar «para ellos» en las posadas. Desde bebé fue llevado a otro país (Mt 2,13-18). Luego, su vida toda fue la de un pobre que durante treinta años vivió en una familia en la que su padre se ganó el pan de cada día trabajando como carpintero, y Él mismo compartió este trabajo. Fue siempre pobre y era conocido como «el carpintero» (Mc 6,3). Después, en su vida pública, Jesús dijo de Él mismo: «El Hijo de Hombre no tiene donde reclinar su cabeza». Ejerció un extenso ministerio, durante tres años, en los que evangelizó a los pobres, dio la vista a los ciegos y redimió a quienes eran cautivos de diversas dolencias
En su ministerio misionero, Cristo recorrió aldeas y pueblos, privilegiando a los pobres cuyas dolencias y miserias curó, aun contra prejuicios institucionales. Murió en la cruz. En su Triduo Pascual, nos redimió de la dolencia más radical, la del pecado. Murió sobre una cruz como un esclavo, literalmente despojado de todo. En su humanidad, Cristo nos mostró la gloria de Dios, como amor fiel que brilla en las tinieblas del mundo. Esa gloria de Dios pudimos contemplarla en Belén, como la omnipotencia de Dios reducida, por amor a los hombres, a la impotencia de un niño recién nacido y envuelto en pañales. En el Tabor, admiramos su gloria en el brillo deslumbrante de su ropa resplandeciente y en su rostro transfigurado. En el Gólgota la adoramos en su rostro desfigurado como el Siervo de Dios, despreciado, desecho de hombres, varón de dolores ante quien se oculta el rostro. La omnipotencia de Dios se manifestó allí en la impotencia de un varón semidesnudo como cuando había nacido, clavado en una cruz, coronado de espinas y con el costado herido. Se trata del amor manifestado como la vida que se entrega voluntariamente: «la sangre», y se comunica libremente: «el Espíritu».
Pero ese Jesús pobre materialmente es el «Rey del universo». Así lo anuncia el letrero que corona su cruz, en latín, griego y hebreo —INRI— (Jesús Nazareno, rey de los judíos). Y así nos lo recuerda la fiesta de Cristo Rey que celebramos cada año, el último domingo del tiempo ordinario en la liturgia, antes de iniciar el Adviento, coronando con ese título al que está despojado de todo, porque lo ha dado todo. Él es el único Salvador de todo el que siente la necesidad de un médico y un redentor. Él, el que eligió ser pobre hasta el fondo.
Este es el Cristo que contemplan los pobres de nuestro mundo globalizado y de mercados abiertos de libre comercio, sujetos sólo a las exigencias de la oferta y la demanda, del tráfico de armas y drogas, de la marginación, la desnutrición y la cultura de la muerte. Con razón, san Juan Pablo II decía: «la pobreza evangélica es un valor en sí misma, en cuanto evoca la primera de las Bienaventuranzas en la imitación de Cristo pobre. Su primer significado, en efecto, consiste en dar testimonio de Dios como la verdadera riqueza del corazón humano» (Vita Consecrata 90).
Jesús, a todo aquel que llamaba e invitaba a seguirlo, le pedía que compartiera su misma pobreza mediante la renuncia a los bienes, fueran pocos o muchos. Es el caso de la invitación que dirige al joven rico: «Cuanto tienes véndelo y dáselo a los pobres» (Mc 10, 2 l). Era esta una exigencia fundamental repetida muchas veces, aunque se tratara de dejar la casa o los campos (cf. Mc 10, 29; par), la barca (cf. Mt 4, 22) o incluso todo: «Cualquiera de ustedes que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío» (Lc 14, 33). A sus discípulos, es decir, a los llamados a seguirlo mediante la entrega total de sí mismos, Jesús les decía: «Vendan sus bienes y den limosna» (Lc 12, 33). Al enviarlos para predicar la Buena Nueva del reino, lo hacía insistiendo en que no tenían necesidad de llevar nada con ellos: «No llevéis morral, ni alforja, ni sandalias...» (Lc 9,3). « Y les dijo: Cuando os envié sin bolsa, ni alforja, ni sandalias, ¿acaso os faltó algo? Y ellos contestaron: No, nada» (Lc 22,35).
El mundo, a través de la pobreza de los discípulos-misioneros de Jesús, puede conocer el rostro compasivo de Cristo pobre entre los pobres por nuestra caridad fraterna y creativa, que no se conforma sólo con la eficacia de las ayudas prestadas, sino que sabe solidarizarse con el que sufre, «para que el gesto de ayuda sea sentido, no como limosna humillante, sino como un compartir fraterno» (NMI 70). En la pobreza del discípulo-misionero de hoy, como signo, el mundo puede encontrar nuevamente el amor y la misericordia del pobre Niño de Belén, no solamente en un nacimiento colocado cuando se llega la época de Navidad, sino en la alegría de una comunidad parroquial, un instituto religioso, un grupo que se hace familia y que se ha desprendido de lo superfluo, de lo que está de más, para seguirle a Él con el deseo de que todos lo conozcan y lo amen.
La pobreza evangélica revela a los seres humanos la actitud de Cristo que se sacrificó para mostrar una realidad que va más allá de lo que las criaturas humanas puedan poseer. La pobreza de Cristo tiene este significado salvífico como «una fuente» para enriquecer otros. Por su vida divina el Señor Jesús se hizo pobre para el bien de muchos, haciendo a quienes quisieran seguirle más de cerca, ricos en su pobreza. La pobreza evangélica es un incentivo para una justa distribución de bienes entre toda la gente (destruyendo la pobreza material) con precisión, porque esto revela a Dios más allá de sus regalos. Por el signo de pobreza, Cristo manifiesta su amor divino y humano en su entrega desinteresada. De este modo la pobreza tiene un valor que evangeliza la realidad humana.
El valor esencial de la pobreza evangélica seguirá siendo siempre «ser imitación real de Cristo», por ella se participa de la pobreza de Cristo, que, siendo rico, se hizo pobre por nosotros, a fin de enriquecernos con su pobreza. El Papa Francisco, en la cuaresma del año 2013 afirmaba: «La pobreza de Cristo es la mayor riqueza: la riqueza de Jesús es su confianza ilimitada en Dios Padre, es encomendarse a Él en todo momento, buscando siempre y solamente su voluntad y su gloria. Es rico como lo es un niño que se siente amado por sus padres y los ama, sin dudar ni un instante de su amor y su ternura. La riqueza de Jesús radica en el hecho de ser el Hijo, su relación única con el Padre es la prerrogativa soberana de este Mesías pobre. Cuando Jesús nos invita a tomar su “yugo llevadero”, nos invita a enriquecernos con esta “rica pobreza” y “pobre riqueza” suyas, a compartir con Él su espíritu filial y fraterno, a convertirnos en hijos en el Hijo, hermanos en el Hermano Primogénito (cf. Rom 8,29)» (Mensaje de Cuaresma de 2013).
Cristo se hizo tan pobre, que se deja llevar y traer en lo que a simple vista parece un pedacito de pan y un poco de vino. El que quiera seguir las huellas de Cristo tendrá que ser así, pobre como Él. La pobreza del discípulo-misionero es participación real de la pobreza de Cristo y una expresión sacramental de su misterioso despojamiento de todo lo terreno. La virtud de la pobreza evangélica exige del bautizado un despojo verdadero para que, bastándonos Cristo, podamos decir con verdad como san Francisco de Asís: «Mi Dios y mi todo». «Experimenté el deseo de no amar más que a Dios, el de no encontrar alegría sino en él únicamente» escribía muchas años más tarde la doctora de la Iglesia santa Teresita del Niño Jesús.
El Papa Benedicto XVI escribió en su encíclica Deus Caritas Est: «Cristo ocupó el último puesto en el mundo —la cruz», y precisamente con esta humildad radical nos ha redimido y nos ayuda constantemente. Quien es capaz de ayudar reconoce que, precisamente de este modo, también él es ayudado; el poder ayudar no es mérito suyo ni motivo de orgullo. Esto es gracia. Cuanto más se esfuerza uno por los demás, mejor comprenderá y hará suya la palabra de Cristo: « Somos unos pobres siervos» (DCe 35).
El panorama mundial, como sabemos, es de fuertes contrastes. Es un mundo dividido entre los del norte y los del sur; los del primer mundo y los del tercero. Una riqueza desmedida de un lado, y del otro, una miseria que raya en la exageración. El Documento de Puebla, escrito hace muchos años, sigue siendo actual cuando dice: «Ricos cada vez más ricos a costa de pobres cada vez más pobres» (Tercera Conferencia del CELAM, Puebla, conclusiones n. 29).
Todo esto desafía a los discípulos-misioneros de hoy, y hay que dar una respuesta: «La profesión de la pobreza evangélica, vivida de maneras diversas, y frecuentemente acompañada por un compromiso activo en la promoción de la solidaridad y de la caridad» (VC 41). Le consagramos al Señor, de una forma personal y comunitaria, nuestras capacidades, nuestros deseos y nuestra necesidad de poseer; una disposición interior, una convicción profunda de la propia indigencia y de la radical dependencia de Dios. Meditando sobre la pobreza, la beata María Inés escribe: «La pobreza pone el alma en la dulce necesidad de recurrir a su Padre Celestial en todo momento, en toda ocasión, puesto que esta excelsa virtud la tiene despojada amorosamente de todo, absolutamente de todo» (Ejercicios Espirituales de 1950).
Cuando uno se detiene a ver de cerca la figura de Madre Inés, y contempla como es que ella pudo vivir la pobreza evangélica, se da cuenta de que al sentirse siempre pobre, la beata captó, en primer lugar, que ella tenía siempre demasiado, porque al vivir plenamente el espíritu de pobreza, experimentaba con sencillez el sentimiento de tener siempre de sobra para sí. El que tiene espíritu de pobreza, siempre tiene demasiado, y el que no tiene espíritu de pobreza, siempre piensa que tiene demasiado poco. Madre Inés veía que todo cuanto tenía era un don inmerecido, gratuito y por eso escogía para ella lo más común y corriente, incluso lo peor, observando en todo las pequeñas y grandes exigencias de la pobreza religiosa por igual. Al usar las cosas, experimentaba siempre un recuerdo espontáneo de los que pasaban necesidad: una sana y espontánea «inquietud» a la hora de tener que «gastar» para ella.
La beata María Inés vivió la pobreza en una disponibilidad para el servicio desinteresado de los demás. No buscando compensaciones materiales o afectivas. Por eso pudo desarrollar una especial sensibilidad para captar las necesidades del prójimo. Una especie de connaturalidad que le permitía detectar casi instintivamente las necesidades, incluso las no expresadas, de los que le rodeaban.
La pobreza evangélica lleva siempre al discípulo-misionero en un compás de espera en la providencia del Padre, que da el pan nuestro de cada día y, así, fomenta la paciencia y la esperanza. Cristo nos enseña en el Padrenuestro, a ser pobres: «Danos hoy, nuestro pan de cada día». El Señor se complace en el pobre, en aquel que espera su pan para cada día. La pobreza evangélica es un don del Espíritu, una gracia que hay que pedir, un aprendizaje que hay que hacer a diario de la mano del Maestro.
El valor esencial de la pobreza evangélica consiste en que es un don para que el discípulo-misionero pueda ser imitación real de Cristo. Por ella se participa de la pobreza de Cristo, que, siendo rico, se hizo pobre por nosotros, a fin de enriquecernos con su pobreza. El que quiera seguir las huellas de Cristo tendrá que ser pobre como Él. La pobreza evangélica es participación real de la pobreza de Cristo y una expresión sacramental de su misterioso despojamiento de todo lo terreno. Cuentan una anécdota de la vida de San Francisco que dice que una vez uno de los frailes pidió a Francisco permiso para tener como suyo un salterio. El santo le contestó: «Cuando tengas el salterio, querrás un breviario. Y cuando ya tengas el breviario, te sentarás en tu sillón como un gran prelado y dirás a un hermano tuyo: —Oye, tráeme mi breviario.
Al discípulo-misionero no le basta con ser o vivir pobre materialmente, es además necesario dar un contenido a esa pobreza, motivarla evangélica y sobrenaturalmente. «Jesucristo, siendo rico, se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza» (2 Cor 8,9). Cristo era rico, pero renunció a su riqueza y se hizo pobre por amor a nosotros. Así también la pobrez de quien quiera seguirle e imitarle debe pasar por la caridad y la entrega a Él. En cuanto bautizados, Cristo no nos llama a tener o poseer, sino a ser con Él, a participar de su pobreza en cualesquiera que sea nuestra vocación específica dentro de la Iglesia; esto es, participar de su vida y de su destino. Cristo es pobre por su misterio pascual; yo me hago pobre sumergiéndome por los sacramentos en su misterio.
San Pablo en el cántico de Filipenses (Flp 2,5-11), describe la pobreza de Cristo como anonadamiento, kénosis o vaciamiento, enajenación de su condición divina, encarnación u hominización, obediencia hasta la muerte y muerte de cruz. Así también en mí: no hay pobreza sin humillación, sin vaciamiento de mi orgullo.
Ser pobre, a imitación de Cristo, exige por lo tanto, una renuncia a los propios caprichos y veleidades, incluso a los buenos deseos y propósitos personales, en aras de un sometimiento al querer de Dios y de una obediencia a ultranza a su plan de salvación, a su llamada, a su luz, a las mociones de su Espíritu. La pobreza conlleva una mortificación constante, es un dar muerte cada día a las apetencias de la carne, creando espacios cada vez más amplios a la acción del Espíritu.
Cristo exige pobreza a sus seguidores (cf. Mt 10,9; Mc 6,8-11) y llama bienaventurados a los pobres (Lc 6,20). Por eso hoy se pide a todo discípulo-misionero de Cristo un nuevo y decidido testimonio de abnegación y sobriedad, un estilo de vida fraterna inspirado en criterios de sencillez que empape al mundo del espíritu de austeridad que haga espacio para recibir el reino de los cielos. La pobreza evangélica es un don que conduce, a quien la vive, a una mayor pureza y radicalidad en el seguimiento de Cristo. La pobreza no tiene fin en sí misma, sino función de medio. Comprende, por consiguiente, todo aquello que es capaz de hacer a la persona más disponible para buscar e identificar las huellas de Cristo y marchar detrás.
Como ejemplo de esto tenemos a diversas fundaciones religiosas de los últimos siglos, que están casi todas marcadas por la pobreza. Desde un punto de vista humano, resulta paradójico que sus fundadores intenten remediar miserias morales o físicas sobre la base de una pobreza total. A los fundadores de mediados del siglo pasado y de lo que va de este, les mueve un auténtico sentido de la fe que, por medio de una oración confiada y constante, fuerza a Dios —desde su pobreza— a poner remedio cuando el hombre es impotente.
Cuando San José María de Yermo y Parres fundaba su congregación de las Siervas del Sagrado Corazón de Jesús y de los Pobres decía en medio de la pobreza: «Quiero imitar a Cristo, mi buen Jesús, que vino a enseñarnos con su Palabra y con su ejemplo, el amor de preferencia para con los pobres y desgraciados que el mundo desprecia». El venerable Félix de Jesús Rougier, en plena persecución religiosa, era despojado de las propiedades de la congregación que hacía poco había fundado, los Misioneros del Espíritu Santo. Sus hijos le decían: «Nuestro Padre, ¡nos están quitando las cinco casas que tenemos!» Y él les dijo serenamente: —Denle gracias a Dios que sólo cinco tenemos.
Santa María Soledad Torres «era una profesional de la pobreza» dicen sus biógrafos. En ella, aseguran, la pobreza era «libertad y alegría». Cuenta una de sus hijas: «El día de san Isidro, patrono de Madrid, organizaba su día de campo: Hacía traer ramas y follaje verde, con las cuales adornaba una pequeña habitación, pues la casa era muy pequeña, sin huerta ni jardín, y así, arreglada a lo campestre, todas se sentaban en el suelo sobre la verde hierba, y nuestra Madre, con una santa alegría que comunicaba a todas sus hijas, repartía la pobre merienda que les había podido proporcionar, pasando todas un rato llenas de santa y verdadera alegría» (De los testimonios para su causa de canonización).
La beata madre María Inés escribe en 1950: «Hasta la Providencia se ha manifestado amorosísima hacia nosotras. No sólo no nos sobra, sino que tenemos muchas deudas, pero nos esperan pacientemente, y por lo demás nunca nos ha hecho falta el vestido y el sustento, y la obra sigue creciendo, y la Capilla, muy hermosa, está por terminarse. ¡Gracias Dios mío por tu infinita misericordia! Gracias por tus ternuras de madre para nuestra pequeñita comunidad». La verdadera pobreza nos despega de todo aquello que no es Cristo; nos enseña a valorar y a jerarquizar, a ordenar la caridad y a discernir: «El que conserve su vida, la perderá, y el que pierda su vida por mí, la conservará» (Mt 10,37-39).
Todo es valioso y digno de ser amado, pero sólo en segundo término. Todo es relativo, sólo Cristo es el Absoluto. La pobreza evangélica trae siempre el don precioso de la libertad. Y libre es aquel que no tiene nada que perder fuera de sus propias cadenas. Y por esto tiene todo un mundo que ganar para Cristo y su Evangelio. El hombre de hoy necesita urgentemente de alguien que le esté recordando que los bienes temporales son relativos y precarios, y que los bienes absolutos y definitivos son los celestiales. La pobreza evangélica es apertura, libertad y disponibilidad que contesta enérgicamente la idolatría del dinero, presentándose como voz profética en una sociedad que, en tantas zonas del mundo del bienestar, corre el peligro de perder el sentido de la medida y hasta el significado de las cosas, perdiéndose en una carrera de consumismo desmedido que parece nunca saciar a las personas.
Pobreza, dicsipulado y misión, son conceptos que van juntos. «Vayan. No lleven oro ni plata ni calderilla en su faja; ni tampoco alforja para el camino, ni dos túnicas ni sandalias ni bastón» (Mt 10,6.9) La pobreza evangélica queda interpelada por un mundo en abundancia y a la vez sumamente necesitado. ¿Cómo reaccionar frente a esa vorágine del consumismo actual? ?Cómo vivir frente a una sociedad que ha hecho de lo superfluo una norma? ¿Qué hacer para que la pobreza evangélica vivida en la vida diaria tenga valor de testimonio evangélico y abra a nuestra sociedad a la trascendencia?
Quisiera que viéramos a María, la mujer pobre con la que podemos encontrarnos siempre cada día. Ciertamente no encontramos textos explícitos en el Evangelio que nos hablen de la pobreza de la Virgen… pero los pocos que se refieren a Ella, nos iluminan e invitan a penetrar en el misterio de su vida, que es también misterio de pobreza. Una pobreza que es apertura humilde y que se manifiesta llena de esperanza en la Anunciación; un servicio sencillo y afectuoso en la Visitación, un caer en la cuenta de las necesidades de los demás en Caná; un saber renunciar a los gozos de Madre, cuando el Hijo se encamina definitivamente hacia la misión; una sensación de impotencia frente al misterio de la Pasión —qué doloroso debió de ser para Ella el no poder hacer nada para suavizar el destino el Hijo y aceptar ser salvada por Él—; cuánta humilde pobreza encierra en este momento su «SÍ» de fecundidad al pie de la Cruz... María, la mujer pobre de Nazareth, nos invita a enriquecer nuestra pobreza de estos matices. La vida de María, la Virgen pobre, no la podemos imaginar más que en un marco de pobreza real y efectiva, de sencillez, de humildad, de austeridad, de dependencia del Padre y del trabajo de cada día.
El «Magnificat», el Cántico de María en el principio del Evangelio (Lc 1,46-55), es una actitud que sella la pobreza ante la Palabra de Dios, manifestándose como una llamada a una misión, a la proximidad de la Epifanía de Dios, a un regalo conyugal y una reunión de la revelación final en una visión y posesión definitiva de Dios. Somos la Iglesia de los pobres. Y la Iglesia tiene como misión ser transparencia de Cristo pobre. La Iglesia, como una Epifanía de Cristo, encuentra en la Virgen María, la humilde sierva del Señor, la invitación a ser pobre, para que el Señor haga maravillas en ella y a través de ella.
No dejemos de ver a María «intrépida en la pobreza» (VC 112), y de decirle que queremos, junto con ella, cantar el Magníficat. Que el testimonio de todo discípulo-misionero en la pobreza evangélica, se transforme en un desprendimiento como el de ella, que nos haga capaces de pronunciar un alegre «Fiat».
P. Alfredo L. Delgado R., M.C.I.U.
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