En este marco misionero, el Evangelio de este día (Lc 10,13-16) nos recuerda que la tarea de evangelizar, si bien promete el premio del cielo, no es nada fácil. Lo que le pasó a Cristo y a los suyos, según nos narra el pasaje, le pasa a su comunidad eclesial, desde siempre: son muchos los que llegan a la fe y se alegran de la salvación de Cristo. Pero otros tantos se niegan a ver la luz y aceptarla. No nos extrañe que muchos no nos hagan caso. A él tampoco le hicieron, a pesar de su admirable doctrina y sus muchos milagros. La libertad humana es un misterio. Jesús asegura que el que escucha a sus enviados -a su Iglesia- le escucha a él, y quien les rechaza, le rechaza a él y al Dios que le ha enviado. Ése va a ser el motivo del juicio. No valdrá, por tanto, la excusa que tantas veces oímos: "yo creo en Cristo, pero no en la Iglesia". Sería bueno que la Iglesia fuera siempre santa, perfecta, y no débil y pecadora como es (como somos). Pero ha sido así como Jesús ha querido ser ayudado, no por ángeles, sino por hombres imperfectos para extender la misión.
Así como Jesús es el enviado del Padre, los discípulos-misioneros somos los enviados de Jesús. Jesús, nos autoriza para que anunciemos el Reino y lo extendamos por todos los lugares conocidos. Cada bautizado es un misionero, de manera que toda persona o comunidad que rechace a los discípulos-misioneros, está rechazando a Jesús mismo, y todo aquel que rechaza a Jesús, rechaza a quien le envió: el Padre. Esta advertencia de Jesús, no tiene por qué llenarnos de falso orgullo; sino que tiene una exigencia profunda: quien más ha sido favorecido por el mensaje de Jesús, más responsabilidad tiene, y a quien mucho se le da, mucho se le exige. Pidamos a María Santísima, la primera misionera, que ella nos ayude a cumplir con nuestra misión sin desanimarnos ante las adversidades que siempre se van a presentar. ¡Bendecido viernes!
Padre Alfredo.
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