El 18 de agosto de 2021, fue llamada a la presencia del Señor la hermana Anita Pérez, una religiosa que gastó su larga vida en ofrecerla como Misionera Clarisa por la salvación de las almas.
La hermana Anita, a sus 97 años, no se libró del contagio de Covid-19, que le atacó a pesar de estar vacunada y de tener todos los cuidados necesarios. Era ya el momento que la Divina Providencia tenía destinado para venir a su encuentro. Ingresó al hospital con síntomas de neumonía y su estado de salud se fue complicando hasta que alrededor de las 9 de la noche falleció.
La vida de la hermana Anita estuvo marcada por un inmenso celo misionero por la salvación de las almas, pasando gran parte de su vida en las tareas de Nazareth, en una vida escondida con Cristo en Dios, como dice San Pablo (Col 3,3). Con mucha alegría cumplía con las tareas que se le encomendaban y que hacía con mucho esmero, afrontando trabajos y sacrificios de todo género. Ella decía, pocos días antes de que esta enfermedad que la llevó a la muerte la visitara, que estaba dispuesta a morir de la forma que Dios quisiera enviarle.
La hermana María Ana Pérez Telles, mejor conocida como Anita, pues su nombre en religión era Ana María de Jesús, nació en Santa Cruz, Tlaxcala, México, el 26 de julio de 1924. Ingresó a la Congregación de las Misioneras Clarisas el 24 de julio de 1950, en la Casa Madre, en Cuernavaca, Morelos. Allí mismo inició su noviciado el 28 de diciembre de 1950. Su profesión religiosa la hizo ante la fundadora, la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento el 25 de agosto de 1952.
Después de su formación inicial, en el año de 1952 recibió su primer cambio a la Universidad Femenina en Puebla, que en aquel entonces tenía la congregación en la ciudad del mismo nombre. Allí fue destinada a colaborar en las labores del internado.
El 25 de agosto de 1957, hizo su profesión perpetua para vivir toda su vida en castidad, pobreza y obediencia.
En el año de 1962 tuvo cambio nuevamente a la Casa Madre, en Cuernavaca, y regresó en 1964 a la Universidad Femenina, donde estuvo hasta 1972.
Con mucho entusiasmo y siendo muy intrépida, colaboró de 1972 hasta 1990 en labores de cocina, mantenimiento y reconstrucción de la Casa Madre, para adaptarla para Casa de Ejercicios en lo que ahora se conoce como edificio María Inés.
En 1991, fue destinada a las misiones de San Cristóbal de las Casas en el estado mexicano de Chiapas, a la entonces Escuela Granja y La Florecilla, colaborando arduamente tanto en misión como coordinando trabajos de construcción de salones y en general velando por el mantenimiento de las obras.
Los años noventa y los primeros años del dos mil, fueron para la hermana Anita, un tiempo de muchos cambios y servicios diversos como misionera. En 1992, se le destinó a la casa de La Villa, para ayudar en la readaptación y adecuaciones que se tenían que hacer en esa casa. Posteriormente, en 1995, formó parte de las actividades pastorales de la comunidad de Buenavista de Cuéllar, Guerrero. En 1998, llegó a Ixtlán el Río. En el año 2000 formó parte de la casa Del Vergel, en el 2002 regresó a su querida Casa Madre. En el 2003 a la casa de La Villa y, finalmente, en el año 2004, llegó a la casa de Monterrey en donde permaneció hasta que Dios la llamó.
El Señor dotó a la hermana Anita de grandes cualidades humanas que la caracterizaron a lo largo de toda su vida religiosa. Siempre fue muy entregada a todo cuanto se le encomendaba. Todo lo hacía con mucho esmero, entrega y entusiasmo. Fue una misionera de gran ingenio y capacidad para las labores de mantenimiento y construcción. Trabajadora incansable, hasta el último momento iba de una actividad a otra, de un lado a otro para estar al pendiente de todas labores que estaban a su cargo. Ella ponía alma, vida y corazón en todo cuánto hacía, viviendo el momento presente con intensidad, para dárselo con amor a Jesús, por la salvación de almas.
Otra característica muy notoria en la hermana Anita, era su fidelidad y amor al espíritu y espiritualidad legados por la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento en su congregación de Misioneras Clarisas del Santísimo Sacramento y en la Familia Inesiana. No cesaba de recordar los momentos que vivió junto a la beata y gozaba de compartir las enseñanzas que Madre Inés le había dejado.
Con su vida ejemplar, la hermana Anita reflejaba fielmente lo que de su fundadora había aprendido, lo que ella deseaba que fuera cada una de sus hijas Misioneras Clarisas. Con su labor constante, callada y sencilla, fue uno de los pilares en los inicios de su congregación, siendo fiel y pidiendo con insistencia a sus hermanas que fueran fieles al espíritu del instituto. Entre las enseñanzas de la beata María Inés que ella vivía con suma fidelidad, era la atención a los pequeños detalles, aún lo más sencillo. Para ella cada servicio, era una oportunidad de hacer aquello como si fuera para el mismo Jesús.
Era un alma de oración, que reflejaba en su diario vivir su amor al Señor y a María santísima. Aún en medio de los quehaceres cotidianos, que ocupaban gran espacio en sus días, ella buscaba un tiempo especial para estar ante el Santísimo. Esto lo vivió toda su vida, pues en Monterrey, ya como hermana mayor, en sus últimos años, era la primera en estar en la capilla, y con gozo estaba dos horas o dos horas y media ante Jesús Eucaristía.
Anita, además de todo esto, era un alma alegre. En la vida fraterna con las hermanas era signo de gozo y unidad, como alma pacífica y pacificadora, siendo la primera en llegar a todos los actos comunitarios, contagiando su sonrisa a quienes convivían con ella. Aun en los momentos difíciles mantenía la paz, sabía reconocer en ellos la voluntad de Dios. Siempre veía en todo, una oportunidad de aprender y crecer.
Las hermanas Misioneras Clarisas que convivieron con ella nos dicen que era un alma espiritualmente pequeña, pobre y obediente. Una mujer que vivía su consagración en plenitud con un profundo espíritu de fe hacia cada una de sus superioras, siempre con respeto y deferencia hacia ellas y, hacia cada una de las hermanas con las que convivía. Fue, se puede afirmar, una hermana universal que quería y estimaba profundamente a cada uno de los miembros de la comunidad, y cada una se sentía querida por ella.
El testimonio de vida de la hermana Anita, dejó una honda huella en las hermanas que la trataron, pues siempre estaba instruyendo, dando un consejito. Constantemente invitaba a quien estuviera a su lado, a vivir en la presencia del Señor, a encontrarse con Él. En sus conversaciones con sus hermanas de comunidad les decía con insistencia “no te olvides de Jesús”, “ya fui a decirle a Jesús: «que a mis hermanas no se les olvide venir contigo»”. Ella deseaba ardientemente que cada alma consagrada creciera en su vida espiritual, porque ella tenía a Jesús, lo amaba y, era lo más importante para ella en su vida.
Ya entrada en años, se conservó muy fuerte, era muy inquieta, siempre que era posible, estaba cantando y laborando. El trabajo era su descanso y alegría. Quien pasaba a su lado, no se quedaba con las manos vacías, siempre se llevaba algo, especialmente su caridad y sonrisa. Todas las hermanas disfrutaban de su compañía y de sus consejos.
Como dije al inicio de estas líneas, Anita sufrió el contagio por Covid-19. Las hermanas dicen que ya con síntomas fuertes no se quejaba y aceptaba dócilmente las indicaciones que, por su salud, se le iban dando. A inicios de esta semana, por síntomas de neumonía. Ya ingresada en el hospital, poco a poco se fue debilitando, a pesar de la esmerada atención médica que le proporcionaban. Allí recibió los auxilios espirituales y sus hermanas religiosas no dejaron de acompañarla de una manera u otra, aún por medio de audios. De esta manera recibió la bendición de su superiora general.
Misionera hasta el final, hubo quien, en los últimos momentos, le encomendó a sus enfermitos. Así, el corazón de esta incansable misionera dejó de latir entre aquí en la tierra para nacer a la vida eterna y estar con quien tanto amaba, Jesús, su Divino Esposo.
De la hermana Anita, se puede decir, resumiendo su vida, que era de una de esas almas dóciles que están dispuestas a anonadarse, a entregarse en todo momento y en toda circunstancia; de esas almas que están pendientes de los labios divinos para ejecutar al punto los menores mandatos del Señor, sus más íntimos deseos, (cf. Lira del Corazón, XII, 2a parte).
Padre Alfredo.
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