El discípulo–misionero de Jesús, en cambio, es alguien que debe valorar las cosas según su importancia. No debe despreciar lo pequeño por ser pequeño, pero debe centrar su esfuerzo en lo fundamental: la justicia, el amor a Dios, el amor al hermano. Ahora no pagamos diezmos de cosas tan exiguas. Pero igualmente podemos caer en el escrúpulo de cuidar hasta los más mínimos detalles exteriores mientras descuidamos los valores fundamentales, como el amor a Dios y al prójimo. Por cierto, hay que recoger la consigna de Jesús: no se trata de no prestar atención a las cosas pequeñas, con la excusa de que son pequeñas. Lo que nos dice él es: «esto habría que practicar —lo importante, lo fundamental—, sin descuidar aquello —las normas pequeñas—». El Señor no invita a no atender a los detalles, sino a asegurar con mayor interés todavía las cosas que merecen más la pena. Si nos descuidamos podemos ser tan jactanciosos y presumidos como los fariseos. Cada uno sabrá cómo está por dentro, a pesar de la apariencia que quiere presentar hacia fuera. Los demás no nos ven la corrupción interior que podamos tener, pero Dios sí, y nosotros mismos también, si somos sinceros.
Yo creo que a todos nos queda claro que estamos llamados por Cristo a hacer el bien. Como él (Hch 10,38), hemos de pasar haciendo el bien a nuestro prójimo. Pero para esto, antes que nada, hemos de reconocer nuestra propia realidad, lo que realmente somos internamente. No podemos dar una cara ante los demás mientras nuestro interior tenga intenciones pecaminosas. Por eso hemos de vivir en una continua conversión para ser más leales ante Dios, ante nuestro prójimo y ante nosotros mismos. Sabiendo que nosotros mismos somos pecadores no queramos juzgar ni rechazar a los demás a causa de sus pecados y miserias; ni queramos proyectar en ellos la realización del bien, con cargas pesadas, que nosotros no estamos dispuestos a cumplir o a llevar con amor. Debemos construir un mundo más fraterno, más justo, más en paz. Pero que esto brote de nuestra sincera unión con Cristo y no por el afán de brillar ni de ser tenidos en cuenta. Cuando seamos sinceros en hacer el bien a los demás sin que medien intenciones torcidas estaremos, realmente, construyendo un mundo cada día mejor por haber actuado no conforme a nuestros criterios, sino conforme a los criterios de Cristo. Que el Señor nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de vivir con lealtad nuestra fe, de tal forma que, a partir de ella, podamos esforzarnos en continuar construyendo el Reino de Dios entre nosotros. ¡Bendecido miércoles!
Padre Alfredo.
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