Pero a nosotros nos queda claro que el fuego del que habla en este pasaje Cristo, no es, ciertamente, el fuego destructor de un bosque o de una ciudad, no es el fuego que Santiago y Juan querían hacer bajar del cielo contra los samaritanos, no es tampoco el fuego del juicio y del castigo de Dios, como solía ser en los profetas del Antiguo Testamento. Cristo está diciendo con esta imagen tan expresiva que tiene dentro un ardiente deseo de llevar a cabo su misión y comunicar a toda la humanidad su amor, su alegría, su paz, su Espíritu. El Espíritu que, precisamente en forma de lenguas de fuego, descendió el día de Pentecostés sobre la primera comunidad. Jesús aparece manso y humilde de corazón, pero lleva dentro un fuego que le hace caminar hacia el cumplimiento de su misión y quiere que todos se enteren y se decidan a seguirle. Jesús es humilde, pero apasionado. No es el Cristo acaramelado y dulzón que a veces algunos escritores presentan. Él ama al Padre y a la humanidad, y por eso sube decidido a Jerusalén, a entregarse por el bien de todos. Por eso dice: «Tengo que recibir un bautismo, ¡y cómo me angustio mientras llega!
Hay que preguntarnos, como discípulos–misioneros suyos: ¿Nos hemos dejado contagiar de ese fuego? Cuando los dos discípulos de Emaús reconocieron finalmente a Jesús, en la fracción del pan, se decían: «¿no ardía nuestro corazón cuando nos explicaba las Escrituras?». La Palabra que leemos, que estudiamos, que meditamos ¿nos calienta en ese amor que consume a Cristo, o nos deja apáticos y perezosos, en la rutina y frialdad de siempre? Su evangelio, que a veces compara con la semilla o con la luz o la vida, es también fuego y debe arder en nuestros corazones. El fuego que Cristo ha venido a traer es el Espíritu, esto es, una fuerza de vida y amor que transforma el corazón del ser humano y hace el milagro de instaurar una nueva relación entre los hombres —relación de amor— acabando con toda clase de discriminación, dominación o desigualdad. Pero, para ello, Jesús pagó un precio muy alto, el de ser sumergido por las aguas, metáfora con la que se alude a la muerte que le dará la sociedad injusta. Dando la vida por amor, Jesús abre el camino a la verdadera paz, que no es la mera ausencia de guerra, ni el resultado de la dominación de unos sobre otros, sino el pleno desarrollo humano. Pidámosle a María que interceda por nosotros para que actuemos como Jesús y estemos dispuestos a dar la vida para dar vida. ¡Bendecido jueves sacerdotal y eucarístico!
Padre Alfredo.
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