Esta parábola del Buen Samaritano, es una de las más conocidas, más sugerentes y más simbólicas del Evangelio y, como decía, está únicamente en san Lucas. Jesús mismo narra esta parábola con la intención de mostrarnos qué es la caridad, redefiniendo —de una manera nueva— la categoría de prójimo: todo aquel que obra misericordiosa y compasivamente con otro hombre. El capítulo 2 de la encíclica Fratelli Tutti del Papa Francisco, la toma como base. Esta encíclica nos ayuda a tomar más conciencia de nuestra vocación cristiana, del Evangelio y vale la pena leerla toda, pero para el caso de hoy, es bueno darle una ojeada al capítulo 2 en donde el Papa, a la luz de este párrafo evangélico, nos retrata la sociedad de hoy. Luego de leer la parábola, se entiende esto que dice el Santo Padre: «Asaltan a una persona en la calle, y muchos escapan como si no hubieran visto nada. Frecuentemente hay personas que atropellan a alguien con su automóvil y huyen. Sólo les importa evitar problemas, no les interesa si un ser humano se muere por su culpa. Pero estos son signos de un estilo de vida generalizado, que se manifiesta de diversas maneras, quizás más sutiles. Además, como todos estamos muy concentrados en nuestras propias necesidades, ver a alguien sufriendo nos molesta, nos perturba, porque no queremos perder nuestro tiempo por culpa de los problemas ajenos. Estos son síntomas de una sociedad enferma, porque busca construirse de espaldas al dolor».
Sí, esta es nuestra sociedad, necesitada con urgencia de buenos samaritanos que velen por el prójimo. En determinado nivel, al ver la parábola, uno puede descubrirse en su condición de discípulo–misionero, como el buen samaritano, obrando como aquel hombre: «…Anda y haz tú lo mismo» (Lc 10,37). Al obrar como el samaritano, nos sumamos a Él en la obra de llevar a cabo la salvación y la vida eterna del género humano. También podemos vernos como el dueño del mesón a quien el buen samaritano —Jesucristo— ha mandado facilitar la recuperación espiritual a largo plazo del viajero herido. Podemos identificarnos también con el viajero, ya que todos necesitamos ser salvados. La vida eterna se hereda al amar a Dios «con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas, y con todo tu ser» (Lc 10,27) y al amar a su Hijo —tu prójimo»— como a ti mismo. Esto se logra al ir y hacer como hizo nuestro Salvador y amar a nuestros semejantes, pues cuando estamos al servicio de ellos, sólo estamos al servicio de nuestro Dios. Que María nos ayude a amar así, llenos de misericordia. ¡Bendecido lunes!
Padre Alfredo.
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