La muerte se nos presenta como lo más cierto que le aguarda a nuestra vida y, al mismo tiempo, como aquello que nos saca o nos enajena de la vida terrenal. Como siempre se dice: «nadie se escapa de morir». Pero por la fe, los creyentes sabemos que, como lo proclama poéticamente el himno pascual, la unidad de la diferencia entre vida y muerte acontece de una vez para siempre y para todos en la muerte y resurrección de Jesucristo: «Mors et vita duello conflixere mirando: dux vitae mortuus regnat vivus» (muerte y vida lucharon en duelo prodigioso: el autor de la vida muerto reina vivo).
La muerte no es el fin de la historia. Jesucristo, el Mesías, el Salvador, vino a salvarnos de la muerte eterna, que les espera a aquellos que se rebelaron en contra de Dios. En cambio, para nosotros los cristianos, la muerte no es algo que nos atemoriza o es dificultoso como lo es para aquellos que no creen en el Señor y no siguen sus mandamientos y enseñanzas. Para nosotros es el término de una etapa, de un recorrido en el mundo, para entrar a gozar de la eternidad en la contemplación de Dios. El Credo cristiano —profesión de nuestra fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, y en su acción creadora, salvadora y santificadora— culmina en la proclamación de la resurrección de los muertos al fin de los tiempos, y en la vida eterna (CEC 988).
Contemplada desde este punto de vista, la muerte de un cristiano es un terminar una etapa para comenzar una nueva y gozar de la contemplación del rostro de Dios. El premio para un creyente comprometido, es grande entonces, y es a lo que todos hemos de aspirar.
Hoy quiero hablar de la vida de una religiosa que ya murió, pero cuya vida ha dejado las huellas de Cristo y se hace una invitación para seguir, como se dice «ganando el cielo». Hablaré un poco de la hermana Theresia Sri Mudjiati, una misionera de primera línea en su país natal: Indonesia.
La hermana Theresia nació en un lugar llamado «Solo» en Java Central el 2 de octubre de 1938 y fue bautizada el 25 de noviembre del mismo año. Fue la octava de 10 hermanos en una familia cristiana que formaron sus padres Johanes Soedarman y Margaretha Jumirah. Recibió el sacramento de la confirmación el 11 de junio de 1950.
Theresia ingresó a la vida religiosa en el año de 1969 iniciando de inmediato su formación como postulante en la casa de Biliton, en Madium, donde también cursó la etapa de noviciado, adentrándose en la espiritualidad Inesiana para profesar sus votos de pobreza, castidad y obediencia en 1971 de manera temporal y hacer su profesión perpetua, desposándose para siempre con Cristo en 1978.
La tarea misionera de la hermana Theresia se desarrolló principalmente en el campo educativo, pues por muchos años estuvo en la escuela «Santa Clara» en Surabaya, siendo directora y otros tantos en Ruteng, Flores, en donde fue también superiora de la comunidad local. Y es que la hermana había estudiado la Normal y siendo ya religiosa se especializó en diversas áreas de educación.
Tuvo la oportunidad de estudiar en Roma, Italia, Catequesis Misionera, un curso que mucho le ayudó en su tarea apostólica. Uniendo todo esto a la tarea como educadora, pudo ver muchos frutos de su entrega misionera.
De una profunda vida de oración, como religiosa sobresalía por su gran amor a la Santísima Virgen María, sisndo muy fiel al rezo del Santo Rosario que no se separaba nunca de sus manos.
Formó parte de varias comunidades en su país natal: Jakarta, Biliton, Madiun, Surabaya, Ruteng y Ngawi, distinguiéndose en todos esos lugares, como también en Roma, por su celo apostólico y su dinamismo misionero.
En los últimos años de su vida fue muy perseverante en los grupos de meditación cristiana que ella coordinaba hasta que en 2014 sufrió un derrame cerebral que le dejó temporalmente sin habla y con muy poco movimiento. Gracias a los cuidados médicos ya la colaboración de sus hermanas de comunidad, pudo recuperar algunas funciones de su organismo pero el último mes de vida quedó ya en cama y sin poderse comunicar verbalmente. Y dicen las hermanas que no soltaba el Rosario de sus manos. Cargó en paz con la cruz de la enfermedad y por eso llegó serena al último momento de esta etapa de su vida terrenal para pasara gozar de la eternidad.
Renovó sus votos ante la hermana superiora regional y ofreciendo todo por la salvación de las almas, entregó su vida al Señor el 3 de febrero de 2016.
Padre Alfredo.
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