Estamos viviendo un tiempo que es único, y que depende cada uno el que le saquemos jugo al «¡Quédate en casa!» que tanto nos recalcan. Y es que se trata de una oportunidad preciosa para volver sobre el centro de la vocación a la vida. Yo creo que en una situación así, no hay quien no haya pensado en el valor de la vida y en el quinto mandamiento de la ley de Dios que nos dice: «No matarás». No nos quedamos en casa por miedo simplemente, o por sacarle la vuelta al problema de salud en el que estamos inmersos. Nos quedamos en casa porque respetamos la vida, la nuestra y la de los demás y porque somos conscientes de que, si no nos cuidamos, podemos ser objeto de contagio y acabar con la vida de otras personas. ¡Qué gran responsabilidad! A la luz de esto yo creo que a todos nos queda claro que las Misas con la feligresía no se han dejado de celebrar para dar vacaciones al clero o para protegerlo del contagio, sino para no propiciar espacios en donde la gente se pueda contagiar atentando contra el valor de la vida.
Estamos ante una encrucijada maravillosa para iluminar nuestro encierro por la recta fe de la Iglesia. Contemplemos en estos días el misterio admirable de la encarnación, pasión, muerte y resurrección de Cristo y no enfrentemos la naturaleza humana a la divina, la naturaleza a la gracia, la salud del cuerpo a la del alma, pues sabemos que «hay un solo Médico, carnal y espiritual, creado e increado, que en la carne llegó a ser Dios, en la muerte, vida verdadera, nacido)de María y de Dios, primero pasible y, luego, impasible, Jesucristo nuestro Señor» (Ignacio de Antioquía, Ef 7, 2). Necesitamos caminar juntos a la distancia. Tenemos el gran regalo de unirnos en oración a través de los medios electrónicos y como dice el Evangelio de hoy (Jn 6,60-69): «El Espíritu es quien da la vida» y necesitamos orar porque «Nadie puede venir a mí —dice Jesús—, si mi Padre no se lo concede». Así, necesitamos la luz del Espíritu y la fuerza de la oración para seguir superando esta situación especial que vivimos.
Hoy celebramos a san Atanasio, un obispo y doctor de la Iglesia, quien siendo preclaro por su santidad y su doctrina, en Alejandría de Egipto defendió con valentía la fe católica desde el tiempo del emperador Constantino hasta Valente, soportando numerosas asechanzas por parte de los arrianos y siendo desterrado en varias ocasiones. Finalmente, regresó a la Iglesia que se le había confiado y, después de muchos combates y de haber conseguido muchas victorias por su paciencia, descansó en la paz de Cristo en el XLVI aniversario de su ordenación episcopal. Atanasio fue un hombre que se dejó siempre guiar por la luz del Espíritu Santo y un santo de profunda oración. Es llamado el «Padre de la Ortodoxia», ya que sus escritos muestran con mucha claridad la integridad de la fe que hemos de practicar. Pidamos a María Santísima, a quien san Atanasio muchas veces invocó y a quien definió como: «Aeiparthenos», es decir «la siempre virgen», defendiendo la concepción virginal de Cristo, que ella interceda para que nos dejemos iluminar por el Espíritu Santo y seamos hombres y mujeres de oración. ¡Bendecido sábado dedicado a María!
Padre Alfredo.
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