Estos días de pandemia nos dejan ver la necesidad de cultivar el amor a Dios que significa partir del amor hacia uno mismo, que brota de lo más profundo hacia Él y que nos lleva a cuidar la propia vida y la vida de los demás. Es una oportunidad para admirar la grandeza de cada quien desde lo pequeño que somos, admirados del valor del otro y agradecer su presencia para poder admirarnos ante la presencia de Dios, porque aunque estemos encerrados la mayoría, la vida sigue siendo una bendición. Así, como dijo el escritor Oscar Wilde: «lo que parece una prueba amarga es a menudo una bendición». Y vaya que este tiempo lo es. ¡Cuanta oportunidad de apreciar el silencio! ¡Cuántos espacios para la reflexión! ¡Cuánto tiempo para orar! Jesús nos habla cada día en su evangelio y hoy (Jn 14,21-26) nos dice: «El que me ama, cumplirá mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos en él nuestra morada».
¡Esta es la manifestación que Dios nos hace! Hace su morada en el corazón de los que creen en él. Dicho de otro modo: No se manifiesta más que en el corazón de los que le aman y cumplen su voluntad. Para muchos, Dios parecerá ausente en estos momentos, pero para el hombre y mujer de fe, él está presente con su amor. Su mensaje es el del amor al hombre y se despliega en sus mandamientos en cualquier condición, en los tiempos de prosperidad y en los momentos de adversidad. Su manifestación no es como la que tal vez la mayoría del mundo espera, algo mágico. No, la respuesta a la práctica del amor es la presencia suya y la del Padre en medio de lo que estamos viviendo. El Padre y Jesús, que son uno, establecen su morada en el discípulo–misionero que se sabe amado. En el antiguo éxodo, la presencia de Dios en medio del pueblo se localizaba en la tienda del Encuentro. En el nuevo, cada uno viene a ser morada de Dios. Al final del pasaje, Jesús promete a sus discípulos el don del Espíritu, enviado por el Padre en su nombre a consolar y defender a los discípulos–misioneros. Es el sentido de la palabra «Paráclito», con la que se le designa en algunas traducciones. El Espíritu será además, según lo promete Jesús a sus discípulos, como un maestro secreto de la comunidad cristiana, que le manifestará «todo» lo referente a la salvación, al alcance y las consecuencias de la obra de Jesucristo y que, además, le recordará todo lo que Jesús ha dicho para alentarle en momentos como este que vivimos.
Hoy celebramos a san Francisco de Jerónimo, un hombre que nació en Grottaglie, cerca de Taranto, Italia, en 1642 y fue un elocuente misionero jesuita, al que llamaban «el apóstol de Nápoles». San Jerónimo se distinguió por su ilimitado celo en favor de la conversión de los pecadores y por su amor a los pobres, los enfermos y los oprimidos. En 1666, antes de cumplir los 24 años de edad, recibió la ordenación sacerdotal. Durante los cinco años siguientes, enseñó en el «Collegio dei Nobili», que los jesuitas tenían en Nápoles. A los 28 años ingresó en la Compañía de Jesús. De 1671 a 1674, ayudó en el trabajo misional al célebre predicador Agnello Bruno. Al concluir sus estudios de teología, los superiores le nombraron predicador de la Iglesia del Gesú Nuovo, de Nápoles. Se dice que convertía por lo menos a unos 400 pecadores al año. El Santo visitaba las prisiones, los hospitales y no vacilaba en seguir a los pecadores hasta los antros del vicio y en las condiciones más paupérrimas, donde algunas veces fue brutalmente maltratado. San Francisco murió a los 74 años de edad y fue sepultado en la Iglesia de los jesuitas de Nápoles. Él supo descubrir que Dios había hecho morada en él y quiso siempre que el Señor hiciera morada en las almas. Que María Santísima nos ayude para que nosotros, según la situación que nos toque vivir, busquemos ser siempre morada de Dios y hacerle muchas moradas a Dios. ¡Bendecido lunes!
Padre Alfredo.
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