viernes, 29 de mayo de 2020

El «sí» incondicional de María*... Un tema para un retiro mariano


Una frase del mensaje del 27 de marzo pasado, que el Papa Francisco, en esa homilía impactante y sin precedentes en la bendición extraordinaria Urbi et Orbi por la pandemia del coronavirus, me da la pauta para abrir esta plática sencilla con todos ustedes. El Santo Padre, en aquella plaza vacía oscura e impregnada por la lluvia decía: «mirar a María, “Salud de su Pueblo y Estrella del mar tempestuoso”, y pedirle que nos enseñe a decir “sí” cada día y a ser disponibles concreta y generosamente».

Hablaremos de el «sí» incondicional de María y nuestro «sí». El mismo Papa Francisco, en el ángelus del día de la Inmaculada Concepción en el año 2016, hablando de este tema recordaba que cada «sí» a Dios da origen a historias de salvación para nosotros y para los demás. Pero hablaba de un «sí» muchas veces común en los hombres y mujeres de hoy y de siempre, nuestros: «sí Señor pero…», esos «sí» a medias que nos alejan de Dios y nos llevan al «no» del pecado de la mediocridad. ¡Cuánto tenemos que aprender de María cuyo «sí» fue siempre y del todo un «sí incondicional»!

Quiero ahora, con ustedes, queridos hermanos, hacer un recorrido por la vida de María en las Sagradas Escrituras, que inicio en el pasaje de la anunciación, ese trozo del Evangelio que todos conocemos y que se centra en el anuncio del Ángel a María, invitándola a ser la Madre del Mesías Redentor. El texto está en Lc 1,26-38. La anunciación a María fue una cosa discreta, sencilla como suelen ser todas las cosas grandes de Dios. No hubo trompetas, ni una legión de ángeles, ni bombos ni platillos. Una virgen quizá en oración u ocupada en las tareas domésticas de la mujer de sus tiempos. Un lugar: Nazaret, una ciudad de Palestina y el arcángel Gabriel como embajador de Dios. Un saludo: «—¡Dios te salve María, llena eres de gracia!» Y con este saludo, una petición de colaboración.

El Misterio de amor y de misericordia, prometido al género humano miles de años atrás y anunciado por tantos profetas, se iba a hacer realidad. Los labios de la virgen se movieron luego del anuncio, primero para aclarar una duda, pero una vez que esta fue disipada, volvió a hablar para dar su consentimiento a esa misión celestial. María, la llena de gracia, aceptaba humildemente el gran designio amoroso para el que se le pedía su cooperación, sin envanecimiento porque sabía que la realeza y la gloria de su gracia pertenecían a Dios, venía de Dios. Y María dijo: «—He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según Tu Palabra». Y así, la Virgen dio su «sí».

María instaura un vínculo de parentesco con Jesús antes aún de darle a luz: se convierte en discípula y madre de su Hijo en el momento en que acoge las palabras del Ángel. El «sí» de María, no es sólo un sí de aceptación momentánea, sino también un sí con una apertura confiada al futuro. ¡Este «sí» es esperanza! El Papa Francisco, en el ángelus al que he hecho referencia decía: «María responde a la propuesta de Dios diciendo: “Aquí está la esclava del Señor”. No dice: “Bueno, esta vez haré la voluntad de Dios, me vuelvo disponible, después veré...” No, —continúa diciendo el Papa— el suyo es un “sí” que es pleno y sin condiciones... El “sí” de María ha abierto el camino de Dios entre nosotros. Es el “sí” más importante de la historia, el “sí” humilde... el “sí” fiel... el “sí” disponible». El «Sí» de María es el «Sí» al plan que Dios ha trazado sobre Ella. Y es también, el modelo del «Sí» que nosotros debemos pronunciar a Dios.

María dice «Sí» al Padre, entregándose totalmente, sin condiciones: «Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc. 1, 26-39). María dice «Sí» al Hijo, porque al aceptar la voluntad del Padre, está aceptando el ser Madre del Hijo. Está diciendo Sí a Jesucristo en la misión de ser la madre que lo alimenta, lo educa, lo ayuda y lo acompañará hasta la cruz. María dice «Sí» al Espíritu Santo: sí a la plenitud de la gracia, consecuentemente, sí a la fidelidad en la virtud, sí a ser conducida por los dones del mismo Espíritu.

El «Sí» de María en la Anunciación, la convierte en Madre de Dios y es un «sí» que hipoteca la vida. Ello conlleva el «Sí» a la Iglesia, porque al aceptar el ser Madre de la Cabeza del Cuerpo místico, está aceptando a ser Madre de todo el Cuerpo que es la Iglesia. María dice «Sí» a la Iglesia.

Este «sí» de María, en la anunciación, marca la pauta para todas las páginas de su vida, las claras y las oscuras, las conocidas y las ocultas, serán un homenaje de amor a Dios, un «sí» pronunciado en Nazaret y sostenido hasta el Calvario por la intensidad de cada momento, por la disponibilidad para hacer lo que Dios le pedía a cada instante.

Como Dios quiso necesitar de María, ha querido contar con la ayuda que nosotros podemos prestarle. Así como Dios anhelaba escuchar de sus labios purísimos el «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38), Dios quiere que de nuestra boca y de nuestro corazón brote también un «sí» generoso. Del «fiat» de María dependía la salvación de todos los hombres. Del nuestro, ciertamente no. Pero es verdad que la salvación de muchas almas, la felicidad de muchos hombres está íntimamente ligada a nuestra generosidad.

Cada día de nuestra existencia, es una oportunidad para que nosotros también pronunciemos un «sí» lleno de amor a Dios, en las pequeñas y grandes cosas. Siempre decirle que sí, siempre agradarle. El ejemplo de María, no sólo en la anunciación, sino durante toda su vida, nos ilumina y nos guía. Nos da la certeza de que aunque a veces sea difícil aceptar la voluntad de Dios, el decir «sí» nos llena de felicidad y de paz. Cuando Dios nos pida algo, no pensemos si nos cuesta o no, preguntemos al Señor lo que necesitamos saber, como María y consideremos la dicha de que el Señor nos visita y nos habla para pedirnos algo, una sonrisa, un pequeño favor, un desprendernos de algo. Recordemos que con esta sencilla palabra: «sí», dicha con amor, Dios puede hacer maravillas a través de nosotros, como lo hizo en María.


La Sagrada Escritura nos narra que después de aquel acontecimiento de la anunciación, María se encaminó «presurosa» a las montañas de Judea para ayudar en las tareas de la vida diaria a su parienta Isabel, que ya entrada en años, estaba embarazada por milagro de Dios. El texto está en Lc 1,39-56. María vuelve a decir «sí», no ahora a las palabras del Ángel, que, por cierto, no volverá a escuchar nunca más ni a verle en absoluto. Esa, la de la anunciación, será la única ocasión en que directamente ella podrá ver lo que Dios le pide, después, habrá de ir renovando su «sí» escuchando la llamada a través de mediaciones. Esta vez, el «sí» deberá ser respuesta a una intuición que viene de lo alto: «Tu parienta Isabel, ya entrada en años, está esperando un hijo»...

Y entonces María, comprende que habrá de dar un nuevo «sí» que a la vez es prolongación del mismo que había pronunciado. El «sí» a Dios tendrá que darse muchas veces como a ella le sucede. No hay un mandato externo con una indicación vocal, no hay ni ángel, ni voces, ni nada... simplemente una intuición.

Isabel aclama, agradecida, a la Madre de su Redentor: «¡Bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre!... ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la Madre de mi Señor a visitarme? (Lc 1,42-43). Juan el Bautista nonnato en el seno de Isabel se estremece... (Lc 1,41). Y la humildad de María se vierte en el Magníficat, ese canto hermoso en el que vuelve a resonar el «sí» a la voluntad de Dios». Todo el cántico de María forma una gran celebración de alabanza. Parece la descripción de una solemne liturgia. Así, san Lucas evoca el ambiente litúrgico y celebrativo, en el cual Jesús fue formado y en el cual las comunidades han de vivir su fe.

San Lucas acentúa la prontitud de María en atender las exigencias de la Palabra de Dios que le está pidiendo dar un «sí». El ángel le habló de que Isabel estaba embarazada e, inmediatamente, María se levanta y sale de casa para ir a ayudar a una persona necesitada. De Nazaret hasta las montañas de Judá son más de 100 kilómetros que ella no dudó en recorrer en aquellos años.

En esta escena, Isabel representa el Antiguo Testamento que termina. María, el Nuevo que empieza. El Antiguo Testamento acoge el «Sí» del Nuevo Testamento con gratitud y confianza, reconociendo en él el don gratuito de Dios que viene a realizar y completar toda la expectativa de la gente. En el encuentro de las dos mujeres se manifiesta el don del Espíritu que hace saltar al niño en el seno de Isabel. La Buena Nueva de Dios revela su presencia en una de las cosas más comunes de la vida humana: dos mujeres de casa visitándose para ayudarse. Visita, alegría, embarazo, ropita de bebé, ayuda mutua, casa, familia: es aquí donde san Lucas quiere que las comunidades y nosotros todos percibamos y descubramos la presencia del Reino por un «sí». Las palabras de Isabel, hasta hoy, forman parte de la oración mariana más conocida y más rezada en todo el mundo, que es el Ave María.

En el Magnificat (Lc 1,46-55) quedará plasmado el gozo, la alegría, la felicidad de haber dicho «sí». María empieza proclamando la mutación que ha acontecido en su propia vida bajo la mirada amorosa de Dios, lleno de misericordia. Por esto canta feliz: «Exulto de alegría en Dios, mi Salvador». Después, canta la fidelidad de Dios para con su pueblo y proclama el cambio que el brazo de Yavé estaba realizando a favor de los pobres y de los hambrientos, la fuerza salvadora de Dios que hace acontecer la mutación- Él dispersa a los orgullosos (1,51), destrona a los poderosos y eleva a los humildes (1,52), manda a los ricos con las manos vacías y llena de bienes a los hambrientos (1,53). Al final recuerda que todo esto es expresión de la misericordia de Dios para con su pueblo y expresión de su fidelidad a las promesas hechas a Abrahán. La Buena Nueva viene no como recompensa por la observancia de la Ley, sino como expresión de la bondad y de la fidelidad de Dios que espera no sólo de María, sino de todos, un «sí» incondicional. Eso será lo que san Pablo enseñará en las cartas a los Gálatas y a los Romanos.

María, embarazada de Jesús, es como el Arca de la Alianza que, en el Antiguo Testamento, visitaba las casas de las personas distribuyendo beneficios a las casas y a las personas. Va hacia la casa de Isabel y se queda allí tres meses. En cuanto entra en casa de Isabel, ella y toda la familia es bendecida por Dios gracias al «sí» de María. Por eso la comunidad y cada una de nuestras casas, debe ser como la Nueva Arca de la Alianza en donde se mantiene vivo el sí.


Quiero pasar ahora con ustedes a otro texto del Evangelio. Está en Jn 2,1-11. Es el episodio de las bodas de Caná en el cual, san Juan presenta la primera intervención de María en la vida pública de Jesús y pone de relieve la cooperación de su «sí» en la misión de su Hijo. En Caná, como en el acontecimiento fundamental de la Encarnación, María es quien introduce al Salvador.

El significado y el papel que asume la presencia de la Virgen se manifiestan cuando llega a faltar el vino. Ella, como solícita ama de casa, inmediatamente se da cuenta e interviene para que no decaiga la alegría de todos y, en primer lugar, para ayudar a los esposos en su dificultad. Dirigiéndose a Jesús con las palabras: «No tienen vino» (Jn 2,3), María le expresa su preocupación, esperando una intervención que la resuelva. Más precisamente, según algunos expertos en el tema, la Madre espera un signo extraordinario, dado que Jesús no disponía de vino ni de dinero para comprarlo.

La exhortación de María: «Hagan lo que él les diga», conserva un valor siempre actual para los cristianos de todos los tiempos, y está destinada a renovar su efecto maravilloso en la vida de cada uno. Es el «sí» que cada uno debe dar a Jesús para que Él libremente pueda actuar a través de nosotros. María, que mantiene siempre su «sí» incondicional, invita a una confianza sin vacilaciones, sobre todo cuando no se entienden el sentido y la utilidad de lo que Cristo pide.

Este es el mensaje de María a todo cristiano, ¡las palabras más sabias! María se dirige a los criados y ellos obedecen; María igual se dirige a cada uno de nosotros «Hagan lo que Él les dice.» Gracias a la intercesión de la Virgen Santísima, que se pone entre su Hijo y los hombres en la realidad de sus privaciones y sufrimientos, Jesús se dirige a los criados y les pide que llenen los recipientes hasta el borde. Jesús realiza su primer milagro público convirtiendo el agua en vino; y no en cualquier vino sino en el mejor, ¡porque todo lo que Jesús hace es perfecto! el pasaje termina diciéndonos algo importantísimo: ¡Los discípulos creyeron en Cristo! Gracias al «sí» de María a lo que el Padre Dios pedía en su corazón para solicitarle al Hijo el primer milagro, ellos son confirmados en su fe.

De acuerdo con lo que refieren los evangelios, es posible que María acompañara a su Hijo también en otras circunstancias. Ante todo en Cafarnaúm, adonde Jesús se dirigió después de las bodas de Caná, «con su madre y sus hermanos y sus discípulos» (Jn 2,12). Además, es probable que lo haya seguido también, con ocasión de la Pascua, a Jerusalén, al templo, que Jesús define como casa de su Padre, cuyo celo lo devoraba (cf. Jn 2, 16-17). Ella se encuentra asimismo entre la multitud cuando, sin lograr acercarse a Jesús, escucha que él responde a quien le anuncia la presencia suya y de sus parientes: "Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la palabra de Dios y la cumplen" (Lc 8, 21).


Voy ahora al pasaje de Mc 3,31-35: «Tu madre y tus hermanos están afuera, y te buscan... mi Madre y mis hermanos son aquellos que cumplen la voluntad de mi Padre». ¡Qué exaltación tan grande del «sí» de María a la voluntad de Dios! Entre todos, Ella es la primera que acata la voluntad del Padre y la pone en práctica con ese «sí» incondicional. El Papa Francisco, comentando este pasaje en el ángelus del 18 de agosto de 2013 afirma: «María su Madre siguió siempre fielmente a su Hijo, manteniendo fija la mirada de su corazón en Jesús, el Hijo del Altísimo, y en su misterio. Y al final, gracias a la fe de María, los familiares de Jesús entraron a formar parte de la primera comunidad cristiana. Pidamos a María que nos ayude también a nosotros a mantener la mirada bien fija en Jesús y a seguirle siempre, incluso cuando cueste». «Mantener la mirada bien fija en Jesús» dice el Santo Padre, y es que sólo así, se puede sostener el «sí» que a nosotros también se nos pide.

¿Quién cumplió mejor en esta tierra esa Voluntad de Dios sino María? Su Madre, Ella, la Siempre Fiel, la mujer del «sí» incondicional. Por eso la puso de modelo. Todo aquel que llegue a cumplir los deseos de su Padre podrá asemejarse a aquella Dulce Madre, Fidelísima a quien se le confiaron tesoros tan grandes. Y así como una vez fue presentada en el Templo para consagrarla totalmente al Señor ahora Ella, de labios de su Hijo, fue confirmada en su ofrenda total ante el Padre celestial, porque sólo Ella ha logrado vivir consagrada plenamente a los deseos del Señor.


Si todo el «sí» incondicional de María es impresionante en todos estos pasajes, lo es también de una manera muy particular cuando María está a los pies de la Cruz contemplando a su Hijo crucificado. María, con su «sí», está cerca no tanto de la cruz como del Crucificado: "Estaban en pie junto a la cruz de Jesús su madre..." (Jn 19,25). María hace suyo, desde dentro, el misterio desconcertante del amor de Dios revelado en Jesús. Al pie de la cruz, donde María «sufrió intensamente con su Hijo y se unió a su sacrificio con corazón de Madre que, llena de amor, daba su consentimiento a la inmolación de su Hijo como víctima» (ib., 58).

Al contemplar a la Virgen junto a la cruz, uno recuerda su inquebrantable firmeza y su extraordinaria valentía para afrontar los padecimientos. El «sí» incondicional es por eso en todo momento. Como dicen los que se casan, en lo próspero y en lo adverso, en la salud y en la enfermedad. En el drama del Calvario, a María la sostiene la fe, que se robusteció durante los acontecimientos de su existencia y, sobre todo, durante la vida pública de Jesús. El Concilio Vaticano II nos recuerda que «la bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz» (Lumen gentium, 58).

En este supremo «sí» de María, resplandece la esperanza confiada en el misterioso futuro, iniciado con la muerte de su Hijo crucificado. Las palabras con que Jesús, a lo largo del camino hacia Jerusalén, enseñaba a sus discípulos «que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días» (Mc 8, 31), resuenan en su corazón en la hora dramática del Calvario, suscitando la espera y el anhelo de la Resurrección.

La esperanza de la Virgen María al pie de la cruz encierra una luz más fuerte que la oscuridad que reina en muchos corazones: ante el sacrificio redentor, nace en María la esperanza de la Iglesia y de la humanidad.

De esta manera, el «sí» de María es modelo y estímulo para todo el pueblo cristiano. Abierta al querer de Dios, toda disponible a su voluntad, sin comprender acepta lo que el Señor le va pidiendo en el día a día, sin medir las consecuencias de su sí.

Seguro que en nuestra vida cotidiana encontramos muchos momentos como los de María y nos decimos: No puedo más, me es imposible aguantar todo esto. En estos momentos hay que recordar el «sí» de María y recurrir a Ella, ¿cómo pudo aguantar todos los acontecimientos y sobrellevar el peso de tantas cosas? Porque ella, la madre de Jesús guardaba todas estas cosas en su corazón. Por esta razón es modelo y estímulo para el pueblo cristiano. Debemos acudir a ella con confianza de hijos, ella nos ayudará a vivir con serenidad los acontecimientos difíciles de nuestra vida y aceptar los gozosos con agradecimiento. Por esta razón todos los pueblos acuden a María y celebran con gozo sus diversas advocaciones.


Finalmente, para terminar, quiero invitarlos nuevamente a volver a la Escritura, encontramos de nuevo la presencia de María en oración junto a sus discípulos, que esperan la venida del Espíritu Santo (Hch 1,14). Presente con su «sí» como protagonista en los comienzos de la vida terrena del Hijo con la disponibilidad total de su fe, María está ahora igualmente presente con la comunidad orante de la Iglesia naciente, sobre la que desciende el Espíritu Santo. Los discípulos viven con María la experiencia del Espíritu Santo, que ella ya ha tenido en la Anunciación.

María, plasmada por el Espíritu Santo, es la mujer del «sí» incondicional. Ya la escena de la Anunciación revelaba cómo está envuelta en el misterio de Dios, al acoger en sí misma por obra del Espíritu Santo al Hijo del Padre.

Así, dejamos a María con su «sí» en Pentecostés. En Pentecostés, María queda inmersa en el fuego del Espíritu Santo. Ya no está sólo cubierta por la sombra del Espíritu Santo, sino penetrada por su fuego junto con los discípulos, fundida con ellos, transformada en el único cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Ella, en el corazón de la Iglesia, transfigurada por el Espíritu Santo, es la memoria viva, testimonio singular del misterio de Cristo con su «sí». Y hasta el final de los tiempos María permanece en el corazón de la Iglesia «implorando con sus ruegos el don del Espíritu Santo» (LG 59). Imploremos su protección y que el «sí» incondicional de María nos ayude a hacer de toda nuestra vida un «sí» a Dios, un «sí» hecho de adoración a Él y de gestos diarios de amor y de servicio. Amén.

P. Alfredo.

* Conferencia para el Liceo de Apodaca el 25 de mayo de 2020 vía Facebook Live.

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