En este difícil y complicado tiempo de pandemia que afrontamos todos, es momento de sacar a relucir lo mejor de nosotros mismos dejándonos mover sobre todo por la compasión, que es una forma de dejar actuar al Espíritu en nosotros. En todas las naciones que afrontan actualmente esta pandemia del coronavirus, encontramos ejemplos de generosidad y entrega en favor de los más vulnerables de la sociedad. Hay que reconocer el trabajo de alto riesgo que afrontan los médicos y todo el personal sanitario, los responsables de los departamentos de limpia, los repartidores de la alimentación y tanta gente más. Todos tenemos la obligación de hacer una gran comunidad que lucha unida contra el mal, una comunidad en donde unos tienen que estar afuera en el frente de la batalla, otros en las salas de las estrategias y unos más, la mayoría, confinados obedeciendo las indicaciones que las autoridades civiles y religiosas van dictando, pero todos, todos, somos una gran comunidad virtual que sin los unos y los otros sería imposible vivir en medio de la adversidad. En este momento no hay más ni menos importantes, no hay ni más ni menos valiosos, todos, con un granito de arena o un bloque de concreto, según corresponda a cada quien, tenemos un lugar único en la batalla.
El Evangelio de este día (Jn 17,11-19) nos ayuda a ver que ninguno de los discípulos–misioneros puede permanecer un ser aparte. Incluso los monjes, que de por sí no salen aunque no haya pandemia, en cierta medida, no pueden vivir totalmente separados de los demás. Su vocación peculiar, indispensable, está inserta en el mundo donde realiza su misión orando por la humanidad ante esta situación tan inesperada. Igual que durante su vida, Jesús guardó a sus discípulos, para que no se perdiera ni uno —excepción hecha de Judas por su propio pie—, pide al Padre que les guarde de ahora en adelante: «no ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del mal». Los discípulos–misioneros de Jesús estamos «en el mundo», somos enviados «al mundo», a este mundo en concreto con su situación especial pero no debemos ser «del mundo». Tenemos la gracia de Dios que nos hace ver con ojos diferentes la realidad hostil que con este coronavirus nos presenta. Jesús nos quiere unidos —«para que sean uno, como nosotros»—, que estemos llenos de alegría —«para que ellos tengan mi alegría cumplida»— y que vayamos madurando en la verdad —«santifícalos en la verdad»—. Así que no podemos permanecer ni como meros espectadores, ni con una actitud de tristeza de esa que aniquila. No, los discípulos–misioneros hacemos comunidad de muchas maneras y aunque separados físicamente por la situación de la «sana distancia», estamos unidos en una inmensa comunidad orante que rodea el mundo entero e invoca la gracia del Espíritu.
San Agustín, obispo de Canterbury, en Inglaterra, es considerado uno de los más grandes evangelizadores, al lado de San Patricio de Irlanda y San Bonifacio en Alemania. Habiendo sido enviado junto con otros monjes por el Papa san Gregorio Magno para predicar la palabra de Dios a los anglos, fue acogido de buen grado por el rey Etelberto de Kent, e imitando la vida apostólica de la primitiva Iglesia, convirtió al mismo rey y a muchos otros a la fe cristiana y estableció algunas sedes episcopales en esta tierra. San Agustín escribía frecuentemente al Papa pidiéndole consejos en muchos casos importantes, y el Santo Padre le escribía advertencias muy prácticas para que siguiera evangelizando y construyendo la comunidad de creyentes. Después de haber trabajado por varios años con todas las fuerzas de su alma por convertir al cristianismo el mayor número posible de ingleses, y por organizar de la mejor manera que pudo, la Iglesia Católica en Inglaterra, San Agustín de Cantorbery murió santamente el 26 de mayo del año 605. Y un día como hoy fue su entierro y funeral. Que él y por supuesto María Santísima, la Madre de la comunidad de los que creemos en Cristo nos ayuden y alienten a seguir siendo y haciendo comunidad. ¡Bendecido miércoles!
Padre Alfredo.
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