En México celebramos hoy la fiesta de los Apóstoles Felipe y Santiago. Felipe figura con todo derecho en las listas de los apóstoles que nos transmiten los primeros escritos cristianos (Mt 10,3; Mc 3,18; Lc 6,14; Hch 1,13). Tenía un nombre griego, que en español significa «amigo de los caballos». En los textos bíblicos este Apóstol se nos muestra como un discípulo decidido y dedicado a la causa, preocupado por su Maestro y por los oyentes del Maestro. Sabemos que era natural de Betsaida, como Andrés y Simón. Seguramente compartía con ellos las tareas de la pesca. Y posiblemente compartía, al menos con el primero, una insatisfacción interior que parece haberle llevado a escuchar la predicación de Juan el Bautista. Allí le encontró Jesús. Se limitó a decirle: «Sígueme». Felipe es, en efecto, uno de los primeros llamados por Jesús (Jn 1, 43-44).
Por su parte, sobre Santiago, podemos decir que en el Evangelio se menciona como Jacobo (en castellano antiguo Sant Yago), hijo de Alfeo, que curiosamente se encuentra siempre a la cabeza del tercer grupo de los cuatro que constituyen el colegio de los Doce (cf. Mt 10,3-4; Mc 3,18-19; Lc 6,15-16; Hch 1,13.25). Ha sido, hasta nuestros días, algo habitual identificar al Apóstol Santiago «el Menor», con uno de los parientes de Jesús. Las referencias antiguas son muy numerosas y las discusiones sobre tal identificación continúan todavía. Es muy atrayente la tentación de tratar de reconstruir el alcance y los nombres de las personas que constituyen su parentela. Su padre, Alfeo, podría ser el mismo personaje que Cleofás, el marido de aquella María, que el cuarto Evangelio sitúa al pie de la cruz (cf. Jn 19,25). Por otra parte, el Evangelio de Marcos recuerda en ese mismo contexto a Santiago llamado «el Menor», haciéndolo hermano de José e hijo de una de las Marías que tuvieron el valor y la compasión suficientes para acompañar a Jesús hasta la muerte en Cruz (Mc 15,40). Esto hace creer que Santiago sea uno de aquellos que eran conocidos en Nazaret como «hermanos» o parientes de Jesús (Mt 13,55; Mc 6,3). Sea como sea, la Iglesia los celebra a los dos juntos, y nos recuerda que en el corazón de Jesús, cada uno tenemos un lugar especial.
El Evangelio de hoy nos pone esa ocasión muy particular en la que interviene Felipe. Durante la última Cena, después de afirmar Jesús que conocerlo a él significa también conocer al Padre (cf. Jn 14,7), Felipe, casi ingenuamente, le pide: «Señor, muéstranos al Padre y eso nos basta» (Jn 14, 8). Jesús le responde con un tono de benévolo reproche: «Felipe, tanto tiempo hace que estoy con ustedes, ¿y y todavía no me conoces? Quien me ve a mí, ve al Padre. ¿Entonces por qué me dices: “Muéstranos al Padre”? ¿O no crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí? Si no me dan fe a mí, créanlo por las obras. Yo les aseguro: el que crea en mí hará las obras que hago yo y las hará aún mayores». Estas son unas de las palabras más sublimes del evangelio según san Juan. Contienen una auténtica revelación. En la respuesta a Felipe, Jesús hace referencia a su propia persona como tal, dando a entender que no sólo se le puede comprender a través de lo que dice, sino sobre todo a través de lo que él es. Podemos decir que en Jesús, Dios asumió un rostro humano, y por consiguiente, si queremos conocer realmente el rostro de Dios, nos basta contemplar el rostro de Jesús. En su rostro vemos realmente quién es Dios y cómo es Dios. Pidamos a María Santísima que no perdamos de vista este rostro del Señor bueno y misericordioso y que experimentemos siempre su compañía. ¡Bendecido lunes!
Padre Alfredo.
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