Hoy quiero hablar de Bernardino Albizzeschi —conocido como San Bernardino de Siena— el santo que el día de hoy celebra la Iglesia y que me parece que todos debemos conocer más a fondo. Bernardino nació en 1380 como hijo de la familia noble de Albizeschi en Massa Marittima en la Toscana italiana. Su padre fue gobernador de esta ciudad. En la ciudad de Siena, estudió derecho y con la aparición de la peste hacia el 1400, trabajó en el hospital de Santa María della Scala abandonando la vida de reclusión y oración que ya había abrazado. Apoyado por diez compañeros, se echó a cuestas la dirección del hospital y, a pesar de su juventud, Bernardino hizo frente exitosamente a la tarea, pero su dedicación incansable y heroica a esta tarea quebrantó su salud de tal manera que jamás logró recuperarse por completo. En el año 1402 o 1404, entró en la Orden Franciscana de la observancia donando todos sus bienes a los pobres. Fue ordenado sacerdote el 8 de septiembre de 1404. Alrededor de 1406, mientras predicaba en Alejandría, en el Piamonte, predijo que su manto descendería sobre un hombre que le escuchaba en ese momento y que esa persona volvería a Francia y España dejando a Bernardino la tarea de evangelizar el resto de los pueblos italianos. Derivado de esto, se dedicó a predicar diario hasta el día de su muerte.
A partir de entonces varias ciudades se disputaban el honor de escucharlo, viéndose él obligado a predicar en los mercados, ante auditorios de más de 30,000 personas. Paulatinamente Bernardino fue ejerciendo cada vez mayor influencia en las turbulentas y lujosas ciudades italianas. Pio II, que en su juventud quedó más de una vez fascinado por la elocuencia de Bernardino, describía cómo el santo era escuchado como si se tratara de otro San Pablo, y Vespasiano de Bisticci, un biógrafo renombrado de Florencia, comenta que a través de sus sermones Bernardino «limpió a toda Italia de la gran cantidad de pecados de que adolecía». Se cuenta que los penitentes acudían a la confesión «como hormigas». Sus sermones sirvieron de modelos de predicación para muchos oradores en los siglos siguientes. Recorrió todo Italia a pie, predicando. Cada día predicaba bastantes horas y varios sermones. A todos y siempre les recomendaba que se arrepintieran de sus pecados y que hicieran penitencia por su vida mala pasada. Atacaba sin compasión los vicios y las malas costumbres e invitaba con gran vehemencia a tener un intenso amor a Jesucristo y la Virgen María.
Algunos envidiosos acusaron a fray Bernardino ante el Papa diciendo que diciendo que recomendaba supersticiones. El Papa le prohibió predicar, pero luego lo invitó a Roma y lo examinó delante de los cardenales y quedó tan conmovido que le dio orden para que pudiera predicar por todas partes. Durante 80 días predicó en Roma e hizo allí 114 sermones con enorme éxito. El Papa quiso nombrarlo arzobispo, pero el santo no se atrevió a aceptar. Entonces lo nombraron superior de los franciscanos, porque era el que más vocaciones había conseguido para esa comunidad. Dejándose guiar siempre por el Espíritu Santo, como sugiere el Evangelio de hoy (Jn 16,12-15) fue un gran predicador hasta sus últimos días. Se conservan 45 sermones que predicó en Siena. En 1444, mientras viajaba por los pueblos predicando, con muy poca salud pero con un inmenso entusiasmo, se sintió muy débil y al llegar al convento de los franciscanos en Aquila, murió santamente el 20 de mayo. Que san Bernardino, con su gran elocuencia y María Santísima, a quien tanto amó, nos ayuden a nosotros también para que no nos cansemos de anunciar la Buena Nueva. La historia cuenta que cuando murió san Bernardino, en su sepulcro, se obraron numerosos milagros y el Papa Nicolás V ante la petición de todo el pueblo, lo declaró santo en 1450 a los 6 años de haber muerto. ¡Bendecido miércoles!
Padre Alfredo.
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