La vida del discípulo–misionero de Cristo está centrada en el amor y en el Espíritu, y aun estas dos cosas son una: Amor. Porque Dios es amor, el Espíritu Santo representa al amor y la enseñanza de Jesús se resume en el amor. Jesús insiste en el Evangelio de hoy (Jn 14,15-21) a los discípulos en que no les dejará solos y que dentro de poco le volverán a ver. Sin duda se refiere a la presencia del Espíritu Santo. Aunque físicamente Jesús se separará de ellos, les recuerda, que sigue viviendo y estando a su lado, aunque de otro modo. Dentro de unos días, y una vez que Jesús haya ascendido al cielo, la Iglesia celebrará la fiesta de Pentecostés, la venida del Espíritu. Entonces se harán realidad las palabras de Jesús en el corazón de los discípulos y nosotros lo volveremos a vivir. En vísperas de la Ascensión y de Pentecostés la liturgia nos hace girar en torno a ese personaje desconocido que es el Espíritu Santo a quien san Paulo VI llamaba: «El Gran Desconocido».
El pasaje evangélico de este domingo nos recuerda que en medio del sombrío panorama de la humanidad que la pandemia de coronavirus nos presenta, Jesús nos sigue hablando del amor. Nos insiste en que, a pesar de todas las experiencias en contrario, el amor es posible, que existe y es nuestra única vocación en todo tiempo, en todo lugar y ante cualquier adversidad. Sólo en el amor la vida humana puede ser auténtica en las buenas y en las malas. Es la tarea de toda la vida, porque el amor, como Dios mismo, no es para nosotros algo conquistado, sino una esperanza, una promesa, la nueva humanidad que confiamos alcanzar en plenitud algún día. por eso la comunidad cristiana debe vivir en permanente alerta y en constante escucha del Espíritu, con un corazón pobre, desprendido, abierto y disponible para que todas las palabras de Jesús sean reflexionadas y vividas. El discípulo–misionero ha de ser alguien que bajo el impulso creador y gozoso del Espíritu aprende el arte de vivir con Dios y para Dios.
San Pascual Bailón, el santo que hoy se celebra, nació en España, el día de Pascua de 1540, de allí si nombre. La historia nos dice que fue un hombre de vida austera y de maravillosa inocencia. Fue pastor de ovejas y a los 24 años pidió ser admitido como hermano religioso entre los franciscanos. Al principio le negaron la aceptación por su poca instrucción, pues apenas si sabía leer, y el único libro que leía era su devocionario, el cual llevaba siempre mientras pastoreaba sus ovejas y allí le encantaba leer especialmente las oraciones a Jesús Sacramentado y a la Santísima Virgen. Dejándose siempre guiar por el Espíritu, su más grande amor fue la Eucaristía. Como religioso sus oficios fueron siempre los más humildes. Durante el día, cualquier rato que tuviera libre se iba a la capilla para adorar a Jesús Sacramentado. Por las noches pasaba horas ante el Santísimo. Cuando los demás se iban a dormir, él se quedaba rezando. Y por la madrugada, antes de que los demás religiosos llegaran a la capilla, ya estaba allí. Hablaba poco, pero cuando se trataba de la Sagrada Eucaristía, entonces sí se sentía inspirado por el Espíritu Santo y hablaba muy hermosamente. Siempre estaba alegre, pero nunca se sentía tan contento como cuando ayudaba a Misa o cuando podía estarse un rato orando ante el Sagrario del altar. Pascual murió en la fiesta de Pentecostés de 1592, era el 17 de mayo. Los que lo querían ver eran tantos, que su cadáver lo tuvieron expuesto a la veneración del público por tres días seguidos. Fue declarado santo en 1690. La santa Sede lo proclamó Patrono de los Congresos Eucarísticos y de las Cofradías del Santísimo Sacramento. Que él y María Santísima, la «llena del Espíritu Santo» nos ayuden a dejarnos conducir por Él en todo momento. ¡Bendecido domingo!
Padre Alfredo.
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