Nuestras generaciones no habían experimentado nunca algo del calibre de una pandemia como ésta que ha venido a robar la paz en muchos lugares y a muchas personas. Hoy Cristo, en el Evangelio (Jn 14,27-31) nos dice algo que mucho necesitamos escuchar: «No pierdan la paz». Y esa paz, en tiempos duros como los que estamos viviendo, solamente se logra si comprendemos que Dios no castiga ni prueba a nadie. Dios respeta, se solidariza, ayuda en una situación en donde la naturaleza no deja de ser ella... Ciertamente que nunca antes el ser humano había sufrido algo tan universal y tan consciente gracias a la era de la tecnología que nos ha tocado vivir. Se nos informa metódicamente día a día y hasta varias veces en T.V. y por otras plataformas, de los infectados y los muertos a escala planetaria. ¡Aplastante información masiva! Y las consecuentes sobredosis de angustia y obsesiones no se dejan de sentir. Parecería un ataque contra la paz interior, la paz del alma que se ve aturdida muchas veces por un sobre exceso de información. Jesús nos ha dejado la paz como un regalo suyo, pero es una paz «como la da el mundo» sino como él la da. Por eso, la paz que Jesús ofrece debemos entenderla no como se entiende cuando se habla de paz en el mundo porque nada acontece fuera de lo común, sino en un sentido pleno y singularmente importante y para todo momento.
Como don y como promesa que abarca todo aquello que Jesús reserva a la fe, como lo es el afrontar esta situación del coronavirus según como nos ha tocado vivir, la paz de Jesús va siempre unida al mensaje cristiano de salvación, al Evangelio. Resulta extraño y algo sorprendente que Jesús personalmente haya empleado raras veces la palabra «paz». Pero es que tal vez no quiso confundir a los suyos con la paz aparente que vive el mundo. Basta recordar al profeta Jeremías cuando hablando de la paz del mundo dice: «curan a la ligera la herida de mi pueblo, diciendo ¡paz, paz!, pero ¿donde está la paz?» (Jr 6,14). Por eso, ningún discípulo–misionero de Cristo puede tomar la palabra paz de una forma superficial como hace el mundo cuando habla de la paz entre las naciones, reduciéndola solamente a una ausencia de guerras y como cuando alguien dice que le dejen en paz. La paz que Jesús anuncia y la paz que Jesús es —Cristo es nuestra paz— es una realidad que va más allá de la ausencia de guerra, incluso más allá de la ausencia de salud. La paz de Cristo implica una forma de entender la vida con lo que va aconteciendo a favor y en contra —como esta difícil pandemia— y las relaciones con Dios, con los demás, con la naturaleza. Aislada de este contexto, la paz se convertiría para nosotros en una caricatura y no en una buena noticia. En la vida de uno de los beatos que hoy celebramos: Álvaro del Portillo (sucesor de San José María Escrivá de Balaguer en la dirección del Opus Dei) hay una situación muy particular que nos recuerda cómo la paz que da Cristo no se pierde nunca.
Álvaro estudió en el colegio del Pilar de Madrid, y sus estudios superiores los hizo en la Escuela de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos de Madrid. Solicitó su admisión al Opus Dei el 7 de julio de 1935. Por consecuencias de la guerra, tuvo que abandonar el domicilio familiar y estuvo en situación de fugitivo, huyendo de refugio en refugio. En octubre de 1936 le concedieron asilo en la embajada de Finlandia. Los días 3 y 4 de diciembre de 1936, los guardias de asalto asediaron dicha embajada y el día 5 entraron en algunos edificios anejos a dicha embajada y arrestaron a todos los refugiados, entre ellos al beato Álvaro del Portillo. Los trasladaron a la cárcel de San Antón, siendo juzgado el 28 de enero de 1937, y liberado al día siguiente sin cargos. De allí se dirigió a la embajada de México, donde estaba su madre que era mexicana. Al cabo de un mes, las autoridades de la embajada lo expulsaron. El 13 de marzo de 1937 se exilió en la legación Honduras. Posteriormente se presentó con identidad falsa como voluntario al Ejército Popular de la República con el fin de pasarse a la zona del Bando Nacional, siendo enviado al frente. Sería largo hablar de su vida, pero en este hecho, antes de que fuera ordenado sacerdote el 25 de junio de 1944, se ve que en todo momento conservó la paz interior, pues nada de aquello le apartó de Cristo. Como sacerdote fijó su residencia en Roma, junto a Josemaría Escrivá de Balaguer y formó parte del Consejo General del Opus Dei y fue secretario general. Trabajó en el Concilio Vaticano II, primero como presidente de la comisión antepreparatoria para el laicado y luego como secretario de la comisión sobre la disciplina del clero y como consultor de otras comisiones. Sus libros Fieles y laicos en la Iglesia (1969) y Escritos sobre el sacerdocio (1970) son, en buena parte, fruto de esa experiencia. El 15 de septiembre de 1975 fue elegido por el Papa San Juan Pablo II para suceder a san Josemaría Escrivá al frente del Opus Dei. Que por intercesión de María, conocida e invocada como «Reina de la paz» entendamos y vivamos la paz de Cristo. ¡Bendecido martes!
Padre Alfredo.
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