Pedir es una actitud muy común entre todos los seres humanos: pedimos favores, pedimos excusas, pedimos servicios, pedimos dinero cuando nos hace falta, pedimos responsabilidad a nuestros gobernantes, pedimos seguridad, pedimos pequeños servicios. Hoy, en el Evangelio, tomado de san Juan (Jn 16,23-28) en el marco de los discursos de despedida de Jesús durante su última cena, el Señor nos dice que pidamos seguros de que vamos a recibir. Que pidamos al Padre en su nombre, es decir, por mediación suya, confiándonos en sus méritos, que son los del Hijo muy amado de Dios, que entregó su vida para cumplir la voluntad del Padre dándonos la salvación. Pero hoy, en medio de una situación mucho muy adversa, no falta quién se cuestiona: ¿Para qué pedirle a Dios, si no conseguimos nada? ¿Para qué rezar, si a veces se siente un muro de soledad al alrededor? Es que hay que pedir con fe y hay que pedir lo que conviene.
Claro que vale la pena pedirle a Dios en estos días, como ha valido la pena siempre, pues sólo se ve la luz en medio de la oscuridad cuando miramos hacia delante, cuando descubrimos que Cristo pasó antes que nosotros por la prueba de la cruz, y ahora está con Dios Padre, y nos espera, y nos prepara un lugar. Hay que pedir, sobre todo, que como discípulos–misioneros no nos dejemos aplastar por el desaliento, la angustia y el miedo que en estos días de pandemia nos puede aquejar. Toca a Dios decidir si nos concede lo que pedimos desde lo más profundo del corazón. Pero incluso cuando no llega el regalo que pedimos de forma inmediata —como lo esperaríamos ahora en que milagrosamente acabara de una vez por todas esta pandemia en un abrir y cerrar de ojos—, no nos faltará el consuelo de saber que estamos en sus manos. ¿No es eso ya vivir en gracia seguros de que nuestra petición ha sido escuchada? Cristo nos asegura que el Padre escucha siempre nuestra oración. Pero hemos de comprender que no se trata tanto de que él responda a lo que le pedimos. Somos nosotros los que en este momento respondemos a lo que él quería ya antes. La oración de súplica y petición es como entrar en la esfera de Dios. De un Dios que quiere nuestra salvación, porque ya nos ama antes de que nosotros nos dirijamos a él. Como cuando salimos a tomar el sol, que ya estaba brillando. Como cuando entramos a bañarnos en el agua de un río o del mar, que ya estaba allí antes de que nosotros pensáramos en ella. Al entrar en sintonía con Dios, por medio de Cristo y su Espíritu, nuestra petición coincide con la voluntad salvadora de Dios, y en ese momento ya es eficaz.
San Juan Bautista de Rossi nació en 1698, cerca de Génova, Italia. Cuando era adolescente, llegó a su pueblo un matrimonio muy piadoso para vacacionar unos días. Ellos notaron la piedad del jovencito, por lo que pidieron permiso a sus padres para llevarlo a su casa en Génova para que estudiara. A la casa de este matrimonio iban frecuentemente de visita los padres capuchinos a pedir ayuda para los pobres. Éstos recomendaron al muchacho para que estudiase en Roma. En el Colegio Romano hizo estudios con gran aplicación, ganándose la simpatía de sus profesores y compañeros y fue ordenado sacerdote a los 23 años. Los primeros años de su sacerdocio no se atrevía casi a confesar porque le parecía que no sabría dar los debidos consejos. Pero un día un santo obispo le pidió que se dedicara por algún tiempo a confesar en su diócesis y él le pidió a Dios que le diera lo necesario para ser un buen confesor a pesar de su propia miseria. Allí descubrió que este era el oficio para el cual Dios lo tenía destinado. Al volver a Roma le dijo a un amigo: «Antes yo me preguntaba cuál sería el camino para lograr llegar al cielo y salvar muchas almas. He descubierto que la ayuda que yo puedo dar a los que se quieren salvar es confesarlos. Es increíble el gran bien que se puede hacer en la confesión». El 23 de mayo de 1764, sufrió un ataque al corazón y murió a los 66 años. Su pobreza era tal, que el entierro tuvieron que costeárselo de limosna. A su funeral asistieron 260 sacerdotes, un arzobispo, muchos religiosos y un inmenso gentío. La misa de réquiem la cantó el coro pontificio de la Basílica de Roma. Dice Jesús en el Evangelio: «Yo les aseguro: cuanto pidan al Padre en mi nombre, se lo concederá». Sepamos pedir y esperemos que el Señor nos conceda lo que nos conviene y hagámoslo siempre que podamos, por intercesión de la Santísima Virgen María. ¡Bendecido sábado!
Padre Alfredo.
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