«Cualquier cosa que pidan en mi nombre, yo la haré para que el padre sea glorificado en el hijo. Yo haré cualquier cosa que me pidan en mi nombre». Son palabras textuales del Evangelio de hoy (Jn 14,7-14). En esta perícopa evangélica, Jesús hace una promesa para decir que la intimidad que él tiene con el Padre no es un privilegio que sólo le pertenece a él, sino que es posible que todos aquellos que creemos en él la podamos alcanzar. Nosotros también, a través de Jesús, podemos llegar a hacer cosas maravillosas para los demás como Jesús hacía para la gente de su tiempo. El no deja nunca de interceder por nosotros. Todo lo que el hombre y la mujer de fe le pide, él lo va a pedir al Padre y lo va a conseguir, con tal que sea para servir y para el bien de quien lo pide y para quien se pide. Él promete que va a pedir al Padre que envíe a otro defensor o consolador, el Espíritu Santo. Jesús llega a decir que precisa irse ahora, porque, de lo contrario, el Espíritu Santo no podrá venir (Jn 16,7). Y es el Espíritu Santo el que realizará las cosas de Jesús en nosotros, si actuamos en nombre de Jesús y observamos el gran mandamiento de la práctica del amor.
Mucha gente, en medio de esta pandemia, se pregunta dónde está Dios. A nosotros nos consta que allí donde hay hombres y mujeres que tienen fe, la mirada limpia y un corazón pacífico y pacificador para acoger la voluntad de Dios, allí donde hay alguien de nuestro barro y de nuestra carne que ama y se adentra por un camino que le puede costar la existencia a favor de sus hermanos, allí donde existen gentes que no se preocupan del mañana porque a cada día le basta su afán y viven en las manos de Dios con la despreocupación de los lirios del campo y de los pájaros del cielo, allí está Dios. Y así lo experimentamos. Entre los pucheros —caldos— anda el Señor, decía Santa Teresa. Dios anda entre las cosas de esta vida y en medio de esta dolorosa situación está él y no nos deja. No, Dios no guarda silencio. Dios está hablando constantemente y nos acompaña. Sí, a veces a su manera, porque él sabe muy bien lo que más nos conviene. En estos días he pedido tanto en la Santa Misa como en el Rosario y en el rezo de la Liturgia de las Horas, por algunos familiares y amigos de gente cercana a mí que han muerto en medio de esta pandemia. Algunos han dejado este mundo por algo intempestivo, como un infarto; otros a consecuencia del covid-19 u otra enfermedad y uno que otro en un accidente. Por todos pedimos y sabemos que Dios nos escucha porque pedimos por sus almas en el nombre de Jesús.
Hoy recordamos a San José Dô Quang Hiên, un sacerdote cuyo destino fue convertirse en mártir. Durante su estancia en prisión usó cada momento para convertir a los paganos encerrados junto a él, dándoles calma y guiándolos a la fe, cubriendo a todos los que pudiera antes de ser ejecutado por órdenes del emperador Thiéu Tri. José nació en 1775 en Vietnam, educándose en el catolicismo y decidiendo que su vida sería dedicada a la obra religiosa en la Orden de Predicadores. Ya ordenado sacerdote trabajó como asistente del obispo Domingo Henares —santo canonizado también—, dando su mejor esfuerzo hasta 1833 cuando la represión contra los cristianos le obligó a huir y a mantenerse en el anonimato para evitar su arresto y dejar sin ayuda religiosa a su distrito, hasta que fue reconocido por un pagano quien lo denunció cuando asistía a un enfermo con la intención de administrarle los últimos sacramentos. Encarcelado, nunca se olvidó de evangelizar. Fue torturado y obligado a que rechazara la fe cristiana pisando una cruz, lo cual se negó a hacer por lo que recibió innumerables azotes y cuatro meses de prisión en pésimo estado. Su ferviente deseo de ayudar a otros, lo mantuvo activo asistiendo y apoyando a los paganos, guiándoles a la fe cristiana. Él sabía que todo lo que pidiera en nombre de Jesús se le concedería y así alcanzó la conversión de muchos presos. Falleciendo en el año 1840 se le confirieron milagros a su fuerte voluntad, siendo canonizado en el año 1988 por el siervo de Dios Juan Pablo I. Que por intercesión de María Santísima, a quien honramos en especial cada sábado, nos quede claro eso de pedir todo en el nombre de Jesús, para alcanzarlo. ¡Bendecido sábado!
Padre Alfredo.
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