Hoy y mañana, los últimos días feriales de la Pascua, cambiamos de escenario. Lo que leemos (Jn 21,15-19) no pertenece ya a la Última Cena, como habíamos estado leyendo en estos días, sino a la aparición del Resucitado a siete discípulos a orillas del lago de Genesaret. El Señor Jesús llama a Pedro por su nombre original: «Simón hijo de Juan». Y Pedro escucha atento la voz de su Señor. El corazón del Apóstol ha ido madurando, y ahora comprende que Jesús no es el Mesías político que él y otros esperaban (Jn 13,37; 18,10), sino el ser humano generoso que da su vida en servicio a la humanidad deprimida y agobiada (Jn 15,13.15). San Pedro había sido muy insistente en manifestarle su adhesión en cuanto se ajustaba a sus expectativas (Jn 6,68s). El Señor va sacándole a Pedro por primera, segunda y tercera vez una confesión de amor. Y acto seguido va haciendo, por primera, segunda y tercera vez, un encargo, el encargo de los suyos. Porque Jesús sabe que el que lo ama guarda sus mandamientos, que el que lo quiere cumple su encargo. Así, nos damos cuenta de que el amor es la raíz en que se alimenta toda verdadera y buena obediencia y la obediencia es el sello de todo verdadero amor.
No cabe duda de que la experiencia de la resurrección ha caldeado los ánimos y ha madurado las ideas de los Doce. Pedro se encuentra disponible para seguir el «camino» no ya bajo sus caprichos y exaltaciones, sino animado por el Espíritu del Resucitado. La triple pregunta y afirmación es una rememoración del itinerario del discípulo. Ha partido de una adhesión fervorosa, ha llegado a la negación (Jn 18,27), ha pasado por la dura experiencia de la muerte de Jesús y ahora llega a un nuevo punto de partida. La adhesión de san Pedro no es simple militancia o un quedar bien del momento, es amor entrañable por quien les enseñó el verdadero camino hacia el Padre. Amor que se manifiesta en la dedicación exclusiva al servicio a la comunidad: «apacienta mis ovejas». Apacentar, en este hermoso relato, equivale a procurar el alimento, que, como el que da Jesús, es el don de la propia persona (Jn 14,15.21); corderos son los pequeños; ovejas, los grandes; de este modo se representa la totalidad del rebaño del Señor.
San Maximino de Tréveris, que fue obispo y a quien hoy celebramos, nació a comienzos del siglo IV, en la antigua Galia. Siendo muy joven, se mudó a Tréveris, atraído por la fama que en aquel entonces cosechaba san Agricio, obispo de la ciudad. Este le acogió le instruyó demostrando tener una gran inteligencia. Cuando murió su maestro, Maximino fue elegido de forma unánime como su sucesor en el año 332. En pleno gobierno del emperador Constantino el Grande, san Atanasio fue desterrado de Roma por ser contrario a la doctrina arriana —esta vertiente negaba la Santísima Trinidad—. El santo desterrado permaneció dos años bajo su amparo, en los que compartieron conocimientos y reflexiones sobre el problema al que se enfrentaba la Iglesia. Gracias a las palabras de san Maximino, el emperador Constantino ordenó la celebración del Concilio de Milán en el año 345 en el que se derrotó la teoría de los arrianos y san Atanasio pudo volver a Roma. Así vemos cómo san Maximino, con un gran amor a Jesús, pastoreó a Ovejas y Corderos para alcanzar la unidad. Que él, por intercesión de María Santísima, interceda para que nosotros también seamos capaces de amar así. ¡Bendecido viernes!
Padre Alfredo.
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