Todos somos peregrinos en este mundo y además todos somos débiles, y tendemos a mezclar en nuestro diario vivir motivos espirituales y otros muy humanos y no tan revelables. La escena de Pedro en el Evangelio de hoy (Jn 21,20-25) en donde aparece preocupado por Juan, bien pudo también ser debida a unos ciertos celos, cosa que nos demuestra que la fe va madurando en nosotros lentamente. Es volviendo a meditar constantemente el Evangelio, es decir, las palabras de Jesús, que nos damos cuenta de que estamos hechos de barro y necesitamos crecer en humildad y en docilidad a esta misma Palabra. Nosotros mismos, en el día de hoy, estamos «rodeados de flaqueza» (Hb 5, 2). Pedro maduró su fe por obra del Espíritu Santo, y nos dio más tarde magníficos testimonios de su amor a Jesús. Él todavía, en este momento en que pregunta qué pasará con Juan, no sabe que él, el mismo Pedro, irá a Roma y que allí, después de un apostolado lleno de valentía y de entrega, confesará con su vida a Cristo ante las autoridades romanas, él que le había negado.
San Pedro había recibido una especie de insinuación de Jesús sobre su futuro personal: sería, por el martirio, testigo de Jesús. A partir de esta insinuación, el Apóstol entró en curiosidad para saber el futuro de Juan, su compañero en aquel momento. Con esto Pedro podía caer en la tentación de saber el futuro de los demás, descuidando así el papel que jugarán y las sorpresas que ofrecerán, a lo largo de la historia, la libertad y la gracia. Es grande la tentación que ordinariamente se tiene de creer en las premoniciones del futuro. Nos parece que una premonición de esta clase da seguridad y tranquilidad. Pero se nos olvida también el gran daño que hace tener en la mente aferrado el futuro. Por eso lo respuesta de Jesús a Pedro, sobre el destino de Juan, es sabia. No se lo revela, le dice: «Si yo quiero que este permanezca vivo hasta que yo vuelva, ¿a ti qué? Tú, sígueme». De esta manera Pedro, frente a cualquier hermano, queda abierto al amor, al servicio, a la ayuda diaria que hay que prestar, sin saber el camino que tomará la historia, es decir, vivirá «a la sorpresa de Dios». El determinar el futuro enfría o destruye al amor. Es mejor que el amor esté vivo, aunque se tenga que vivir en incertidumbre. La incertidumbre compromete más la libertad, le da mayores posibilidades a la gracia y le abre siempre nuevos caminos al amor. Muchos años después, en Francia, santa Juana de Arco creció en el campo y nunca aprendió a leer ni a escribir. Pero su madre que era muy piadosa le infundió una gran confianza en el Padre Celestial y una tierna devoción hacia la Virgen María. Cada sábado, siendo niña, recogía flores del campo para llevarlas al altar de Nuestra Señora. Cada mes se confesaba y comulgaba, y su gran deseo era llegar a la santidad y no cometer nunca ningún pecado. Era tan buena y bondadosa que todos en el pueblo la querían. Su patria estaba en muy grave situación porque la habían invadido los ingleses que se iban posesionando rápidamente de muchas ciudades y hacían grandes estragos.
A los catorce años, esta jovencita, empezó a sentir unas voces que la llamaban. Al principio no sabía de quién se trataba, pero después empezó a ver resplandores y que se le aparecían el Arcángel San Miguel, Santa Catalina y Santa Margarita y le decían: «Tú debes salvar a la nación y al rey». Juana hubo de obedecer lo que Dios le pedía a ella, aunque era, a primera vista, muy diferente de lo que el Señor pedía a las demás jovencitas de su misma edad. A los 17 años llegó a ser heroína nacional y mártir de la religión. En medio de la guerra, fue capturada por un grupo de nobles franceses aliados con los ingleses y entregada a éstos para ser procesada por el obispo Pierre Cauchon por varias acusaciones. Declarada culpable, el duque Juan de Bedford la quemó en la hoguera e el 30 de mayo de 1431. Tenía alrededor de 19 años. En 1456 un tribunal inquisitorial autorizado por el papa Calixto III examinó su juicio, desmintió los cargos en su contra, la declaró inocente y la nombró mártir. En el siglo XVI la convirtieron en símbolo de la Liga Católica y en 1803 fue declarada símbolo nacional de Francia por decisión de Napoleón Bonaparte. Fue beatificada muchísimos años después, en 1909 y canonizada en 1920. Así, como Pedro, ella entendió que cada uno tenemos una misión única e irrepetible por la que hay que responder viviendo a la sorpresa de Dios. Que María Santísima a quien tanto amó santa Juana de Arco, nos ayude a descubrir siempre esa misión y a entender que cada quien tiene la suya. ¡Bendecido sábado!
Padre Alfredo.
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