Está claro, en el Evangelio de hoy (Jn 16,5-11) que nuestro Señor no quiere dejar sin la presencia del Espíritu a la humanidad, en especial a todos los que han creído en el mensaje de su anuncio. Hoy en la perícopa que tenemos, Jesús promete que apenas se vaya enviará al Protector, que es el Espíritu, el que será encargado de hacer justicia y dinamizar el encuentro con el Padre para todos aquellos que de una manera u otra lo buscan con un corazón sincero. El Espíritu será capaz de una vez por todas de identificar y destruir al Maligno y realzar el proyecto del Reino que a ratos parece opacado. El legado que deja Cristo a toda la humanidad no puede ser nada mejor que la presencia de ese don gratuito que es el Espíritu; que se hace presente entre las personas que lo activan haciéndose conscientes de su filiación de Dios.
El discípulo–misionero sabe que ha de ser valiente y no temer al Maligno porque ya éste ha sido derrotado por Jesús con la redención. Él nos enseñó a hacernos hijos de Dios entregando la propia vida, no acaparando nada para sí mismo, sino destruyendo el egoísmo y apoyándonos en la fuerza del Espíritu. Cuando se entiende la acción del Espíritu Santo como Defensor en nuestras vidas, entonces ya no existe ninguna posibilidad de caer en una tentación que nos aparte del Reino. Jesús es consciente de la misión que se le ha encomendado: dar testimonio del Padre. Toda su acción y sus palabras son la expresión de la voluntad de Dios. Después de su muerte, los discípulos continúan su obra bajo la dirección del Espíritu. Ellos saben que continuar la obra no es repetir milimétricamente los gestos de Jesús. La repetición, la imitación, constituyen una acción puramente exterior. Los discípulos se abren al Espíritu del Resucitado para que los transforme y los configure con el Hijo. De este modo, su acción y sus palabras se convierten en una fuerza creativa que actualiza la presencia de Jesús en nuestra historia humana. Eso es lo que sucede con las vidas de los santos, así van haciendo presente el reino dejándose guiar por el Espíritu.
Hoy celebramos a san Pedro Celestino V, Papa, un buscador de Dios desde jovencito. Su nombre de pila fue Pedro Angeleri de Morone. Nacido en una familia campesina en Isernia en 1215, atraído por la vida monástica, ingresó en la Orden benedictina. A los 24 años se convirtió en sacerdote, pero pronto eligió la vida eremítica en Los Abruzos italianos. La oración, la penitencia y el ayuno marcaban sus días de ermitaño. Pronto se extendió su fama como hombre de Dios y llegaban a él gentes de todas partes, para recibir consejos y sanaciones. A todos les indicaba la conversión del corazón como camino hacia la paz, en un momento histórico desgarrado por tensiones, conflictos —incluso dentro de la Iglesia— y epidemias de peste. Inesperadamente a los 73 años de edad, en medio de todo eso, fue elegido Papa. La Iglesia llevaba nada menos que dos años sin Papa. Al ser nombrado Pontífice, se puso el nombre de Celestino V. Imitando a Jesús, entró montado en un burro. Tras bajarse, los cardenales lo recibieron con alegría, pero en lugar de irse al Vaticano, se marchó a Nápoles y mandó construir una cabaña para vivir mejor en soledad. Al no tener experiencia diplomática y dejándose llevar por la acción del Espíritu Santo presentó su renuncia. Duró en el Papado tan sólo 5 meses. Así es la vida de los santos, no dejarse guiar más que por el Espíritu Santo, que va dirigiendo la vida para hacer la voluntad de Dios. Que su intercesión y la de María Santísima nos ayuden a nosotros también a dejarnos guiar por el Espíritu Santo. ¡Bendecido martes!
Padre Alfredo.
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